miércoles, 5 de septiembre de 2018

Españoles y Franceses: Un turbulento ayer, un presente mohíno, un improbable futuro. Capítulo 16 de 26

 Madariaga en Ginebra


Jean Juan Palette-Cazajus

16. El «caso» Madariaga 

Y sin embargo nos toca hablar ahora de un libro rotundo, asertivo, sistemático, nada habitado por las dudas y el carácter errabundo de nuestro modo de aprensión del tema. Un libro del cual no sabemos de qué extremo se halla más próximo, si de la brillante quimera o de la genial perspicacia. Me refiero al libro que publicara en 1929 Salvador de Madariaga con el título de «Ingleses, franceses y españoles». Madariaga nacido en 1886, muerto en 1978, es uno de los casos más sangrantes de personaje injustamente olvidado. Seguramente una de las inteligencias europeas más brillantes de la primera mitad del siglo XX. Su biografía da para muchas vidas: Fue, entre otras cosas, diplomado de las prestigiosas «Ecole Polytechnique» y «Ecole des Mines» de París; Catedrático de Lengua y Literatura españolas en Oxford; Embajador de la II República Española en Washington y Director de la Delegación Española en la Sociedad de Naciones, predecesora de la ONU; También embajador en París y Jefe de la Conferencia de desarme en Ginebra además de breve ministro de Educación en 1934. En Agosto de 1936 «emigra» a Inglaterra (él rechazaba la palabra «exilio»). «[...] pasé tres meses -contó en alguna ocasión- dando conferencias y a mis auditores, como es natural, les resultó difícil comprender que me negara a hablar de la guerra civil. Mis motivos eran evidentes: no podía hablar a favor de los rebeldes, porque negaban todo lo que yo consideraba válido; no podía hablar a favor de los revolucionarios, no sólo porque no creía en sus métodos [...] sino porque no defendían lo que decían defender. Se llenaban la boca con democracia y libertad pero no permitían vivir ni a la una ni a la otra».


 Ingleses, franceses y españoles

Feliz, decía, de haber sobrevivido a Franco, aquel «Quijote de la política», como lo llamó un historiador,  recibió, en 1973, el prestigioso Premio Carlomagno, once años después de liderar, en 1962, el olvidado «Contubernio de Munich». Es autor de más de sesenta obras entre ensayos, novelas, poesía, sin hablar de las traducciones y de los miles de artículos. Y ya que hablamos de características nacionales, conviene ver, sin duda, en el demasiado brillante Madariaga una de las víctimas egregias del que considera en el libro que vamos a comentar, el defecto nacional español: la envidia, «off course». Así opinaba de él «El Socialista» del 23 de Junio de 1936: «El señor de Madariaga es muy útil para Francia, es indispensable para Inglaterra, Alemania no puede prescindir de él, Italia no podría renunciar a él y los Estados Unidos lo necesitan. En realidad la única que no lo necesita para nada es España». Evocaba su figura en el ABC del 14 de Diciembre de 2003, el historiador R. García Cárcel: «Las derechas lo consideraban un liberal antiespañol. Las izquierdas, un burgués elitista. Él se consideró de la Tercera España, la de los perplejos y desubicados en la Guerra Civil, una España rota y triste [...] Madariaga: un español ciertamente incomprendido. Un español distinto. Un español de una España que nunca fue, que nunca pudo ser». Él se definió alguna vez como «un español formado por la escuela en Francia y por la vida en Inglaterra». Añadía que «como liberal que soy, doy importancia mínima a lo económico, la mediana a lo político y la máxima a lo humano». 

Lo que abruma de «Ingleses, franceses y españoles» -conviene saber que el autor escribió, personalmente, el libro en los tres idiomas- es su carácter tan demostrativo y perentorio que incita tanto al asombro como a la perplejidad admirativa. El liberal Madariaga no recurre nunca al tópico del alma o de la esencia de los pueblos para determinar sus características nacionales como hicieron durante tanto tiempo las mentes rutinarias. Utiliza el lenguaje de lo que parece una sociología positiva, presume de practicar una etnopsicología comparatista y recurre a construcciones en las que cabe contemplar una voluntad de demostración casi científica. Surge entonces la pregunta de saber desde cuándo los tres pueblos corresponden a la definición que de ellos se nos da. Porque lo que contemplamos aquí es la obra de alguien claramente animado por la voluntad de fijar una instantánea de las tres naciones en aquel momento concreto del siglo XX, en 1929. Opinión  que corroboró el propio Madariaga en alguna declaración posterior. Tal vez el retrato más insatisfactorio de los tres sea el de los españoles. Sin duda por la dificultad de situarse frente a lo propio, de acceder a la necesaria distancia. Con sus compatriotas, Madariaga parece dejarse arrastrar en más de una ocasión por la tentación de las definiciones esencialistas.  


Madariaga, Dámaso Alonso y Torcuato Luca de Tena

Abordemos la compleja estructura del libro para quienes lo desconozcan, sin duda la gran mayoría. Piensa Madariaga que los tres pueblos se rigen, más o menos conscientemente, por una tríada particular compuesta de «Idea», «sentimiento», y «fuerza» que puede resumirse en un concepto único característico de cada una de las tres naciones. Para el inglés es el «Fairplay», para el francés, «le Droit», para el español, «el Honor». Madariaga no traduce estas tres palabras porque considera que existe un sedimento en el idioma original de cada nación que vehicula algo perteneciente a «la ley más honda de su carácter». Estos tres conceptos básicos reposan sobre sendos «centros de gravedad psicológica». Para el inglés se trata del «cuerpo-voluntad», para el francés de la «inteligencia», para el español del «alma». Tal tríptico engendra a su vez otras tres categorías rectoras, compartidas por los tres pueblos y que suma la totalidad del comportamiento vital. Se trata de «Acción», «Pensamiento» y «Pasión». Pero de estas tres categorías una es particularmente determinante en cada pueblo considerado: así el inglés es descrito básicamente como hombre de «acción», el francés, como hombre de «pensamiento» y el español como hombre de «pasión». Madariaga enuncia también en que consiste, para cada uno de los tres tipos humanos, su relación con las otras dos categorías no predominantes. Es un total pues de nueve variantes posibles que el ensayista desarrolla en un estilo comparatista que parece anticipar en treinta años el método estructural. Tras esta glosa tan prolija como «epatante», y muchas veces, a pesar nuestro, convincente, Madariaga aborda la estructura social de las tres naciones analizadas, que sería «aristocrática-orgánica» en Inglaterra, «burguesa-mecánica» en Francia y «popular-anárquica» en España


 General, márchese usted

Ya vimos cómo pasados observadores y viajeros solían generalizar a partir de elementos recogidos sobre una base forzosamente minoritaria de la población. Salvador de Madariaga es consciente de esta dificultad y opta por considerar que en cada uno de los tres pueblos analizados existe un segmento social particularmente significativo. Para los ingleses, sería la élite social e histórica, para Francia, la clase media ilustrada y, para España...las clases populares. Este aparente regreso a los fantasmas de los viajeros románticos puede resultar desconcertante. En realidad parece claro que el sorprendente «parti-pris» del escritor a favor de la «esencia» popular refleja a la vez sus decepciones y su amargura histórica frente a la difícil circunstancia española en que escribe. En su tenaz combate político de la época en pos del sueño de una democracia por fin sustanciada y estable, Madariaga echaba de menos la existencia de una clase media española con educación política y democrática, equiparable a sus homólogas francesa e inglesa. Esta clase media, paradójicamente, emergió durante el franquismo, a partir del momento en que el pasado régimen entendió que no había más remedio que enganchar el vagón español a la locomotora histórica, económica y sociológica de las democracias europeas. Pero en 1928, las obsesiones de Madariaga y sus semejantes eran otras. Una de ellas la imposibilidad de erradicar el caciquismo, secularmente enquistado en el organismo de la sociedad española. De modo que ese pueblo percibido de forma no se sabe si esencialista o desesperada, venía siendo considerado por Madariaga como la última reserva «ecológica» del país. 


 Placa homenaje en Oxford

Se deben discutir las premisas  que le permiten a Madariaga estructurar su libro, y se deben tener presentes en todo momento las preguntas y las dudas frente a las singularidades de tan originales conceptos básicos. Porque si bajamos la guardia nos dejaremos arrastrar por la extraordinaria discursividad de la obra, la facilidad, sobre todo, con que el autor enhebra sus enunciados causales, sus deducciones manifiestas. De modo que terminaremos pensando que Madariaga no hace sino catalogar con objetividad de notario comportamientos a los cuales su talento expositivo confiere carácter de evidencia. Extractar unos textos, ofrecer un muestrario de pinceladas sueltas, escogidas a lo largo de la obra, no permitirá al lector intuir la trama minuciosa, la coherencia orgánica y el virtuosismo expositivo del libro de Madariaga. Sirvan estas migajas como botón de muestra e incitación a su lectura.


Salvador de Madariaga