martes, 11 de septiembre de 2018

Españoles y Franceses: Un turbulento ayer, un presente mohíno, un improbable futuro. Capítulo 19 de 26

 Toma de la Bastilla
14 de Julio d1 1789

Jean Juan Palette-Cazajus

19. Francia, la idea republicana

Mi percepción de la ideología francesa moderna le debe mucho al gran etnólogo Louis Dumont (1911-1998). Dentro de una obra particularmente original, nos interesarán aquí particularmente el prólogo y el capítulo titulado “Retorno a Francia” de un libro particularmente lúcido, «La ideología alemana». Nada que ver, exceptuando la coincidencia del título, con la obra homónima de Marx. Para Dumont la ideología es lisa y llanamente «el conjunto de las ideas y de los valores comunes a una sociedad». La ideología alemana a la que se refiere Dumont es la del poderoso movimiento de ideas que se apodera de Alemana a partir de finales del siglo XVIII, abarca todo el siglo XIX, se desquicia y termina, aparentemente, con el Nazismo. Se recordará que hemos mencionado superficialmente algunos de sus temas predilectos, el «volksgeist», o «espíritu de los pueblos», el culto de la «gemeinschaft», la comunidad y su sentimiento étnico, opuesto al concepto de la «nación» jacobina. Nos hemos extendido algo más sobre la tan cacareada «völkerpsychologie», la psicología de los pueblos, de Wilhelm Wundt con cuyo intento de aplicación a los casos de España y Francia por parte de Alfred Fouillée nos hemos familiarizado. En realidad, entenderemos mejor la propia Alemania de la Sra Merkel si la contrastamos con  la historia profunda de esa «ideología nacional». Para Dumont consiste, en su origen, en una reacción diferencial contra la «ideología francesa». Según él, desde finales del siglo XVIII, Alemania tendería a autoconfigurarse intelectualmente como una «antiFrancia». Sobre el telón de fondo de esta «ideología alemana», es donde mejor se perciben las particularidades de la «ideología francesa».


Declaración de los Derechos del Hombre
Agosto 1789

«Je suis homme par nature et français par accident». Así formula Dumont el dogma fundamental de la ideología francesa moderna. Ya Montesquieu venía a decir lo mismo: «Soy necesariamente un Hombre...y solo soy francés por casualidad». Se trata de la formulación canónica del individualismo moderno en su proyección universalista. Lo que nos hace realmente humanos es lo que todos los hombres  tienen en común. Las diferencias culturales, nacionales, son contingentes, accidentales. Estos son efectivamente los fundamentos ideológicos de la Revolución Francesa. El problema es que Francia identificó de forma etnocéntrica su cultura con el universalismo. Vimos que el suizo Béat de Muralt achacaba ya esta presunción a los franceses de 1697. Es decir que los franceses no esperaron a convertirse en portadores de las  ideas de la Ilustración para considerar que su cultura tenía vocación universal y lo menos que podían hacer las demás naciones era adoptarla. Al principio fueron las normas de la civilidad, de la sociabilidad, del gusto literario, del «esprit». Con la Revolución, Francia «ofrece» al mundo la «Declaración Universal de los Derechos del Hombre y del Ciudadano» y se considera protagonista de la Historia. La peligrosa presunción de encarnar la generosidad política invade el corazón de los revolucionarios. «Francia le dio la libertad al Mundo» enseñaron durante generaciones, en las escuelas francesas. Sabemos que las libertades inglesas sirvieron para poder comerciar sin cortapisas. Véanse los beneficios que retiraron los británicos de la abolición de la esclavitud. Los franceses no pedían nada a cambio: actuaban por puro idealismo. Al menos esto pretendían. 


Emile Littré
1801-1881

Pronto llegó el momento en que la exportación de las ideas revolucionarias y la guerra de conquista tendieron a confundirse. Por otra parte, si todos los seres humanos tuvieron derecho a partir de entonces a exigir y compartir las nociones de igualdad y de libertad, los franceses se inclinaron a pensar que habían ganado el derecho a sentirse «un poco más iguales» que los demás. Como decía Dumont, desde entonces Francia se consideró la «maestrilla» de la humanidad. Pensó que la distinguía una anterioridad moral, que le daba derecho a una especie de condescendencia maternal. Francia tendió a considerarse como la Atenas de la humanidad moderna. «¡Francia no está hecha para recibir lecciones sino para darlas!» dijo no recuerdo qué revolucionario en 1790.  Y los propios franceses reconocen de buena gana su tendencia a ser «donneurs de leçons», «dadores de lecciones», para nombrar un defecto del que muchos tienen -o tenían- conciencia. Pero eso era antes de la actual postración depresiva. Resulta muy provechoso reflexionar unos instantes sobre un lema tan presuntuoso como «Libertad, Igualdad, Fraternidad». Es tal la ambición abstracta, la fe artificialista, el desconocimiento de las inercias y las carencias de la naturaleza humana que denota semejante proclamación, que Hegel pudo sentenciar con clarividencia que «Francia nunca conocerá el reposo». Con ese lema y la constante invocación de los valores aferentes, Francia se encerró para siempre en un corsé ideológico que le impondría, en adelante, el esfuerzo esquizofrénico de plantearse metas tan inalcanzables que sólo podían concitar, entre propios y ajenos, sistemáticas decepciones.


Trabajo, Familia, Patria
Lema del "Estado" francés

El gran lexicógrafo Emile Littré (1801-1881), eminente figura del republicanismo moderado, autor de un monumental  y reverenciado «Diccionario de la Lengua Francesa», decía, en 1851, que el lema «Libertad, Igualdad, Fraternidad» era «completamente incapaz de representar la existencia de ninguna sociedad real». En 1940, tras el derrumbe militar de Francia, el mariscal Pétain, que fuera el primer embajador francés en la España de Franco, fue encargado de formar gobierno. Su régimen, conocido como «Estado Francés», acabó con la República y su lema y gobernó durante cuatro años con el pacato programa de «Travail, Famille, Patrie». El breve régimen de Pétain se movió exclusivamente entre lo mediocre y lo siniestro, pero el lema que acunó, más bien casposo y mediocre, si bien bastante inofensivo en sí -alguien dijo que podría ser el de la China actual- se ha convertido en Francia en el símbolo de la indignidad nacional. 

Y es que Francia, como tan bien describió Madariaga, sólo parece moverse sobre un zócalo de normas intelectuales, de abstracciones racionalistas, de «principios». La invocación de los «principios republicanos» es una frase que todo francés oye varias veces por semana, en boca de políticos de izquierda o de derecha. Si no se habla de «principios» se habla entonces, con la misma frecuencia, de los «valores» republicanos. Acuérdense de las palabras de Madariaga: «El francés rige su conducta y juzga la de los demás por medio de normas intelectuales». Los principios republicanos son el esqueleto del cuerpo social. Aludí, en el capítulo precedente, a la presencia en los años anteriores a la Segunda Guerra Mundial de una extrema derecha monárquica muy beligerante. Comprometida con Pétain y la colaboración con los nazis, no sobrevivió a la liberación del país y hoy ha desaparecido totalmente del paisaje político. 

"Francia aporta civilización, riqueza y paz", dice la portada 

Cuando un país se autoproclama conciencia del mundo, lo más lógico es que las demás naciones escruten con atención si sus comportamientos coinciden con sus prédicas. Los británicos, dotados de las virtudes concretas tan acertadamente expuestas por Madariaga, dejaban cierto nivel de autonomía a sus colonias, ya que ello no estorbaba para nada el objetivo de la concienzuda explotación económica. Francia, en cambio, proclamó su voluntad de «civilizar» las colonias, de transmitirles los «valores republicanos». La realidad no fue tan idílica. De modo que en Francia, los nietos o biznietos de colonizados han descubierto un excelente «filón» reivindicativo consistente en afirmar que si Francia es realmente portadora de los valores que tanto proclama, ha contraído con ellos una deuda inextinguible. Inextinguible puesto que el drama de Francia es la consecuencia del enorme «farol» de poker que intentó a partir de la Revolución: por muy correctamente que Francia, alguna vez, logre hacer ciertas cosas, nunca podrán cotejarse con el listón ideal que tan alto puso en su atolondramiento y soberbia. 

La consecuencia es el jugoso aprovechamiento que hacen algunos del sentimiento corolario -y también inextinguible- de arrepentimiento y culpabilidad histórica que empapa y atenaza la conciencia francesa. Ciertamente, se ha hecho extensivo al resto de Europa. Vemos así cómo este horizonte idealista y mesiánico de la ideología francesa posrevolucionaria sigue siendo característico de todas las ideologías progresistas. Esta faceta maximalista es profundamente religiosa en el sentido de que prefiere siempre la creencia antes que el saber y nada quiere saber de la frustrante contingencia de la condición humana. La “ideología francesa” en su pureza química siempre le ha hecho oídos sordos a las advertencias de Kant: «con un leño tan torcido como aquél que sirvió para hacer el ser humano, nada puede labrarse que sea del todo recto».


París
Monumento a la República
1883