José García Domínguez
Antes de pronunciar algunas enfáticas tonterías biempensantes a propósito de Ucrania, mejor harían nuestros dirigentes adoptando un par de cautelas preventivas. La primera, emular los hábitos del ciudadano Carod Rovira procediendo a observar en un mapa dónde se encuentra situada Cataluña. La segunda, recitar mentalmente cierta sentencia que hizo célebre lord Palmerston, el legendario ministro de Exteriores del Imperio Británico cuando la reina Victoria; aquella lacónica obviedad que rezaba: "Los países no tienen amigos permanentes, sino intereses permanentes". Porque los intereses estratégicos de España no parece que pasen por el fomento de Estados-nación tan ficticios como ese extravagante invento de Kruschev, la Gran Ucrania; el capricho arbitrario de un déspota soviético que mutiló un territorio, Crimea, tan histórica y culturalmente ruso como Baviera lo pueda ser de Alemania o la provincia de Tarragona de España.
Y es que, con Putin o sin Putin, Crimea jamás ha sido otra cosa más que Rusia.
Y es que, con Putin o sin Putin, Crimea jamás ha sido otra cosa más que Rusia.
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