Mientras el periodismo deportivo medita incorporar a Pepe a la sentencia contra Miguel Carcaño, o a Mou a la causa garzonita de las escuchas ilegales, o a Florentino Pérez a la declaración jurada del capitán del Concordia, los del FBI han decidido chaparnos el arcádico portal de Megaupload, donde todo español –que es decir el pícaro por antonomasia– se bajaba sus series a manta de Dios con la aséptica salvedad de los tertulianos, que nunca han hecho eso ni han sacado el móvil en misa, por supuesto.
No nos gustaría ser Wert con este cubo de Rubik en la mano. Coppola tiene dicho que quizá haya llegado la hora en que los artistas no deban cobrar por su trabajo –con los periodistas hace tiempo que sucede–, pero claro, él ya ha cobrado por el suyo. Quizá sea verdad que la piratería no sea un accidente de Internet sino precisamente su naturaleza, su mayor avance. Los agoreros advierten de que si los precintos del Tío Sam no logran detener este avance, se nos van a extinguir los artistas –no caerá esa breva– y se nos condenará al remake y a la reposición perpetuas, sin reparar en la ventaja de que desaparezcan, a la vez que los talentosos, también los artistas mediocres, y el que no se consuela es porque no ha cebado a tiempo el disco duro. Lo que tenemos claro es que si el afritangado fundador de la macropágina clausurada por los hijos de J. Edgar Hoover –a quien Clint Eastwood, aprovechándose de que está muerto, acaba de ahormar a un biopic monflorita, aburrido supongo de ponchos y veteranos de Corea– es un titán de la cultura, entonces Miguel Ángel Buonarroti fue en realidad el hijo bastardo que Wayne Rooney le hizo a Juana la Beltraneja.