domingo, 2 de febrero de 2020

Hecho y derecho


Ignacio Ruiz Quintano
Abc


«Ayer salió para Portugal, desterrada por excesivamente redicha y enemiga de la democracia, la palabra "adolescente", que tantos años vivió entre nosotros. En la estación no la despidieron más que otras tres de su calaña: las palabras "púber", "anciano" y "rebotica".» Con esta nota de última hora remataba Wenceslao Fernández Flórez su crónica parlamentaria para el ABC del 8 de octubre de 1931. Las Constituyentes habían debatido en la víspera el artículo 44 y, al referirse al trabajo de los muchachos de catorce años o más, el doctor Juarros —«rapsoda de temas sexuales»— intervino para proponer la utilización de la palabra «adolescente» en lugar de la de «niño», puesto que a los catorce años la infancia es cosa pasada. Pero el señor Jiménez Asúa se alzó para exponer un criterio breve y tajante: no, no se podía decir «adolescente», porque esa palabra era pedante, técnica y antipopular. El doctor Juarros calló, como si reconociese: «¡Ah, perdón; no lo sabía! ¡Posee uno tantas palabras técnicas é impopulares!» Rechazada la enmienda, el dedo extendido del señor Jiménez Asúa señaló la puerta al vocablo pedante, impopular y técnico. «¡Muy bien! —aplaudió el cronista. Hay que arrojar de la Constitución las palabras aristocráticas que pudieran después quedarse allí, conspirando con las demás palabras y alterar su orden.»

En fin, que si la palabra «adolescente» pudo ser despedida de una Constitución, ¿a qué viene hoy tanto melindre para despedir a la idea de «menor» de una ley tan menor como es la Ley del Menor? Después de todo, Asúas no nos faltan. Y leyes, nos sobran. El propio Fernández Flórez, que dedicó la mitad de su vida a observar el ruidoso proceso de su elaboración, las consideraba una secreción natural y abundante del alma española. «Somos grandes elaboradores de leyes», reconocía, y algo de ese orgullo legítimo debe de haber detrás del trisagio «Estado de derecho», que no se cae de la boca de nuestros famosos.

«¡Aquello no es un Estado de derecho!», decía el otro día él bailarín Antonio Canales, y miraba a América. ¡América! Dicen que cuando la fiebre amarilla invadió Cuba nuestros legisladores dispararon contra el mosquito portador decretos tan excelentes que causaron el asombro de los congresos científicos y la admiración de las revistas médicas. Pero la fiebre no remitía, y llegaron los yanquis, que, en lugar de dictar decretos, mataron los mosquitos, y con ellos, la fiebre. «Aquello», en efecto, es un «Estado de hecho».

Hecho y derecho. Bien está que nos dispongamos a suprimir la idea de «menor» en el papel, pero, ¿estamos dispuestos a suprimirla en la realidad? En este punto, la opinión pública se divide en halcones y palomas. «Sí, si los menores son delincuentes», contestan los primeros. «No, si los delincuentes son menores», contestan las segundas. Y el caso es que ambos bandos pueden recurrir a un pez gordo en defensa de sus posiciones.

En Inglaterra, el consejo de Bernard Shaw era que, si uno le pegaba a un niño, cuidara de pegarle con rabia, aun a riesgo de romperle un brazo: «Lo que no se te podrá perdonar nunca es que le pegues a sangre fría.» Pero Shaw era un campeón de la controversia y un látigo de la hipocresía victoriana, que en cuestiones de menores prefería abrevar en la historia de Eliseo, que fue de Jericó a Betel y, según iba por el camino, unos rapazuelos salieron de la ciudad y se pusieron a hacerle burla: «¡Sube calvo, sube calvo!», le decían, y Eliseo los miró y los maldijo en nombre de Yavé, lo cual que salieron del monte dos osas y despedazaron a cuarenta y dos de aquellos rapazuelos.

Sí, señor. Rapazuelos. Volvamos a Fernández Flórez y escribamos: «Leyes que regulan la conducta de los rapazuelos...» Pero huyamos con especial cuidado de las palabras y las ideas técnicas, como «menor», «empuñadura» y «buenos días»; de las palabras y las ideas pedantes, como «menor», «lloviznar» y «no puedo soco-rrerle»; de las palabras y las ideas impopulares, como «museo», «cloruro de calcio» y la tantas veces repetida y execrada «menor». Esto es saludable para la sociedad democrática. Y si recuperamos la vara de abedul en las escuelas, a lo mejor hasta nos ahorramos el decreto de las Humanidades.



Dr. César Juarros


Hecho y derecho. Bien está que nos dispongamos a suprimir la idea de «menor» en el papel, pero, ¿estamos dispuestos a suprimirla en la realidad? En este punto, la opinión pública se divide en halcones y palomas. «Sí, si los menores son delincuentes», contestan los primeros. «No, si los delincuentes son menores», contestan las segundas.