MARTÍN-MIGUEL RUBIO ESTEBAN
Doctor en Filología Clásica
La democracia, en cuanto división de poderes del Estado, fue analizada por Trevijano, teniendo como principales referentes a Jeremy Bentham, Montesquieu, Hamilton y Benjamin Cosntant. Pero la verdad es que los grandes referentes de esa mencionada división de poderes que principalmente la caracteriza se encuentran ya en Grecia y Roma. Todo el pensamiento político democrático que la especie humana ha producido surgió como terapia a lo que el viejo Platón, en el Libro III de “Las Leyes” (691 a), ayudado por el jovenzuelo Filipo el opuntio, denominó “la enfermedad de los reyes” (tò tôn basileôn nosêma). Y toda la ingeniería institucional del Estado ideada desde entonces nació como remedio o acesia a la curación de esa enfermedad de reyes que el octogenario Platón calificó de “extremadamente grave” (tês megistês nósou).
Esa enfermedad infecta y contagia (plerotheísa) la mente de todo hombre que ostenta un poder político, cebándose sobre todo en los que tienen el mayor poder. Tan terrible enfermedad consiste en que el poder infecta la sangre de todo el que lo tiene, de suerte que llega a ser el poder en sí quien domina al agente, quien esclaviza al que lo ostenta, escapándose por completo del control de éste como ente autónomo. Es así que el actante (el rey) se hace paciente de su instrumento infectante, y el término marcado, el poder, se hace actante, y la enfermedad reina sobre el rey. Esta misma idea la vislumbró Martin Heidegger en su penetrante comentario al segundo “stásymon” de la Antígona, de Sófocles. Sófocles, devoto de Asclepio, dios de la medicina, a través del Coro, nos señala que el hombre es un ser maravilloso, pero terrible (“deinós”), tan maravilloso y terrible como un dios. Y no se diferencia de los dioses por el poder –pues precisamente por su poder es igual a los dioses–, sino porque no tiene capacidad para controlar dicho poder, que con frecuencia le lleva al mal y a la locura del ensoberbecimiento.
Contra esta enfermedad diagnosticada por el divino Platón, las ciudades griegas tenían dividido el poder, terrible y contagioso, en tres poderes más pequeños y con frecuencia hostiles, siendo la enfermedad voraz de cada uno la medicina o terapia para los otros dos. Cada República lo hizo a su modo. Así, hasta en la militarista Esparta, el poder se despedaza en una doble línea de reyes, en dos dinastías, Agíadas y Euripóntidas, veintiocho gérontes que constituían el Senado o gerousía, y los éforos. En Atenas con la tríada Boulê-Hêliaia-Junta de Generales y Comisión de Fondos Festivos, sometida siempre a la Ekklêsía o Asamblea abierta a todos los ciudadanos, se dividía el poder del Estado en las tres tradicionales ramas (branches) de legislativo, judicial y ejecutivo.
Pero también Roma supo combatir con inteligencia la enfermedad de los reyes en su República. Mediante tres procesos electorales distintos, absolutamente distintos en todo (cada uno de estos tres procesos tenía hasta su propia ley electoral), Roma instauraba tres poderes del Estado hostiles entre sí, pero imprescindibles cada uno de ellos para la República. Ni las leyes podían recibir sanción sin la aquiescencia de los ciudadanos, ni los magistrados ser elegidos fuera de los comicios, ni los justiciables ser sentenciados por jueces que no fuesen idóneos e independientes, y como todos los ciudadanos estaban inscritos en una curia por su linaje, en una centuria por su capacidad económica y en una tribu por su domicilio, nadie estaba excluido del sufragio y de dar su opinión, siendo por consiguiente el pueblo romano verdadero soberano de hecho y de derecho. Con los comicios por centurias –en donde las clases más menesterosas tenían una muy escasa influencia debido al orden de la votaciones: de las 195 centurias, los más poderosos tenían 98 y votaban los primeros, si bien la clase no tiene siempre una relación automática con los sentimientos políticos– se elegía al poder ejecutivo (cónsules, pretores y demás magistrados dignos de sentarse en una silla curul). Con los comicios por tribus –en donde los patricios o aristócratas no votaban y todos los votos valían lo mismo– se elegía a los tribunos y se aprobaban las leyes. Es decir, las tribus elegían el Poder Legislativo, magistrado mudo, como son las letras, pero absolutamente efectivo, y los comitia centuriata el Poder Ejecutivo, las leyes hablantes, leges loquentes. De ahí que Rousseau dijera que en la República Romana gobiernan los ricos con las leyes que hacen los pobres.
Finalmente, los comicios por curias fueron la cuna de todas las elecciones, remitiéndose al rey Servio Tulio, representando cada curia ( de *coviria, “reunión de varones” ) diez gentes o clanes, y que demuestran que la familia y la sangre eran el fundamento del Estado romano. La estirpe es el primer principio político de clasificación. De hecho, aunque fueron perdiendo funciones en relación con los otros dos comicios citados, siguieron, sin embargo, rigiendo el derecho familiar y doméstico, como, por ejemplo, la adscripción de un nuevo ciudadano a una familia.
Es evidente que lo que hace John Locke en su Segundo Tratado del Gobierno Civil, fundamentalmente en los capítulos XII y XIII, así como Montesquieu en la Segunda Parte de su Del espíritu de las leyes, es retomar del Mundo Antiguo las teorías terapéuticas sobre la enfermedad de los reyes y la práctica institucional de las democracias griegas y la República Romana. Aunque la idea de la separación de poderes o domesticación del poder –civilizar el poder–, propia de la libertad política, se restaura por vez primera en la Democracia de los EEUU en los inicios de la Edad Contemporánea, esta idea formaba parte sin duda del acervo del Mundo Clásico. La aportación del liberalismo moderno fue el concepto de representación política, fraguado por Alexander Hamilton y Jeremy Bentham, con que en cierto modo se ha intentado conjurar el peligro de que la Democracia caiga en una Oclocracia. Hoy el poder en España reside sólo en un Parlamento vocinglero, tumultuario, de baja estofa, plebeyo y mercader, en donde los partidos trafican con sus ideales dentro de un nauseabundo contrato sinalagmático, tal como Antonio García-Trevijano llegó a declarar hace cuarenta años.
Doctor en Filología Clásica
La democracia, en cuanto división de poderes del Estado, fue analizada por Trevijano, teniendo como principales referentes a Jeremy Bentham, Montesquieu, Hamilton y Benjamin Cosntant. Pero la verdad es que los grandes referentes de esa mencionada división de poderes que principalmente la caracteriza se encuentran ya en Grecia y Roma. Todo el pensamiento político democrático que la especie humana ha producido surgió como terapia a lo que el viejo Platón, en el Libro III de “Las Leyes” (691 a), ayudado por el jovenzuelo Filipo el opuntio, denominó “la enfermedad de los reyes” (tò tôn basileôn nosêma). Y toda la ingeniería institucional del Estado ideada desde entonces nació como remedio o acesia a la curación de esa enfermedad de reyes que el octogenario Platón calificó de “extremadamente grave” (tês megistês nósou).
Esa enfermedad infecta y contagia (plerotheísa) la mente de todo hombre que ostenta un poder político, cebándose sobre todo en los que tienen el mayor poder. Tan terrible enfermedad consiste en que el poder infecta la sangre de todo el que lo tiene, de suerte que llega a ser el poder en sí quien domina al agente, quien esclaviza al que lo ostenta, escapándose por completo del control de éste como ente autónomo. Es así que el actante (el rey) se hace paciente de su instrumento infectante, y el término marcado, el poder, se hace actante, y la enfermedad reina sobre el rey. Esta misma idea la vislumbró Martin Heidegger en su penetrante comentario al segundo “stásymon” de la Antígona, de Sófocles. Sófocles, devoto de Asclepio, dios de la medicina, a través del Coro, nos señala que el hombre es un ser maravilloso, pero terrible (“deinós”), tan maravilloso y terrible como un dios. Y no se diferencia de los dioses por el poder –pues precisamente por su poder es igual a los dioses–, sino porque no tiene capacidad para controlar dicho poder, que con frecuencia le lleva al mal y a la locura del ensoberbecimiento.
Contra esta enfermedad diagnosticada por el divino Platón, las ciudades griegas tenían dividido el poder, terrible y contagioso, en tres poderes más pequeños y con frecuencia hostiles, siendo la enfermedad voraz de cada uno la medicina o terapia para los otros dos. Cada República lo hizo a su modo. Así, hasta en la militarista Esparta, el poder se despedaza en una doble línea de reyes, en dos dinastías, Agíadas y Euripóntidas, veintiocho gérontes que constituían el Senado o gerousía, y los éforos. En Atenas con la tríada Boulê-Hêliaia-Junta de Generales y Comisión de Fondos Festivos, sometida siempre a la Ekklêsía o Asamblea abierta a todos los ciudadanos, se dividía el poder del Estado en las tres tradicionales ramas (branches) de legislativo, judicial y ejecutivo.
Pero también Roma supo combatir con inteligencia la enfermedad de los reyes en su República. Mediante tres procesos electorales distintos, absolutamente distintos en todo (cada uno de estos tres procesos tenía hasta su propia ley electoral), Roma instauraba tres poderes del Estado hostiles entre sí, pero imprescindibles cada uno de ellos para la República. Ni las leyes podían recibir sanción sin la aquiescencia de los ciudadanos, ni los magistrados ser elegidos fuera de los comicios, ni los justiciables ser sentenciados por jueces que no fuesen idóneos e independientes, y como todos los ciudadanos estaban inscritos en una curia por su linaje, en una centuria por su capacidad económica y en una tribu por su domicilio, nadie estaba excluido del sufragio y de dar su opinión, siendo por consiguiente el pueblo romano verdadero soberano de hecho y de derecho. Con los comicios por centurias –en donde las clases más menesterosas tenían una muy escasa influencia debido al orden de la votaciones: de las 195 centurias, los más poderosos tenían 98 y votaban los primeros, si bien la clase no tiene siempre una relación automática con los sentimientos políticos– se elegía al poder ejecutivo (cónsules, pretores y demás magistrados dignos de sentarse en una silla curul). Con los comicios por tribus –en donde los patricios o aristócratas no votaban y todos los votos valían lo mismo– se elegía a los tribunos y se aprobaban las leyes. Es decir, las tribus elegían el Poder Legislativo, magistrado mudo, como son las letras, pero absolutamente efectivo, y los comitia centuriata el Poder Ejecutivo, las leyes hablantes, leges loquentes. De ahí que Rousseau dijera que en la República Romana gobiernan los ricos con las leyes que hacen los pobres.
Finalmente, los comicios por curias fueron la cuna de todas las elecciones, remitiéndose al rey Servio Tulio, representando cada curia ( de *coviria, “reunión de varones” ) diez gentes o clanes, y que demuestran que la familia y la sangre eran el fundamento del Estado romano. La estirpe es el primer principio político de clasificación. De hecho, aunque fueron perdiendo funciones en relación con los otros dos comicios citados, siguieron, sin embargo, rigiendo el derecho familiar y doméstico, como, por ejemplo, la adscripción de un nuevo ciudadano a una familia.
Es evidente que lo que hace John Locke en su Segundo Tratado del Gobierno Civil, fundamentalmente en los capítulos XII y XIII, así como Montesquieu en la Segunda Parte de su Del espíritu de las leyes, es retomar del Mundo Antiguo las teorías terapéuticas sobre la enfermedad de los reyes y la práctica institucional de las democracias griegas y la República Romana. Aunque la idea de la separación de poderes o domesticación del poder –civilizar el poder–, propia de la libertad política, se restaura por vez primera en la Democracia de los EEUU en los inicios de la Edad Contemporánea, esta idea formaba parte sin duda del acervo del Mundo Clásico. La aportación del liberalismo moderno fue el concepto de representación política, fraguado por Alexander Hamilton y Jeremy Bentham, con que en cierto modo se ha intentado conjurar el peligro de que la Democracia caiga en una Oclocracia. Hoy el poder en España reside sólo en un Parlamento vocinglero, tumultuario, de baja estofa, plebeyo y mercader, en donde los partidos trafican con sus ideales dentro de un nauseabundo contrato sinalagmático, tal como Antonio García-Trevijano llegó a declarar hace cuarenta años.