martes, 24 de junio de 2014

Notas de Brasil

Hughes
 
De entre todas, esta ha sido mi noticia favorita del Mundial:

“Dos turistas croatas fueron arrestados y multados por acoso, ofensa al pudor, desacato y lesión corporal el miércoles en Río de Janeiro. La razón: la pareja, según la Policía Civil, intentó agarrar a una carioca y a una baiana que se encontraban acompañadas de sus respectivos esposos en el aeropuerto de Galeao. Los hombres (los croatas) opusieron resistencia”.

Una de las cosas que me han resultado más divertidas de estas semanas en el Mundial ha sido la línea amarilla de la FIFA. Una vez en el recinto, las instrucciones destinadas a la prensa eran muy sencillas: Siga la línea amarilla. El periodista (o yo mismo) empezaba a caminar como en ese gag interminable de Emilio Aragón, el de siga la línea. Pasadizos, escaleras, entradas y salidas al estadio buscando la tribuna o la sala de prensa. Hoy, por ejemplo, la tribuna de prensa del estadio de Curitiba estaba en un sexto sin ascensor. Parecía qué subíamos a tender la ropa. Sin problema, a seguir la línea como Emilio Aragón. Era inevitable acordarse entonces del Menos Samba y Mais Trabalhar. A mí me molestaba seriamente que la línea terminara.

La primera semana de estancia en Curitiba visité el Centro Español. Lo encontré por casualidad y un día saqué un rato para acercarme. Está en una zona residencial, o me lo pareció. Un buen barrio. Me atendió una señora brasileña que estaba limpiando. Me dijo que querían que fuera la selección. Lo llevan claro, pensé. No estaba la directora, pero empezaban a llegar las alumnas de baile. La gran actividad del Centro consiste en dar clases de jotas y sevillanas por las tardes. Acuden muchas brasileñas sin contacto alguno con España para llevar a sus hijas. Ir a Brasil para ver a las brasileñas bailando la jota me pareció el colmo de la desdicha. Y del sino. No me quito la españolía ni pagando. Al principio fui por trabajo, pero con los días quise volver por vicio. Allí hacía falta muy poco para sentir España. Una pared roja, un cachirulo, una sevillana, dos botellas de tintorro, un póster con la Copa del Mundo, un porrón, un torero, una manola.

Las casas regionales o las casas de España siempre conservan un aire anacrónico. Evocan una España de décadas atrás que allí se conserva embalsamada. Me pregunto qué memorabilia habrá en este tipo de sitios dentro de cincuenta años. Lo que se lleven consigo los modernos emigrantes. Un Ola Ke Ase. No sé.

Al llegar el primer día al Centro de Entrenamiento de España, me percaté de una musiquilla que sonaba en la sala de prensa. Era el hilo musical de la Federación: Dani Martín. Esto no quise verlo como un presagio, pero…

No ha faltado medio por meterse en una favela. Íbamos allí como a las casas cuevas de Guadix. Oye, mira qué bien resueltos los espacios. Yo fui con vergüenza de mí mismo. Ir a visitar la pobreza ajena y a exhibirla me sigue pareciendo impúdico. Sobre todo porque la favela en realidad es un hecho urbano, o no-urbano, y presenta una variedad enorme. Yendo y viniendo era imposible no pasar cerca de ellas. Yo me acabé fijando en los perros. Casi todas tenían el suyo. Desde las favelas paupérrimas hasta las que presentaban cierta dignidad. Cuando nos llevaban a ver los extenuantes entrenamientos de La Roja pasábamos por una calle (aproximadamente calle) con una vivienda a la que le faltaba una puerta. No tenía luz. El interior estaba oscuro, abigarrado. Trastos, suciedad y una mujer sentada que fumaba. Un perro la rondaba. Los perros no guardaban gran cosa. Más que nada una idea de hogar. No tanto una realidad material como otra cosa. Toda casa necesita un espíritu. Estos perros faveleros, señoriales, daban dignidad a esas viviendas. Eran pórticos, marcaban un dominio. Los perros faveleros me parecían alegres unas veces y otras muy tristes. Tenían una abulia heredada de sus dueños, pero no sabría decir quién parecía dueño de quién. No eran exactamente mascotas. Parecía que estaban allí por cierta forma de pacto. Daban belleza y una respiración, como si fueran una zona verde. ¿Hay animales en los infiernos?

Mi “Brasil” lo viví en Río una mañana yendo a Maracaná. Salíamos en autobús del barrio de Catete hacia el estadio. Yo iba sentado pegado a la ventana, la frente apoyada como un pez preguntándose qué hay más allá de la pecera. Había tráfico, era media mañana. El autobús enfiló una zona sin edificios, una vía para automóviles con un área en medio, como una isla de hierba con unos árboles. Debajo de uno, dormía una pareja sobre unos cartones y unas camisas extendidas. Parecían bebés, las manos recogidas en el pecho como benditos; dormían mirándose, pero no compartían cama, les separaba medio metro. Nada temían porque nada tenían. Por un instante parecieron un edén. Y nada más pasarlos, a cierta distancia, apareció un ser que aún ahora no me parece del todo real. Un negro con el pecho desnudo, los rizos de Djavan. Hacía movimientos extraños, se retorcía y trataba de recoger la figura del sol con las manos. Como si se desperezase con los elementos. Se movía ajeno a todo, dichoso, y se diría que era un tonto, un tontito, pero al sol parecía un brujo. Yo no sé qué isla era, pero ya no había pobreza, había menos que eso, no tenían nada (se tenían) y había desaparecido la sordidez. ¿De dónde sacaba su armonía? Soberano en la calle, dueño del cuerpo, de las formas. Destartalado, gitano, liberto. Cantaba, bailaba, danzaba al sol. Mendigo, loco, figura de carnaval. Brillante al sol, yo quería su libertad. Embelesado caí dormido. Llegué al estadio en estado de gracia. Qué rápido se fue y qué secretamente vino. Fue mi pequeño e íntimo Maracanazo.