Acqua alta
Venecia
Jean Juan Palette-Cazajus
-«Οὐ γὰρ ἀγγέλοις ὑπέταξεν τὴν οἰκουμένην τὴν μέλλουσαν, περὶ ἧς λαλοῦμεν» /«Porque [Dios] no sujetó a los ángeles el mundo venidero, acerca del cual estamos hablando». Hebreos 2.5.
-«Quiero vivir para ver los efectos del calentamiento climático. Va a resultar que todo esto es una chorrada» (Homer Simpson)
Terminábamos el Cap. 2. de nuestro folletín estival con la evocación de una hermosísima palabra, la «oikouménē» de los griegos, que, en principio, venía a significar el conjunto de las tierras habitadas, si bien los helenos tendían a considerar los “bárbaros” como exteriores a la “οἰκουμένη”. Es decir que para ellos la palabra tendía a restringirse a las tierras regidas por la Ley y el Logos. Es interesante observar que, más tarde, usada en las Escrituras Cristianas, la palabra hará más bien referencia al futuro Reino de Cristo, al reino mesiánico, como podemos comprobar en la Epístola paulina a los Hebreos: la Ley y el Logos habían quedado sustituidos por la fe y la escatología.
El viejo concepto de “ecúmene” fue rescatado y actualizado por el geógrafo, filósofo y orientalista Augustin Berque (n. 1942), en uno de los libros más sugerentes con que haya tropezado jamás: “Ecúmene, introducción al estudio de los medios humanos”, publicado en 2000 y del que no hallo posible traducción española. Berque nos recordaba de paso que en la Antigüedad el concepto de «oikouménē» era inseparable de su antónimo, el “ἔρημος”, (“erêmos”), que designaba el mundo hostil e inhabitado. Hoy no queda en el mundo palmo de tierra sin remover ni poblar. Por esto, si el concepto de “Ecúmene” debe volver a ser esencial, será sólo en la medida en que defina un mundo regido por el pensamiento “ecuménico”, entendido como sinónimo del pensamiento “ecológico”. Estamos hablando del reto de reconstruir un logos, lo apuntábamos la última vez, “naturalmente” capaz de englobar la totalidad de los entornos humanos y de acabar con la insularidad de las categorías rutinarias del conocimiento, ya sea la política, la economía o las ontologías de la razón y de las emociones.
Este tercer tinto de verano empieza, me temo, pelín indigesto. No me extenderé, pues, sobre la tradicional oposición entre naturaleza y cultura, tan inseparable de cierto momento del pensamiento de la modernidad y que ya quedó en su momento muy relativizada por gente como Claudio Lévi-Strauss (1908-2009) antes de ser definitivamente torpedeada por los trabajos, pioneros e insoslayables, de Philippe Descola (n.1949), su discípulo más aventajado [N1]. La cultura era lo humano, lo frágil y efímero; la naturaleza era lo telúrico, lo inmutable, lo implacable. Hoy la conciencia humana de la finitud se cierne sobre las dos categorías y las confunde en una misma incertidumbre. Diríamos que el concepto de “ecúmene” resume admirablemente la nueva situación. Por esto concluí el último episodio hablando de “catástrofes ecuménicas”. La expresión pretendía anticipar que la noción de catástrofe ecológica no debía considerarse desde la perspectiva “cinematográfica”, desde la visión del “show” catastrófico a que nos tiene acostumbrado Hollywood. Bueno será recordar que Hollywood tampoco inventaba nada y que la visión espectacular de una catástrofe final es un puro producto del imaginario judeocristiano: Armageddon, Valle de Josafat, Apocalipsis con sus jinetes y demás Juicios Finales. A lo cual habría que añadir un tardío concepto derivado, el de Revolución como “Gran Víspera”, tal y como sigue empañando todavía los cerebros de algunos botarates.
Formo parte de la gente que convive sin el menor aspaviento con la idea de que el ser humano es un animal como los demás. (Con los discrepantes, podemos quedar cualquier otro día para un debate de fondo). Cada especie es portadora de un etograma diferente y la mayor e inconmensurable particularidad del nuestro es sin duda la conciencia de la muerte. Sin ella no habría poesías de San Juan de la Cruz, ni teoría de la relatividad, ni tampoco habríamos inventado a Dios para achacarle la responsabilidad de nuestra creación. Pero nuestra animalidad fundamental es también causa de que dicha conciencia de la muerte sea menos evidente de lo que creemos. Es en realidad borrosa y atenuada. De lo contrario la vida se nos haría de todo punto imposible. Otra característica de nuestra animalidad fundamental es nuestra capacidad de adaptación. Mejor dicho quizá, capacidad de resignación o de conformidad. O incluso de ceguera. En tanto que especie evolutiva, por definición inconsciente de su destino y ajena a él, no tenemos ningún motivo para considerarnos más lúcidos que los lemmings y los topillos que se reproducen masiva y alegremente cuando abundan los recursos y mueren igual de masiva y alegremente cuando estos escasean.
Esta capacidad humana de adaptación prácticamente “a lo que sea” es efectivamente de naturaleza estrictamente animal y se puede definir, a contrario, como una prueba del carácter fortuito y siempre azaroso de la inteligencia humana. Digamos que de las catástrofes, lo único que sabemos todos, lo mismo los ecolopesimistas que Homer Simpson y la docta asamblea del bar de Moe, lo mismo que sus esforzados discípulos carpetovetónicos, es sólo un nombre y un concepto. Un concepto con unos contornos bien definidos pero en absoluta desconexión con los fenómenos que trata de denotar. Porque, en la realidad, las catástrofes advienen entre dos extremos absolutos: la explosión y la adaptación. Cuando hablo de explosión, sugiero efectivamente una bomba corriente y moliente, que atiente y ensangriente. La bomba es la repentina expansión de una energía máxima en un lapso y un espacio lo más concentrados posibles. Por esto su explosión es la ilustración de la catástrofe en su absoluta pureza físicoquímica y también la forma extrema de su dimensión simbólica y espectacular. Por algo ha sido siempre el arma emblemática de los fanáticos y apocalípticos de cualquier laya.
En el otro extremo, hay acontecimientos catastróficos, es decir básicamente indeseables e indeseados, que pueden hipotecar o modificar el porvenir de sociedades enteras, pero resultarán a la postre metabolizados por nuestra capacidad animal de adaptación hasta convertirse en alguna forma de normalidad. Recapacitemos sobre la vida en Europa durante los años de la Gran Peste Negra, entre 1348 y 1361, que se llevó al menos una tercera parte de la población europea. La gente bailaba y cantaba más que nunca. O bien piénsese en las pasadas dos grandes guerras mundiales. Ejemplo éste particularmente interesante puesto que abarca toda la amplitud del espectro de la catástrofe tal como tratábamos de sugerirlo: desde la explosión, literal en estos casos, hasta una difícilmente imaginable capacidad de adaptación humana. En el fondo, polémicas aparte, el temible concepto de catástrofe ecológica sirve sobre todo para concentrar la luz y la reflexión sobre temáticas muy complejas, perspectivas objetivamente alarmantes y decisiones muy complicadas. La culpa no es del concepto si luego siempre proliferan los iluminados.
Personalmente, formo parte de quienes se toman absolutamente en serio los informes del IPCC (Intergovernmental Panel on Climate Change), o Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático. Se usa la sigla inglesa IPCC, cuando GIEC –la sigla habitual en francés– también debería serlo en España. Este folletín nada tiene que ver con un informe científico, su intención apuntaba incluso a cierta ligereza estival (lamento de veras el fracaso) pero necesitamos ponernos serios durante un instante: El IPCC/GIEC reúne a 195 países organizados en 3 grupos de trabajo en los cuales trabajan miles de climatólogos, agrónomos, biólogos y expertos varios. La escritura de cada parte de un informe consta de 4 borradores sucesivos, redactados con riguroso acatamiento a los protocolos científicos establecidos en materia de investigación, experimentación y falsabilidad de las pruebas. Los borradores son releídos, revisados y comentados en 4 ocasiones. A partir del segundo borrador cualquier persona que acredite capacidad y competencia en una de las temáticas consideradas puede acceder al estatuto de relector. Y por supuesto, a nadie se le ocurre descartar las posibilidades de errores. Enfrente, “qual piuma al vento”, el “pensamiento” de Homer Simpson y demás cofrades de la secta de irónicos, sardónicos y sarcásticos, resulta un tanto ligero. Más que ligero, penosillo.
Por el lado de la sucursal española se considera, además, que los problemas ecológicos son la última patraña ideada por la perfidia izquierdista para colar de matute su congénita propensión totalitaria y conculcar una vez más las sagradas certezas. Algo de razón tienen y la recuperación por la militancia radical de la temática ecológica es lo peor que le podía pasar a ésta y puede llevar a su peligrosa desnaturalización. Se trata aquí de la última muestra de un problema canónico en la historia de la izquierda, el de la inversión entre medios y fines. Militar deja de ser un medio al servicio de un fin para convertirse en una finalidad “endotélica”, una meta interior que sirve para apuntalar la propia vida y conseguir “sentirse alguien”. Afán de protagonismo pero -¡ay!- más aún de antagonismo. De allí la escalada del esperpento en sectores de la militancia ecologista o feminista, inseparable de la indigencia discursiva. En cualquier caso, el árbol de la escoria no debe usarse como coartada para tratar de tapar el espeso bosque de los problemas cardinales. Frente al tsunami de los datos, de la experiencia, de la reflexión, tras mudarse del bar de Moe a Casa Pepe, el avatar mesetario de Homer Simpson exhibe patéticos neologismos del tipo de “ecobuenismo” o “feminazis”, aderezados con su guarnición de adjetivos denigrantes. Quien adjetiva demasiado -¡si lo sabré yo!- muestra su incapacidad para conceptuar. Desde que Platón usara la palabra en el “Fedón”, aquella enfermedad se conoce como “misología”, el odio al ejercicio de la razón.
En el primer capítulo algo conté de la influencia que sobre mí ejercieron André Gorz e Iván Illich. No me dio tiempo a hablar de un tercer mosquetero de mi educación ecológica, Jean-Pierre Dupuy (n.1941), más joven que los anteriores, ingeniero de minas y filósofo, largo tiempo profesor en Stanford, discípulo de Iván Illich, René Girard, John Rawls, Gunther Anders. Un poco como en el caso del texto de A. Berque citado al principio, un libro suyo me marcó profundamente « Pour un catastrophisme éclairé. Quand l'impossible est certain» (2002). Tampoco parece que haya traducción española. El título era programático: «Por un catastrofismo ilustrado. Cuando lo imposible es cierto». Me fascinó la audacia, la sutileza y complejidad de la reflexión, anclada en la teoría de los juegos, en los procedimientos reflexivos de la contrafactualidad, en los terrenos de las profecías autorealizadoras y autodestructivas. La obra encaraba la catástrofe como “la irrupción de lo posible dentro de lo imposible”. Inspirada, en parte, por el 11 de Septiembre de 2001, se abre con una referencia a los comentarios del filósofo Henri Bergson (1859-1941), el 4 de agosto de 1914, día de la declaración de guerra de Alemania a Francia: «¿Quién habría pensado que una eventualidad tan aterradora pudiese efectuar su entrada en el mundo de la realidad con semejante facilidad? […] En días anteriores, la guerra aparecía como probable y al mismo tiempo imposible, una idea compleja y contradictoria que persistió hasta la fecha fatal».
La catástrofe ecuménica es la que “reputada imposible, entra en la realidad con facilidad aterradora”. Para Dupuy la única posibilidad de evitar la catástrofe consiste en actuar como si estuviéramos absolutamente seguros de su inexorabilidad, tratando de cumplir así la paradoja de la profecía autodestructiva, que poníamos a prueba en el último episodio y así enunciada por Hans Jonas en «El principio de responsabilidad» [N2]: «La finalidad de la profecía de la desgracia consiste en evitar su propia realización. De modo que mofarse a posteriori de los alarmistas porque lo peor no ha ocurrido sería el colmo de la injusticia».
Tema de la semana para reflexionar en la playa: «Conforme la realidad va emergiendo, imprevisible y nueva, su imagen se refleja en el pasado indefinido. Desde siempre esta realidad venía siendo posible. Pero sólo en el momento preciso en que advino, esa realidad empezó a haber sido posible desde siempre». (Henri Bergson. “Las dos fuentes de la moral y de la religión”. 1932)
N1. Descola, Philippe. “Más allá de naturaleza y cultura”. Amorrortu 2012 (Edición original, “Par-delà nature et culture”, 2005)
N2. Editorial Herder 1995. (Edición original, “Das Prinzip Verantwortung”1979
-«Quiero vivir para ver los efectos del calentamiento climático. Va a resultar que todo esto es una chorrada» (Homer Simpson)
Terminábamos el Cap. 2. de nuestro folletín estival con la evocación de una hermosísima palabra, la «oikouménē» de los griegos, que, en principio, venía a significar el conjunto de las tierras habitadas, si bien los helenos tendían a considerar los “bárbaros” como exteriores a la “οἰκουμένη”. Es decir que para ellos la palabra tendía a restringirse a las tierras regidas por la Ley y el Logos. Es interesante observar que, más tarde, usada en las Escrituras Cristianas, la palabra hará más bien referencia al futuro Reino de Cristo, al reino mesiánico, como podemos comprobar en la Epístola paulina a los Hebreos: la Ley y el Logos habían quedado sustituidos por la fe y la escatología.
El viejo concepto de “ecúmene” fue rescatado y actualizado por el geógrafo, filósofo y orientalista Augustin Berque (n. 1942), en uno de los libros más sugerentes con que haya tropezado jamás: “Ecúmene, introducción al estudio de los medios humanos”, publicado en 2000 y del que no hallo posible traducción española. Berque nos recordaba de paso que en la Antigüedad el concepto de «oikouménē» era inseparable de su antónimo, el “ἔρημος”, (“erêmos”), que designaba el mundo hostil e inhabitado. Hoy no queda en el mundo palmo de tierra sin remover ni poblar. Por esto, si el concepto de “Ecúmene” debe volver a ser esencial, será sólo en la medida en que defina un mundo regido por el pensamiento “ecuménico”, entendido como sinónimo del pensamiento “ecológico”. Estamos hablando del reto de reconstruir un logos, lo apuntábamos la última vez, “naturalmente” capaz de englobar la totalidad de los entornos humanos y de acabar con la insularidad de las categorías rutinarias del conocimiento, ya sea la política, la economía o las ontologías de la razón y de las emociones.
Este tercer tinto de verano empieza, me temo, pelín indigesto. No me extenderé, pues, sobre la tradicional oposición entre naturaleza y cultura, tan inseparable de cierto momento del pensamiento de la modernidad y que ya quedó en su momento muy relativizada por gente como Claudio Lévi-Strauss (1908-2009) antes de ser definitivamente torpedeada por los trabajos, pioneros e insoslayables, de Philippe Descola (n.1949), su discípulo más aventajado [N1]. La cultura era lo humano, lo frágil y efímero; la naturaleza era lo telúrico, lo inmutable, lo implacable. Hoy la conciencia humana de la finitud se cierne sobre las dos categorías y las confunde en una misma incertidumbre. Diríamos que el concepto de “ecúmene” resume admirablemente la nueva situación. Por esto concluí el último episodio hablando de “catástrofes ecuménicas”. La expresión pretendía anticipar que la noción de catástrofe ecológica no debía considerarse desde la perspectiva “cinematográfica”, desde la visión del “show” catastrófico a que nos tiene acostumbrado Hollywood. Bueno será recordar que Hollywood tampoco inventaba nada y que la visión espectacular de una catástrofe final es un puro producto del imaginario judeocristiano: Armageddon, Valle de Josafat, Apocalipsis con sus jinetes y demás Juicios Finales. A lo cual habría que añadir un tardío concepto derivado, el de Revolución como “Gran Víspera”, tal y como sigue empañando todavía los cerebros de algunos botarates.
Formo parte de la gente que convive sin el menor aspaviento con la idea de que el ser humano es un animal como los demás. (Con los discrepantes, podemos quedar cualquier otro día para un debate de fondo). Cada especie es portadora de un etograma diferente y la mayor e inconmensurable particularidad del nuestro es sin duda la conciencia de la muerte. Sin ella no habría poesías de San Juan de la Cruz, ni teoría de la relatividad, ni tampoco habríamos inventado a Dios para achacarle la responsabilidad de nuestra creación. Pero nuestra animalidad fundamental es también causa de que dicha conciencia de la muerte sea menos evidente de lo que creemos. Es en realidad borrosa y atenuada. De lo contrario la vida se nos haría de todo punto imposible. Otra característica de nuestra animalidad fundamental es nuestra capacidad de adaptación. Mejor dicho quizá, capacidad de resignación o de conformidad. O incluso de ceguera. En tanto que especie evolutiva, por definición inconsciente de su destino y ajena a él, no tenemos ningún motivo para considerarnos más lúcidos que los lemmings y los topillos que se reproducen masiva y alegremente cuando abundan los recursos y mueren igual de masiva y alegremente cuando estos escasean.
Esta capacidad humana de adaptación prácticamente “a lo que sea” es efectivamente de naturaleza estrictamente animal y se puede definir, a contrario, como una prueba del carácter fortuito y siempre azaroso de la inteligencia humana. Digamos que de las catástrofes, lo único que sabemos todos, lo mismo los ecolopesimistas que Homer Simpson y la docta asamblea del bar de Moe, lo mismo que sus esforzados discípulos carpetovetónicos, es sólo un nombre y un concepto. Un concepto con unos contornos bien definidos pero en absoluta desconexión con los fenómenos que trata de denotar. Porque, en la realidad, las catástrofes advienen entre dos extremos absolutos: la explosión y la adaptación. Cuando hablo de explosión, sugiero efectivamente una bomba corriente y moliente, que atiente y ensangriente. La bomba es la repentina expansión de una energía máxima en un lapso y un espacio lo más concentrados posibles. Por esto su explosión es la ilustración de la catástrofe en su absoluta pureza físicoquímica y también la forma extrema de su dimensión simbólica y espectacular. Por algo ha sido siempre el arma emblemática de los fanáticos y apocalípticos de cualquier laya.
En el otro extremo, hay acontecimientos catastróficos, es decir básicamente indeseables e indeseados, que pueden hipotecar o modificar el porvenir de sociedades enteras, pero resultarán a la postre metabolizados por nuestra capacidad animal de adaptación hasta convertirse en alguna forma de normalidad. Recapacitemos sobre la vida en Europa durante los años de la Gran Peste Negra, entre 1348 y 1361, que se llevó al menos una tercera parte de la población europea. La gente bailaba y cantaba más que nunca. O bien piénsese en las pasadas dos grandes guerras mundiales. Ejemplo éste particularmente interesante puesto que abarca toda la amplitud del espectro de la catástrofe tal como tratábamos de sugerirlo: desde la explosión, literal en estos casos, hasta una difícilmente imaginable capacidad de adaptación humana. En el fondo, polémicas aparte, el temible concepto de catástrofe ecológica sirve sobre todo para concentrar la luz y la reflexión sobre temáticas muy complejas, perspectivas objetivamente alarmantes y decisiones muy complicadas. La culpa no es del concepto si luego siempre proliferan los iluminados.
Personalmente, formo parte de quienes se toman absolutamente en serio los informes del IPCC (Intergovernmental Panel on Climate Change), o Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático. Se usa la sigla inglesa IPCC, cuando GIEC –la sigla habitual en francés– también debería serlo en España. Este folletín nada tiene que ver con un informe científico, su intención apuntaba incluso a cierta ligereza estival (lamento de veras el fracaso) pero necesitamos ponernos serios durante un instante: El IPCC/GIEC reúne a 195 países organizados en 3 grupos de trabajo en los cuales trabajan miles de climatólogos, agrónomos, biólogos y expertos varios. La escritura de cada parte de un informe consta de 4 borradores sucesivos, redactados con riguroso acatamiento a los protocolos científicos establecidos en materia de investigación, experimentación y falsabilidad de las pruebas. Los borradores son releídos, revisados y comentados en 4 ocasiones. A partir del segundo borrador cualquier persona que acredite capacidad y competencia en una de las temáticas consideradas puede acceder al estatuto de relector. Y por supuesto, a nadie se le ocurre descartar las posibilidades de errores. Enfrente, “qual piuma al vento”, el “pensamiento” de Homer Simpson y demás cofrades de la secta de irónicos, sardónicos y sarcásticos, resulta un tanto ligero. Más que ligero, penosillo.
Por el lado de la sucursal española se considera, además, que los problemas ecológicos son la última patraña ideada por la perfidia izquierdista para colar de matute su congénita propensión totalitaria y conculcar una vez más las sagradas certezas. Algo de razón tienen y la recuperación por la militancia radical de la temática ecológica es lo peor que le podía pasar a ésta y puede llevar a su peligrosa desnaturalización. Se trata aquí de la última muestra de un problema canónico en la historia de la izquierda, el de la inversión entre medios y fines. Militar deja de ser un medio al servicio de un fin para convertirse en una finalidad “endotélica”, una meta interior que sirve para apuntalar la propia vida y conseguir “sentirse alguien”. Afán de protagonismo pero -¡ay!- más aún de antagonismo. De allí la escalada del esperpento en sectores de la militancia ecologista o feminista, inseparable de la indigencia discursiva. En cualquier caso, el árbol de la escoria no debe usarse como coartada para tratar de tapar el espeso bosque de los problemas cardinales. Frente al tsunami de los datos, de la experiencia, de la reflexión, tras mudarse del bar de Moe a Casa Pepe, el avatar mesetario de Homer Simpson exhibe patéticos neologismos del tipo de “ecobuenismo” o “feminazis”, aderezados con su guarnición de adjetivos denigrantes. Quien adjetiva demasiado -¡si lo sabré yo!- muestra su incapacidad para conceptuar. Desde que Platón usara la palabra en el “Fedón”, aquella enfermedad se conoce como “misología”, el odio al ejercicio de la razón.
En el primer capítulo algo conté de la influencia que sobre mí ejercieron André Gorz e Iván Illich. No me dio tiempo a hablar de un tercer mosquetero de mi educación ecológica, Jean-Pierre Dupuy (n.1941), más joven que los anteriores, ingeniero de minas y filósofo, largo tiempo profesor en Stanford, discípulo de Iván Illich, René Girard, John Rawls, Gunther Anders. Un poco como en el caso del texto de A. Berque citado al principio, un libro suyo me marcó profundamente « Pour un catastrophisme éclairé. Quand l'impossible est certain» (2002). Tampoco parece que haya traducción española. El título era programático: «Por un catastrofismo ilustrado. Cuando lo imposible es cierto». Me fascinó la audacia, la sutileza y complejidad de la reflexión, anclada en la teoría de los juegos, en los procedimientos reflexivos de la contrafactualidad, en los terrenos de las profecías autorealizadoras y autodestructivas. La obra encaraba la catástrofe como “la irrupción de lo posible dentro de lo imposible”. Inspirada, en parte, por el 11 de Septiembre de 2001, se abre con una referencia a los comentarios del filósofo Henri Bergson (1859-1941), el 4 de agosto de 1914, día de la declaración de guerra de Alemania a Francia: «¿Quién habría pensado que una eventualidad tan aterradora pudiese efectuar su entrada en el mundo de la realidad con semejante facilidad? […] En días anteriores, la guerra aparecía como probable y al mismo tiempo imposible, una idea compleja y contradictoria que persistió hasta la fecha fatal».
La catástrofe ecuménica es la que “reputada imposible, entra en la realidad con facilidad aterradora”. Para Dupuy la única posibilidad de evitar la catástrofe consiste en actuar como si estuviéramos absolutamente seguros de su inexorabilidad, tratando de cumplir así la paradoja de la profecía autodestructiva, que poníamos a prueba en el último episodio y así enunciada por Hans Jonas en «El principio de responsabilidad» [N2]: «La finalidad de la profecía de la desgracia consiste en evitar su propia realización. De modo que mofarse a posteriori de los alarmistas porque lo peor no ha ocurrido sería el colmo de la injusticia».
Tema de la semana para reflexionar en la playa: «Conforme la realidad va emergiendo, imprevisible y nueva, su imagen se refleja en el pasado indefinido. Desde siempre esta realidad venía siendo posible. Pero sólo en el momento preciso en que advino, esa realidad empezó a haber sido posible desde siempre». (Henri Bergson. “Las dos fuentes de la moral y de la religión”. 1932)
N1. Descola, Philippe. “Más allá de naturaleza y cultura”. Amorrortu 2012 (Edición original, “Par-delà nature et culture”, 2005)
N2. Editorial Herder 1995. (Edición original, “Das Prinzip Verantwortung”1979