Jorge Bustos
En las semanas posteriores a mi adquisición de los Escolios a un texto implícito, editado por Atalanta con prólogo de Franco Volpi, confieso que buscaba inspiración para mis columnas leyendo un par de páginas de aquellos aforismos diamantinos, candentes como lascas de cobre. Lo dejé pronto porque me di cuenta de que la columna se me acababa siempre antes de tiempo y falta de espacio: para desarrollar un solo escolio necesitaba la extensión de un reportaje.
El mejor escritor de Colombia, dirán ustedes a tono con la opinión canónica, ha sido Gabriel García Márquez. Pero cuando a Gabo le preguntaron por don Colacho, aquel sabio casi mitológico que vivía encerrado en su casa estilo Tudor de Bogotá –carrera 11, esquina de la calle 77-, respondió: “Si no fuera de izquierdas, pensaría en todo y para todo como él”. Desde luego, yo consideraría a Nicolás Gómez Dávila –don Colacho para los amigos, entre ellos Álvaro Mutis, que le visitaba con la asidua devoción de Bioy a Borges- como el equivalente al doctor Johnson de las letras hispanoamericanas: si no su mayor escritor, sin duda su primera inteligencia. El desdén de la crítica y el desconocimiento del público lo explica él mejor que nadie en uno de sus fogonazos de magnesio en serie: “Tener razón es una razón más para no tener ningún éxito”.
¿Y cómo habría de tenerlo un autor eremítico que escolio a escolio edificó la más violenta, totalizante y sagaz de las refutaciones a la Modernidad, que afrentada castigó la quijotesca factura de aquel inclemente retrato con el más ortodoxo de los silencios? Ha sido Gómez Dávila una víctima colateral del boom hispanoamericano, de ideología casi uniformemente izquierdista -lo que engrasó el plácet de la intelligentsia europea y la consecuente promoción-, y eso que, como señala agudamente otro de sus escolios, debemos las estéticas modernistas a escritores reaccionarios como Balzac, Baudelaire y Eliot. O como el mismo Nietzsche, pues aunque su literatura sapiencial se inscribe en la tradición de los moralistas franceses (de Montaigne a Chamfort, pasando por Pascal) y a otros genios del ingenio breve como Gracián o Lichtenberg o Canetti, a lo que más se parece Gómez Dávila es a un Nietzsche católico, un hombre “sensual, escéptico y religioso”, por citar los tres adjetivos con los que él mismo se definió.
“Nació, escribió, murió”, dice Volpi en el prólogo. Y eso fue todo, ciertamente, pero le bastó para justificar sobradamente, ahora que se ha cumplido el centenario de su nacimiento, las tardías aunque bienvenidas conmemoraciones internacionales de su figura, de la monumentalidad cultural que levantó en épica soledad. Nacido en Bogotá en el seno de una familia acomodada que pudo costearle estudios en París y en Inglaterra, regresó a la capital de Colombia para casarse con Emilia Nieto, criar a sus tres hijos y enclaustrarse en la babélica biblioteca de 30.000 volúmenes donde agotó su existencia insular, leyendo y escribiendo de la mañana hasta la madrugada, decantando de sus lecturas en el idioma original -dominaba el griego y el latín entre otras lenguas, y al final de su vida aprendió el danés para poder leer a Kierkegaard sin mediaciones- las notas mentales que tras un arduo proceso de adensamiento conceptual y depuración estilística, quedaban esculpidas en forma de escolios.
Escolios: aforismo, máxima, apotegma, cavilación. Una vida entera consagrada a la escritura de un único libro interminable, concéntrico y no lineal, compuesto por miles de glosas. ¿Glosas a qué? A un texto implícito que no es sino el libro ideal, el único libro que merecería escribirse y leerse y que sólo existe en la imaginación de un lector al menos igual de exigente que Nicolás Gómez Dávila. ¿Por qué elegir un género tan laborioso como poco lucido? Por modestia, por decoro intelectual, por amor a los clásicos, por un paladar irrenunciable, inasequible al estrago de la mediocridad moderna. Frente a la fatuidad de tanto clérigo laico dándonos lecciones de progreso, la humildad inevitable del sabio verdadero que como Borges no puede enorgullecerse de lo escrito sino de lo leído. Pero los escolios gomezdavilianos son también el producto de la disciplina mental, según el programa vital de filósofo clásico: “Estas notas no aspiran a enseñar nada a nadie, sino a mantener mi vida en cierto estado de tensión”.
Ahora bien, Gómez Dávila no propone el intelectualismo puro como alternativa al hedonismo moderno: pese a la falta de peripecia que caracterizó su vida, nunca abjuró de la “riqueza densa y sensual del mundo”. Le fascina la fuerza de la pulsión sexual y acredita un poso de romanticismo antiguo cuando constata que lo más increíble de las mujeres es que puedan soportar y amar a los hombres. Confiesa que pasa días enteros sin hacer nada, divagando, preguntándose si nunca toma decisiones porque creen en la sabiduría espontánea de la vida o si cree en la sabiduría espontánea de la vida porque se sabe incapaz de tomar decisiones. Las pocas fotos desvaídas que se han publicado de él lo muestran como a un bon vivant, elegantemente vestido, con una copa en la mano, o fumando un puro, o sentado en actitud de tertulia, en el marco invariable de su oceánica biblioteca.
Don Nicolás no era un demócrata. Tenía demasiado gusto para eso. “Los Evangelios y el Manifiesto Comunista palidecen; el futuro está en poder de la Coca-Cola y la pornografía”. Y desde luego confiar a la estadística la naturaleza ética de las cosas le parecía un crimen sólo superable por las consecuencias de profesar ideologías mesiánicas como el comunismo, u otra forma de idealismo: “Todo individuo con ideales es un asesino potencial”.
El mejor escritor de Colombia, dirán ustedes a tono con la opinión canónica, ha sido Gabriel García Márquez. Pero cuando a Gabo le preguntaron por don Colacho, aquel sabio casi mitológico que vivía encerrado en su casa estilo Tudor de Bogotá –carrera 11, esquina de la calle 77-, respondió: “Si no fuera de izquierdas, pensaría en todo y para todo como él”. Desde luego, yo consideraría a Nicolás Gómez Dávila –don Colacho para los amigos, entre ellos Álvaro Mutis, que le visitaba con la asidua devoción de Bioy a Borges- como el equivalente al doctor Johnson de las letras hispanoamericanas: si no su mayor escritor, sin duda su primera inteligencia. El desdén de la crítica y el desconocimiento del público lo explica él mejor que nadie en uno de sus fogonazos de magnesio en serie: “Tener razón es una razón más para no tener ningún éxito”.
¿Y cómo habría de tenerlo un autor eremítico que escolio a escolio edificó la más violenta, totalizante y sagaz de las refutaciones a la Modernidad, que afrentada castigó la quijotesca factura de aquel inclemente retrato con el más ortodoxo de los silencios? Ha sido Gómez Dávila una víctima colateral del boom hispanoamericano, de ideología casi uniformemente izquierdista -lo que engrasó el plácet de la intelligentsia europea y la consecuente promoción-, y eso que, como señala agudamente otro de sus escolios, debemos las estéticas modernistas a escritores reaccionarios como Balzac, Baudelaire y Eliot. O como el mismo Nietzsche, pues aunque su literatura sapiencial se inscribe en la tradición de los moralistas franceses (de Montaigne a Chamfort, pasando por Pascal) y a otros genios del ingenio breve como Gracián o Lichtenberg o Canetti, a lo que más se parece Gómez Dávila es a un Nietzsche católico, un hombre “sensual, escéptico y religioso”, por citar los tres adjetivos con los que él mismo se definió.
“Nació, escribió, murió”, dice Volpi en el prólogo. Y eso fue todo, ciertamente, pero le bastó para justificar sobradamente, ahora que se ha cumplido el centenario de su nacimiento, las tardías aunque bienvenidas conmemoraciones internacionales de su figura, de la monumentalidad cultural que levantó en épica soledad. Nacido en Bogotá en el seno de una familia acomodada que pudo costearle estudios en París y en Inglaterra, regresó a la capital de Colombia para casarse con Emilia Nieto, criar a sus tres hijos y enclaustrarse en la babélica biblioteca de 30.000 volúmenes donde agotó su existencia insular, leyendo y escribiendo de la mañana hasta la madrugada, decantando de sus lecturas en el idioma original -dominaba el griego y el latín entre otras lenguas, y al final de su vida aprendió el danés para poder leer a Kierkegaard sin mediaciones- las notas mentales que tras un arduo proceso de adensamiento conceptual y depuración estilística, quedaban esculpidas en forma de escolios.
Escolios: aforismo, máxima, apotegma, cavilación. Una vida entera consagrada a la escritura de un único libro interminable, concéntrico y no lineal, compuesto por miles de glosas. ¿Glosas a qué? A un texto implícito que no es sino el libro ideal, el único libro que merecería escribirse y leerse y que sólo existe en la imaginación de un lector al menos igual de exigente que Nicolás Gómez Dávila. ¿Por qué elegir un género tan laborioso como poco lucido? Por modestia, por decoro intelectual, por amor a los clásicos, por un paladar irrenunciable, inasequible al estrago de la mediocridad moderna. Frente a la fatuidad de tanto clérigo laico dándonos lecciones de progreso, la humildad inevitable del sabio verdadero que como Borges no puede enorgullecerse de lo escrito sino de lo leído. Pero los escolios gomezdavilianos son también el producto de la disciplina mental, según el programa vital de filósofo clásico: “Estas notas no aspiran a enseñar nada a nadie, sino a mantener mi vida en cierto estado de tensión”.
Ahora bien, Gómez Dávila no propone el intelectualismo puro como alternativa al hedonismo moderno: pese a la falta de peripecia que caracterizó su vida, nunca abjuró de la “riqueza densa y sensual del mundo”. Le fascina la fuerza de la pulsión sexual y acredita un poso de romanticismo antiguo cuando constata que lo más increíble de las mujeres es que puedan soportar y amar a los hombres. Confiesa que pasa días enteros sin hacer nada, divagando, preguntándose si nunca toma decisiones porque creen en la sabiduría espontánea de la vida o si cree en la sabiduría espontánea de la vida porque se sabe incapaz de tomar decisiones. Las pocas fotos desvaídas que se han publicado de él lo muestran como a un bon vivant, elegantemente vestido, con una copa en la mano, o fumando un puro, o sentado en actitud de tertulia, en el marco invariable de su oceánica biblioteca.
Don Nicolás no era un demócrata. Tenía demasiado gusto para eso. “Los Evangelios y el Manifiesto Comunista palidecen; el futuro está en poder de la Coca-Cola y la pornografía”. Y desde luego confiar a la estadística la naturaleza ética de las cosas le parecía un crimen sólo superable por las consecuencias de profesar ideologías mesiánicas como el comunismo, u otra forma de idealismo: “Todo individuo con ideales es un asesino potencial”.
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