domingo, 13 de septiembre de 2020

Los sabios

 


Ignacio Ruiz Quintano
Abc

A principios del siglo pasado, todo el mundo sabía que Einstein había hecho algo asombroso, aunque luego eran muy pocos los que sabían qué era lo que había hecho. El término «Relativity», que no era suyo —él prefería  el de «Invarianten», que daba menos juego periodístico—, también contribuyó al enredo. El sentido de su teoría no es que la verdad depende del punto de vista de un observador, sino que la verdad, si es científica, es independiente de cualquier punto de vista. Y cuando Einstein llegó a Inglaterra, el arzobispo de Canterbury corrió a preguntarle qué efecto tendría la relatividad en la religión. «Ninguno —contestó el sabio—. La relatividad es una cuestión puramente científica y no tiene nada que ver con la religión.» «¡Ah, bueno!», debió de pensar el arzobispo, que se quedó tranquilo.

La ciencia gozaba entonces de la autoridad que sólo da la independencia. Roosevelt, el político más solvente del siglo, sintió la necesidad de descubrir «las nuevas fronteras de la mente», y puso en manos de un «trust» de cerebros el más vasto programa de desarrollo que ha conocido América, hasta que el desencanto de Vietnam volvió a meter a la serpiete filosófica en el paraíso científico, y así es imposible pensar. «Pensaré un poco», decía Einstein de pronto y, dicho esto, según su asistente, comenzaba a caminar en círculos, sin dejar de mesarse la melena con el dedo índice hasta que una sonrisa, que en su caso era una  solución, le iluminaba el rostro. Cuando Russell decía  que  ninguna nación consigue florecer durante largo tiempo a menos que tolere a los individuos excepcionales cuya conducta no es precisamente como la de sus vecinos, pensaba en Einstein, pero los filósofos de la historia, que suelen tener una mentalidad más conservadora, optaron por adelantar la llegada del invierno a la civilización. Los lectores de Spengler que no habían leído a Spengler se sentaron junto a la chimenea para leer a Spengler, que predijo para el año 2000 la muerte de la Civilización Fáustica, que es la nuestra. Otra predicción, aunque más terrorífica, si cabe, es la deslizada por Harold Bloom en su canon occidental, donde se nos amenaza con el advenimiento de una Edad Teocrática que, según los cálculos más optimistas, ya estaría en marcha.

De entrada, las vacas se nos vuelven locas, fenómeno que no está al alcance de cualquier vendedor de apocalipsis, y entre nuestros  sabios empieza a cundir el rumor de que  este andancio va a servir de pretexto para politizar definitivamente a la ciencia española. Es natural. En la Civilización Fáustica, nuestros políticos se figuraban que la ciencia era otra rama de la magia, y tenían que venderse al diablo para adquirir los poderes mágicos. En la Edad Teocrática, esos mismos políticos pueden caer en la tentación de convertir a la ciencia en una rama sacerdotal del centrismo, y esperar de los sabios que digan lo mismo que ellos, pero en culto, como burros cabeceantes. A todo esto, ¿qué contestan nuestros sabios?

Los sabios de la Academia de Ciencias admiten que el Gobierno nunca les consulta nada, mientras que el único sabio con voto en el Consejo Superior de Investigaciones  Científicas no niega que, con el nuevo estatuto, el oportunismo político prevalecerá sobre la verdad científica. También nos queda Badiola, otro aragonés robinsoniano, como Azara y como Cajal. A la TV lo llevan porque es científico, pero en cuanto Badiola comienza a decir algo científicamente relevante, va el locutor, que tiene el ojo puesto en el «share», y le quita la palabra, dejándonoslo con la misma disposición de ánimo de Mallarmé: «La carne está triste, ay, y he salido en todos los programas de TV.» Además, con tanta comparecencia pública, ¿de dónde  saca tiempo un sabio para estudiar sesadas en Zaragoza? «Si es tejido, no lo sé, / de las trompas de Falopio, / del cerebro, o macramé, / ¡a la porra el microscopio, / yo me voy a mi  Café!», dice el fandango de Ricardo  Bada a don Santiago Ramón y Cajal, quien, después del Nobel, prefirió las tertulias al microscopio, lo que, en palabras de Bada, nos deparó, amén de este fandango, una obra literaria prescindible, pero divertida.


Santiago Ramón y Cajal

Cuando Einstein llegó a Inglaterra, el arzobispo de Canterbury corrió a preguntarle qué efecto tendría la relatividad en la religión. «Ninguno —contestó el sabio—. La relatividad es una cuestión puramente científica y no tiene nada que ver con la religión.»