El sillín de J. B.
(Colección Look de Té)
Jorge Bustos
El revuelo por la confesión de Armstrong –el ciclista, no el astronauta; el de los esteroides, no el de los asteroides– ante Oprah Winfrey se entiende, claro, pero no se comparte en esta casa. En esta casa siempre se ha pensado que el ciclismo, fuera de un barato medio de transporte cuando no queda otro más airoso con el que desplazarse, fomenta la asfixia pulmonar, las luxaciones ligamentosas, la arritmia cardiaca y otros indeseables desarreglos que no se compadecen en absoluto con la promesa de salubridad que venden sus publicistas en un fútil intento de competir con el motor de explosión, e incluso con la máquina de vapor del buen James Watt.
—Si andar mucho fuera saludable, los carteros serían inmortales —sentenció en mármol el doctor Paulo Ubiratan, director del Hospital de Porto Alegre, Brasil, donde no se vive mal según las últimas estadísticas—. Acelerar su corazón no va a hacer que usted viva más. Eso es como decir que usted puede prolongar la vida de su coche conduciendo más deprisa. ¿Quiere vivir más? Échese la siesta.
Pero a la hora de la siesta, en verano, siempre nos echan el maldito Tour de Francia, alterando el dulce sopor estival con la lástima que nos despiertan los atormentados ciclistas, cuyos visajes en los puertos visten de mallas a la niña del exorcista. Y si el Tour, a ojos vistas, no es una actividad natural, ¿por qué desatar el integrismo naturalista sobre sus participantes? Todos se dopan para poder completar la hazaña con alguna ambición, y uno es partidario en estos casos de blanquear jurídicamente la práctica de facto. O rebajamos la exigencia del Tour, de modo que un humano pueda pedalearlo a pulmón limpio, o legalizamos el dopaje, y que gane aquel organismo en quien mejor mezcle la droga con el esfuerzo natural. Total, un tipo empeñado en subir a pedales el Tourmalet es alguien perdido para la causa de la salud; qué más dará ya, llegados a ese punto, que se ponga un tiro.
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