José Ramón Márquez
Vuelta a Las Ventas tras el paréntesis propiciado por la corrida de rejones del sábado, que no es que no nos guste eso, que no vamos simplemente porque los toros que se corren no van en puntas. Volvemos a la Andanada aún recordando la corrida tan dura y tan interesante que echó el viernes El Montecillo, que sirve para recordar que en los toros son muy mala cosa los a priori y que siempre conviene sentarse en el tendido con la mente desprovista de prejuicios y así juzgar a cada cual en ese momento.
La verdad es que si uno fuese a la Plaza con a priori hoy era un día perfecto para haberse quedado en casa durmiendo la siesta, incluso la posibilidad de devolver el billete y recuperar su importe, a causa de ausencia del pobre Paco Ureña por la cornada que se llevó el viernes, era otro argumento para quien no quisiera ir. El cartel original estaba formado por cinco toros de Montealto para Pedrito “El Capea”, Alberto Aguilar y Paco Ureña; luego Sebastián Ritter entró por Ureña, de los Montealto aprobaron cinco y remendaron con uno de Julio de la Puerta y después, a causa de diversas circunstancias, salió otro de Julio de la Puerta y uno más de El Ventorrillo, tres ganaderías todas juampedreras, para que el que quisiese pudiese echar el ojo a las sutiles diferencias existentes entre ellas.
De los toros de Montealto diremos que en general estuvieron bien presentados, salvo una raspa negra y encogida con graves problemas de coordinación que atendía por Sillero, número 6, que fue en pos de los bueyes de Florencio Fernández Castillo hacia la negra oscuridad del chiquero donde le esperaba su inexorable fin. El otro que salió de la Plaza por su propio pie fue el primero, Jalacima, número 50, que se partió un pitón por la mitad en un derrote contra el burladero del 6, a causa de la costumbre nefasta que tienen los peones de hacerles derrotar mediante diversas tretas que siempre pasan desapercibidas a esos dos ancianos Grecos que deambulan por el callejón tocados con un sombrero ornado con unas plumas rojas y amarillas. A causa del percance a El Capea le tocaron en suerte los dos de Julio de la Puerta, Aguilar se las vio con dos de Montealto y Ritter con uno de Montealto y el del Ventorrillo.
El Capea, por mucho que uno quiera ir a verle sin prejuicios, es siempre El Capea. El hombre hace lo que puede para tratar de superar todo lo que tiene en contra como torero: sus maneras camperas, su falta del más mínimo interés, su inexistente tauromaquia... sus trasteos sólo producen olvido, y es por eso que no me es posible reseñar nada más que las dos deficientes estocadas con las que trató de deshacerse de sus oponentes y de la cosa del verduguillo que es lo que de verdad dio fin de ellos.
Alberto Aguilar es toreo que se merece el respeto que él mismo se ha cosechado gracias a los toros que ha matado. En su palmarés están ganaderías cuyos nombres proscritos no pueden pronunciarse ante el tan poderoso Julián de San Blas: Victorino, Palha, Escolar, Cuadri, Adolfo Martín, Dolores Aguirre... hasta del Cura de Valverde ha matado toros este madrileño que hoy en Madrid ha dado la de cal -poca cal- y la de arena. Su primero llegó exhausto a la muleta tras un complicado tercio de varas al que luego dedicaremos su espacio. El toro se llamaba Lirio, número 4, castaño y bien puesto y en el tercio de muerte apenas hizo nada de interés, por lo que el torero, en gesto que es muy de agradecer, en vez de ponerse pesado como hacen ya todos, se fue a por el estoque a recetarle al bicho un pinchazo bajo y una estocada también baja. La cosa viene en su segundo, Rencoroso, número 41, que es un toro repetidor, de los que dejan estar, ni una mala mirada ni un mal gesto. Ante él despliega Aguilar sus poderes. En la parte buena digamos su verticalidad y en la parte mala digamos el no meterse en el terreno del toro, el cederle la posición. Acaso las condiciones de la embestida del toro fuesen más apropiadas para un torero de más pellizco, pero da la impresión de que a Aguilar le pasa factura su mala colocación, en el sentido de que se le nota la impostura más que a otros, que la disimulan con gazmoñerías. Consiguió una serie de redondos, naufragó con la izquierda y le metió al toro una estocada desprendida echándose fuera de efecto fulminante. Da la impresión de que la tauromaquia de Aguilar brilla más con los toros difíciles que con los que meten la cabeza. El Rencoroso pedía un faenón y Aguilar no se lo dio.
Y Ritter. Venía lanzado a lo suyo, que es pegarse el arrimón. En el primero lo consiguió porque el toro se movía menos que los toros de Guisando y el hombre hizo su parada al lado de los pitones que tanto excita a ciertas damas. Las tornas cambiaron con el de El Ventorrillo, Ali-Rota, número 12, que era toro que tenía mucho que torear. A ese enemigo listo e incierto Ritter le opuso la tauromaquia de la Barbie esa que les enseñan no sé dónde y que sólo sirve para aplicarla a los bobos que van y vienen, que no precisan de mando ni de poder. El fatal resultado de eso es que el toro se va arriba, cada vez más, y se va haciendo el amo del cotarro hasta que acaba siendo el toro el que torea al torero. Ritter lo ha debido pasar realmente mal con el Ali-Rota, nombre moruno, porque el animal, totalmente crecido, le ha puesto dos veces los pitones en el pecho de manera harto asesina, llegando al tendido la nítida sensación de la deriva del torero y la posibilidad cierta de que el animal se lo echase a los lomos. Al llegar a la muerte, con el toro entero y pidiendo gresca, le pega una estocada perpendicular y atravesada que mata menos que el Archibaldo de la Cruz del gran Buñuel y, con el toro muy entero, comienza un suplicio de descabellos con los que le suenan los tres avisos. Sonando el tercero cayó el toro.
Ahora volvamos atrás, al segundo de la tarde, Lirio. Cuando Francisco Javier Sánchez le pone el caballo de frente y le provoca toreramente la embestida, el toro se arranca desde más allá de la raya exterior; el piquero agarra entonces un buen puyazo y el toro empuja y empuja con fijeza. Sánchez es recriminado en seguida por cierto público para que levante la vara, pero el picador es remiso a hacerlo porque ha calibrado las condiciones del toro. El animal no sale de debajo del peto y, cuando arrecian los gritos, Sánchez acaba por levantar el palo. En ese momento el toro se mete bajo el peto y, a pura fuerza de sus riñones, levanta al aleluya derribándole espectacularmente con gran facilidad y encelándose con su víctima. A partir de ahí, la debacle. Los tíos del capote están de espectadores sin saber qué hacer para llevarse el toro mientras los monos hacen de todo: le colean dos, cuatro, seis manos, otro le da palos con el palo de la vara de detener, otro se agarra del pitón tirando, otro quiere soltar las hebillas del peto... se produce un gran despropósito en el que podía haber habido una seria desgracia para alguno de los monos, que es contemplado con indulgencia y pasividad por los dos ancianos Grecos, incapaces de ejercer autoridad de ningún tipo hasta que, al cabo de un buen rato, Lirio se fijó en Raúl Ruiz, más en su cuerpo que en su capote, y salió corriendo tras él, que si no llega el hombre a la barrera a tiempo, lo despedaza.
Ni que decir tiene que, como viene siendo habitual, la mejor y más sincera ovación de la tarde fue la que se llevó el penco cuando los monos le pusieron en pie.