El féretro de De Gaulle por las calles de Colombey
Jean Juan Palette-Cazajus
22. Caminando hacia la incertidumbre
La identidad de Francia durante el siglo XIX fue esencialmente dinámica y extravertida. Comportamiento lógico por parte de una ideología «nacional» tributaria de las categorías de la comunicación entre individuos, de su difusión y de su expansión. Podríamos acordarnos de la sartriana polémica de los años cincuenta sobre «existencia» y «esencia». La Francia del siglo XIX, en busca de sí misma, en fase de construcción de su identidad moderna se adscribía claramente a la noción de «existencia» mientras España, renuente a modificar lo que consideraba como la evidencia de su naturaleza preexistente, se refugiaba en la certeza de una «esencia». Lógicamente, a la «extraversión» ideológica francesa, España opuso un tiempo una forma de «ensimismamiento». Extraordinaria palabra que no tiene equivalente en francés. Palabra que nos dice mucho sobre la tradicional relación española consigo misma y con la alteridad, siempre intensa, siempre desconfiada frente a las categorías de pensamiento pluralistas, siempre necesitada de situaciones sin ambigüedades: o protagonista del mundo o retirada del mundo.
La Coupole, emblema de Montparnasse
Decía el historiador Jules Michelet (1798-1874): «Si Inglaterra es un imperio, Alemania un país y una raza, Francia es una persona». Esta percepción personalizada, encarnada, de la nación francesa permanece en alguna medida vigente en el inconsciente colectivo y es anterior a la simbología republicana moderna, la de la matrona de pechos generosos, tocada con el gorro frigio. Napoleón decía en 1809: «No tengo más que una pasión, una amante; es Francia, me acuesto con ella; nunca me falla, me regala su sangre y sus tesoros». Más cerca de nosotros, al anunciar en televisión, el 9 de Noviembre de 1970, la muerte del general De Gaulle, el entonces presidente Pompidou dijo sencillamente: « El general De Gaulle ha muerto, Francia es viuda». Hemos visto cómo fue la desaparición del rey al que, en Francia, derivó el concepto de la nación desde su encarnación simbólica en el monarca hacia su encarnación real en el cuerpo de la nación. Tal vez podríamos hablar del paso de una conciencia «delegada» a una conciencia «encarnada». En Francia el régimen republicano uniformizó -sin duda excesivamente- la nación pero la cohesionó. En España, por una amarga e injusta paradoja, la dimensión simbólica de la institución monárquica, poco propensa por naturaleza a violentar la pluralidad de las identidades interiores, favoreció la perpetuación de las tendencias centrífugas que siguen fragilizando la nación. Puestos a proseguir en la hipótesis inicial que sugería una España esencial y una Francia existencial, llegaríamos a la conclusión de que si España vive preocupada por su «ser», Francia vive preocupada por su «biografía».
Madrid, 1977
Colas para votar
Reparemos en que sólo 26 años separan el libro de Fouillée (1903) y el de Madariaga. La diferencia de contexto intelectual es en cambio enorme. La obsesión racialista y craneológica de Fouillée era un rasgo ideológico que compartía con la inmensa mayoría de los intelectuales de su época. Esa obsesión no era sino el corolario de un periodo histórico que presenciaba el apogeo de la creencia en una esencia de las naciones. Fouillée no llegó a pensar que la rivalidad entre naciones además de encendida fuese realmente tan inflamable. La lectura que hace de las naciones europeas exalta las diferencias pero quiere ignorar que propician también el enfrentamiento. Las ideas de Fouillée son anteriores a la catástrofe, las de Madariaga son el producto de la catástrofe. Sus intenciones apuntan al mutuo conocimiento de los pueblos y a una pedagogía del conocimiento recíproco con vocación europeísta. Si Fouillée es ya histórico y obsoleto, podríamos decir del libro de Madariaga, 89 años después de su publicación, que sigue sin perder nada de su capacidad de sugestión. Pero se quedó «démodé» ante los nuevos sobresaltos de la historia. Tampoco Madariaga pudo anticipar el impensable horizonte. Quienes vivieron la trágica experiencia de 1914-18 y le sobrevivieron decían que aquello era irrepetible. Veinte años después, los nacionalismos totalitarios volvían a incendiar Europa. Stefan Zweig se suicida en 1942 porque, convencido desde 1918, de que la Primera Guerra Mundial ya había acabado con Europa, no concibe la repetición de la tragedia. De modo que a partir de 1945 quien se atreviera hablar de cosas como los caracteres o las identidades nacionales será considerado como el niño irresponsable que juega con cerillas.
Y quienes se atreven sin embargo a abordar el tema, lo hacen ya bajo la forma descafeinada de la información para turistas papanatas. Porque si hay algo que caracteriza el periodo contemporáneo es el auge inaudito del trío «ICD»: Información, Comunicación, Desplazamientos. La televisión primero y la informatización después, la democratización del coche individual y el abaratamiento de los viajes aéreos, contribuyeron a la difuminación de las particularidades nacionales. Todo ello estimulado, sugerido e instado por el contexto de construcción europea en que fingimos estar inmersos. Sobre todo, Europa se ha convertido, durante los últimos decenios, en un continente de inmigración masiva. La muy loable intención de no despertar los nacionalismos que condujeron a las dos grandes catástrofes ha llevado los países implicados a renunciar a cualquier invocación de sus rasgos particulares para asumir el estatuto paradójico de territorios "neutros" donde, en cambio, las que pueden y deben explayarse a gusto son las «diferencias» de los recién llegados. El sentimiento de culpabilidad heredado de la colonización y de las pasadas guerras pesa como una losa sobre nuestras conciencias. Nuestras sociedades, se han convertido en el campo de juego de las diferencias ajenas, sistemáticamente virulentas e intolerantes. Es dudoso que los tiempos futuros vuelvan a conocer algo parecido a la mutación evolutiva que ha caracterizado nuestra historia reciente, este vertiginoso tránsito desde los nacionalismos prepotentes a la inhibición y la pusilanimidad.
Madrid
Ouka Lele
Pero las realidades nacionales siguen existiendo y tan interesante resulta la pregunta de saber en qué medida siguen siendo diferentes hoy en día españoles y franceses como de comprobar hasta qué punto son ambas naciones diferentes de lo que eran en 1929, cuando las escrutaba Madariaga. De Francia, dijimos en su momento que la Revolución había producido en su continuidad histórica una ruptura de enorme calado. Hablar de dos países diferentes no supone ninguna exageración. El trauma profundo de la primera Guerra Mundial contribuyó también a una redefinición de la identidad nacional. El país, literalmente desangrado, al salir de la contienda encontró en el sacrificio de cerca de 1500 000 de sus hijos y en la experiencia de las trincheras un profundo factor de referencia memorial, de cohesión nacional y de conciencia de sus valores. Francia trató de convencerse, por un rato, de que podía volver a ser el país de la «douceur de vivre», en contraste con quienes tanto habían gustado de exhibir la fúnebre calavera, la «totenkopf», en sus uniformes. Muchos fueron los que consideraron, además de Hemingway, Scott Fitzgerald o Henry Miller, que «París era una fiesta». En Berlín tenían otras preocupaciones.
En 1945, el recuerdo doloroso y glorioso de 1918 se había esfumado y el país se despertaba sonado y humillado tras cuatro años de ocupación alemana, además de profundamente disminuido económica y moralmente. España, por su parte se enfrentó, con la Guerra Civil al peor trauma de su historia. Siguieron 36 años de una dictadura que se puede calificar también de pedagógica y terapéutica en la medida en que su discurrir mostró la inanidad de una visión esencialista apoyada en el inmovilismo ideológico premoderno, en la creencia en que dos instituciones tradicionales, el Ejército y la Iglesia, podían ser eternas custodias del cuerpo social. El país empezó a salir del marasmo cuando el poder entendió que detrás de la gesticulación ideológica la salvación pasaría por engancharse al tren de las economías democráticas mientras la sociedad, por su propia cuenta, iba interiorizando paulatinamente los valores con que aquellas sociedades se regían. Durante el franquismo germinó la clase media con que soñaba Madariaga. El proceso de mutación genética iniciado con la Guerra Civil, gestado durante la dictadura y culminado con la transición democrática ha alumbrado en gran medida un nuevo país.
Concorde
Durante buena parte de la etapa democrática, el asombroso esfuerzo en materia de infraestructuras viales y urbanas, turísticas y deportivas, la nueva calidad de los centros urbanos, la homologación del nivel de vida con los mejores estándares europeos, la cobertura social y sanitaria, los éxitos culturales y deportivos han arrancado los españoles a la depresión y la autoflagelación tradicionales y han conferido al país un peso en el concierto internacional más acorde con su historia. Ningún país europeo dio semejante salto cualitativo. En cuanto a Francia, si bien el PIB se había hundido, en 1945, al 40% de su nivel anterior a la guerra, ya desde los primeros años cincuenta, la situación económica mejoraba rápidamente. Una vez librado el país de la rémora colonial y del lastre financiero y psicológico de la Guerra de Argelia, durante la presidencia del general De Gaulle, el país alcanzó cotas elevadas en materia de pleno empleo y de innovación tecnológica. Es la época del Concorde, de las primeras centrales nucleares, de los prototipos del TGV, primer tren de alta velocidad. El país tenía conciencia de que debía renunciar a cualquier ínfula de gran potencia, pero trataba de mantener el tipo con cierta dignidad.
Ciudad de las Artes y las Ciencias
Valencia