Hughes
Durante mi bachillerato tuve recurrentes fantasías sobre lo que debía ser mi educación universitaria. En mi instituto, público y presupuestariamente conmovedor, había sin embargo un grupo de profesores que con su ejemplo despertaron en nosotros el gusto por el conocimiento. Nos emancipábamos así del rito pandillero y de la cultura gansta del parque y la discoteca, también de la vulgaridad ambiente, que a algunos nos debía parecer una forma insoportable de limitación vital. Ser culto se convirtió en una aspiración.
En ese tiempo, la universidad me la imaginaba como un Oxford. Yo estudiaría económicas y allí me enamoraría de una bailarina rusa y un pintor terrible y aristócrata intentaría seducirme. Profesores de expresión altiva y glacial me mirarían enarcando una ceja y dialogaríamos como aspirando a ser parte de una comedia de Wilde. Beberíamos té, escucharíamos música de cámara y el amor sería prerrafaelita o beat.
El primer día de universidad no lo olvidaré. Éramos miles de personas acudiendo a edificios de aspecto carcelario en los que no se cabía. Todos vestían fatal y la ironía se penalizaba con la exclusión social. Los profesores eran aburridos y todo allí resultaba árido, impersonal y burocrático. Había chicas con buenas piernas, pero ni rastro de la bailarina rusa.
Nunca me metí en política universitaria, pero fui fuertemente crítico con la institución, aunque es evidente que el problema lo tenía yo. Iba por los pasillos arrancando carteles y tachaba cada crédito superado como el preso hace una muesca en la pared por cada día que le resta para ser libre.
Alguna vez leí que la decadencia inglesa se explicaba en parte por el diletantismo de su universidad, no lo sé, pero cuando pienso en el reformismo de Wert, imagino que tan necesario, y en la definitiva vinculación del mundo educativo a la empresa, pienso que se aleja definitivamente el ideal clasicista, integral, humanista, estético y moral de los estudios. La sumisión al mundo empresarial, inevitable, es una pequeña tragedia, incluso un cierto dogmatismo.
La educación liberadora, la instrucción divagatoria, generalista, emancipatoria que forma un ciudadano desde un punto de vista global no nos la podemos permitir y no es que caminemos hacia el modelo alemán y científico del que hablaba ya Giner de los Ríos, sino que vamos hacia una universidad orientada al mercado laboral, quizás determinada por la propia mediocridad de aquél. A veces imagino esto como algo recursivo.
Una vez le escuché a un flamenco:
-Esto es música p’a entendeores.
Una sociedad de entendeores incardinados en el mundo corportativo. Pasar del diletante -en todo diletante hay un rebelde- al hombre especializado, al entendeor, y ya, desde ahí, al simple hombre útil, sin otro ideal, horizonte, ni pretensión que el beneficio, la competitidad y la moral corporativa.
Por inevitable que resulte, hemos de asumir las consecuencias de una educación que tenga la justa, fenomenal y un poco decepcionante aspiración de procurar un empleo.
En ese tiempo, la universidad me la imaginaba como un Oxford. Yo estudiaría económicas y allí me enamoraría de una bailarina rusa y un pintor terrible y aristócrata intentaría seducirme. Profesores de expresión altiva y glacial me mirarían enarcando una ceja y dialogaríamos como aspirando a ser parte de una comedia de Wilde. Beberíamos té, escucharíamos música de cámara y el amor sería prerrafaelita o beat.
El primer día de universidad no lo olvidaré. Éramos miles de personas acudiendo a edificios de aspecto carcelario en los que no se cabía. Todos vestían fatal y la ironía se penalizaba con la exclusión social. Los profesores eran aburridos y todo allí resultaba árido, impersonal y burocrático. Había chicas con buenas piernas, pero ni rastro de la bailarina rusa.
Nunca me metí en política universitaria, pero fui fuertemente crítico con la institución, aunque es evidente que el problema lo tenía yo. Iba por los pasillos arrancando carteles y tachaba cada crédito superado como el preso hace una muesca en la pared por cada día que le resta para ser libre.
Alguna vez leí que la decadencia inglesa se explicaba en parte por el diletantismo de su universidad, no lo sé, pero cuando pienso en el reformismo de Wert, imagino que tan necesario, y en la definitiva vinculación del mundo educativo a la empresa, pienso que se aleja definitivamente el ideal clasicista, integral, humanista, estético y moral de los estudios. La sumisión al mundo empresarial, inevitable, es una pequeña tragedia, incluso un cierto dogmatismo.
La educación liberadora, la instrucción divagatoria, generalista, emancipatoria que forma un ciudadano desde un punto de vista global no nos la podemos permitir y no es que caminemos hacia el modelo alemán y científico del que hablaba ya Giner de los Ríos, sino que vamos hacia una universidad orientada al mercado laboral, quizás determinada por la propia mediocridad de aquél. A veces imagino esto como algo recursivo.
Una vez le escuché a un flamenco:
-Esto es música p’a entendeores.
Una sociedad de entendeores incardinados en el mundo corportativo. Pasar del diletante -en todo diletante hay un rebelde- al hombre especializado, al entendeor, y ya, desde ahí, al simple hombre útil, sin otro ideal, horizonte, ni pretensión que el beneficio, la competitidad y la moral corporativa.
Por inevitable que resulte, hemos de asumir las consecuencias de una educación que tenga la justa, fenomenal y un poco decepcionante aspiración de procurar un empleo.
En La Gaceta