Hughes
Abc
Con el llamado plan de “desescalada” se ha discutido si es la provincia el nivel administrativp idóneo para su gestión. Las Comunidades Autónomas, poderosas, tienen quienes hablen por ellas, pero ¿y los municipios?
La crisis del coronavirus demuestra (o debería) la importancia de la acción local; la historia nos explica que la tuvo siempre. La respuesta a las epidemias se consolidó en los niveles locales. La globalización actual, con su enorme conectividad propagadora, abre además (o debería) un debate sobre la necesidad-seguridad de lo local.
En “Plagas y pueblos”, el historiador canadiense William H. McNeill destaca cómo en la peste del siglo XIV los gobiernos de las ciudades, especialmente en Italia, “reaccionaron con bastante rapidez al desafío que suponía una enfermedad devastadora”. Los magistrados aprendieron a desarrollar medidas prácticas organizando entierros, aprovisionamientos, cuarentenas, contratando médicos y estableciendo reglamentaciones públicas y privadas. Esa capacidad de reacción de las autoridades urbanas y su relativa eficacia fue “síntoma de un vigor general que hizo de los dos siglos comprendidos entre 1350 y 1550 una Edad de Oro de las ciudades-Estado, especialmente en Alemania e Italia, donde era mínima la competencia con algún otro gobierno secular de orden superior”.
En el marco del gobierno de esas ciudades-Estado italianas, a finales del siglo XV, los médicos italianos habían elaborado una serie de medidas de salud pública destinadas a poner la peste en cuarentena. Esas medidas se hicieron más complejas en el siglo XVI, a la vez que eran mejor administradas. “Las cuarentenas preventivas comenzaron probablemente a interceptar con mayor frecuencia las cadenas de infección. Se formularon teorías sobre el contagio para justificar la cuarentena, y ciertas ideas surgidas de la experiencia popular pasaron a ser discutidas por escrito”. Eso hizo que fuera en Italia, en las ciudades italianas, y en épocas de peste, donde se desarrollaran más la higiene pública y los servicios sanitarios.
El historiador económico Carlo M. Cipolla explicó el modelo sanitario toscano del siglo XVI en “Cristofano e la peste” (existe traducción catalana). Un pequeño gran libro que cuenta minuciosamente la actuación de las autoridades sanitarias de la localidad de Prato al propagarse la peste.
El libro es una delicia. Una recostrucción documento a documento de la respuesta a la pandemia en una localidad italiana del s. XVII que sirve para apreciar la evolución sanitaria de las ciudades. Desde la peste negra en 1348 habían aprendido a desarrollar lazaretos, cordones y pasaportes sanitarios y a establecer de manera casi inmediata reglas para la desinfección y cuarentena.
Cipolla relata cómo se produce, paso a paso, la gestión de la epidemia desde que la ciudad de Prato, dependiente del Gran Ducado de la Toscana, recibe de las autoridades sanitaria de Florencia noticia del primer caso de peste. El primer aviso oficial se produce el día 26 de octubre de 1629, solicitando se nombren oficiales para realizar los controles sanitarios. En respuesta, el Consejo de Prato designa oficiales el mismo día 27. Desde ahí, Cipolla reúne una cronología exhaustiva en la que se percibe la rapidez y diligencia de las autoridades en el paupérrimo contexto medieval. El libro es un recorrido por los esfuerzos admirables de la villa para resistirse a la pandemia. Primero, para evitar que entrara dentro de las murallas: después, dentro “el enemigo invisible”, para minimizar sus efectos. Las reglas eran conocidas: aislar en cuarentena a los sospechosos, mandar al lazareto a los contagiados, y enviar después a los que sobrevivían a una sala de convalecencia; los problemas tenían que ver con el grado de cumplimiento de la población (el subsidio que se daba era un estímulo para cumplir las órdenes) y con la capacidad financiera para sostener los gastos generados.
Había un lema de la época en Italia, heredado de otro siglo, para la gestión de las epidemias: “Oro, fuoco, forca”. El oro para los gastos, la horca para castigar los incumplimientos de las normas y para asustar al resto (el miedo), y el fuego para eliminar los objetos infectados. Era el esquema básico, lema de un médico siciliano tras la peste siciliana del siglo XVI.
Hay más semejanzas que diferencias con el mundo actual; y algunas diferencias no son a nuestro favor. Otras, sencillamente, nos hablan de un mundo distinto. Había dos hospitales en la ciudad de Prato, pero no se mantenían con dinero público. Tenían propiedades, tierras, así que su situación dependía de los precios agrícolas.
Hay más semejanzas que diferencias con el mundo actual; y algunas diferencias no son a nuestro favor. Otras, sencillamente, nos hablan de un mundo distinto. Había dos hospitales en la ciudad de Prato, pero no se mantenían con dinero público. Tenían propiedades, tierras, así que su situación dependía de los precios agrícolas.
El Consejo de Prato, sin muchos medios, designó pocos oficiales, no llegaban a la media docena, y no eran médicos, sino personas prominentes con capacidades admnistrativas. Destacó entre ellos uno, Cristofano de Guilio Ceffini, hombe de especial eficiencia que fue nombrado superintendente. Cristofano dejó anotado en un Libro della Sanità todas las gestiones y Cipolla lo analiza hasta ir descubriendo, entre las anotaciones, medidas, números y moderados lamentos, no solo la situación real de la ciudad, también, inevitablemente, el carácter de este gentilhombre italiano. Son deliciosos los párrafos en que Cipolla, con un suave humor, no se resiste a comentar un rasgo del carácter de Cristonado, hombre celoso, puntilloso, muy estricto con el dinero (ah, la ortodoxia estricta, el miramiento con el “dinero de todos” que demuestra este probo funcionario…) A él le correspondía, por ejemplo, determinar el dinero que recibían los obligados a permanecer en casa, los sometidos a cuarentena. Se les metía en casa, pero se les daba un subsidio, un pequeño salario que alcanzaba unos diez “soldi”, lo que daba para pan, vino y ensalada, la alimentación típica de la zona por entonces (comían muy poca carne los toscanos de entonces, olla con poca vaca y menos carnero). Cristofano tenía que actuar entre el estricto cumplimiento de las normas y una cierta comprensión de las circunstancias de cada cual, como ahora, y entre las obligaciones sanitarias y las estrecheces económicas. Se preocupó de que los sometidos a cuarentenas recibieran lo justo, para que cundiese; de que no percibiesen nada quienes no lo necesitasen, y de que no hubiera trampas, falsos enfermos recibiendo su jornal.
La economía era, como es ahora, un importante límite. Se vio muy afectado el consumo local, las artesanías, y también el comercio, aún no muy grande, que Prato tenía con Florencia. Las cuentas municipales de los años anteriores estaban saneadas (siempre un pequeño superávit), pero la epidemia disparó los gastos extraordinarios entre 1630 y 1631: material para el lazareto, sueldos del personal empleado, subsidio para los enfermos, etc. Prato tuvo que endeudarse, con permiso de Florencia acudió al Monte de Piedad, y la devolución de ese dinero fue la gran preocupación en años anteriores. Pero hay que recalcarlo: no tenía deudas y pudo endeudarse, privilegio medieval que nosotros desearíamos. Las cuentas, incluidas las del honrado Cristofano, eran bien fiscalizadas años después. Además de ese recurso, el municipio podía, y así hizo, acudir al diferimiento y aplazamiento de pagos. Una deuda que no era exactamente un crédito. Los oficiales sanitarios que se jugaban la vida y que no eran médicos (ni mucho menos científicos o expertos, pero sí gestores diligentes depositarios de una experiencia de siglos no olvidada) cobraban poco, y al final (así lo hizo Cristofano, muy celoso de su trabajo y del pecunio), reclamaban una “recognitio” que la municipalidad reconocía o no, y que consistía en un reconocimiento solemnte junto a una gratificación económica. Hasta esos expedientes recupera Cipolla.
Prato se organizó, actuó rápido, pero las dificultades eran enormes y se parecían mucho a las actuales: indisciplina, pocos recursos económicos e ignorancia del “enemigo”. Había un gran desconocimiento sobre la epidemia, aunque funcionaban reglas prácticas derivadas de la observación, como evitar ciertos tejidos que ayudaban a que la pulga de la peste se transmitiese. No había aún un saber científico suficiente, pero, aún con eso, tenían las cosas claras: separar a los infectados de los sospechosos, con cuarentenas que establecían en 22 días. Estos plazos se discutían, ya había una literatura al respecto.
Prato se organizó, actuó rápido, pero las dificultades eran enormes y se parecían mucho a las actuales: indisciplina, pocos recursos económicos e ignorancia del “enemigo”. Había un gran desconocimiento sobre la epidemia, aunque funcionaban reglas prácticas derivadas de la observación, como evitar ciertos tejidos que ayudaban a que la pulga de la peste se transmitiese. No había aún un saber científico suficiente, pero, aún con eso, tenían las cosas claras: separar a los infectados de los sospechosos, con cuarentenas que establecían en 22 días. Estos plazos se discutían, ya había una literatura al respecto.
La peste afectó devastadoramente a la ciudad. Tasas de letalidad del 50%, y un 25% de población fallecida. Prato tenía unas 6000 habitantes dentro de las murallas, y más de 10.000 fuera. Había una mentalidad de segregación hacia los de fuera que complicaba las cosas, los más pudientes intentaban librarse de los rigores de las medidas pagando y también la Iglesia era reacia a suspender sus procesiones y romerías. Los efectos, así se constata en los apuntes, se cebaban con los menesterosos. La peste era muy desigual en sus estragos, muy poco igualitaria.
Leyendo esas páginas se asombra el lector del grado de organización y de a prontitud de la respuesta, observable en la rapidez con la que se contestan las cartas. Las decisiones se toman el mismo día, y el mismo día se responden. No hay vacilaciones, dilaciones. Los problemas son muy parecidos a los de ahora, pese a la abismal diferencia. Lo que hemos ganado en medios y conocimientos, lo hemos perdido quizás en conciencia de lo que es una epidemia. En humildad, se diría. Esas ciudades italianas habían convertido los mecanismos de respuesta a las epidemias en protocolos, y su ejemplo sería imitado con el tiempo por el norte de Europa.
Leyendo a Cipolla sentimos una irreprimible fraternidad hacia esas personas; una fuerte solidaridad con su frustración, que no pueden evitar reflejar en sus notas, pese a la seriedad contable del asiento, también con su desorientación. Su desconcierto lo hemos entrevisto, su miedo sería aún mayor. La ciudad de Prato agradeció a Dios (presente aún) que solo se hubiera muerto un 25% de la población.
Cristofano de Guilio Ceffini nos parece un personaje histórico vivo, digno de todas nuestras simpatías y sentimos vivamente su responsabilidad y sus manías de buen gestor. La lupa de Cipolla engradece los detalles de ese pequeño suceso de la historia porque es el nuestro ahora. Cristofano es, como el detalle de algún cuatro artístico, la miniatura de la humanidad. En un aspecto concreto está más vivo que nosotros, es más humano por consciente. Para él, para ellos, la epidemia era una compañera de la humanidad que no habían ocultado.
La Prato de Cipolla muestra la primera organización técnico-política “exitosa” contra el virus de las ciudades italianas, integrada ya en las instituciones urbanas. Las preocupaciones de esos oficiales sanitarios eran las de hoy. Muy parecidas. Las inseguridades y preocupaciones de Cristofano son las actuales, en un contexto muy distinto.
Leyendo esas páginas se asombra el lector del grado de organización y de a prontitud de la respuesta, observable en la rapidez con la que se contestan las cartas. Las decisiones se toman el mismo día, y el mismo día se responden. No hay vacilaciones, dilaciones. Los problemas son muy parecidos a los de ahora, pese a la abismal diferencia. Lo que hemos ganado en medios y conocimientos, lo hemos perdido quizás en conciencia de lo que es una epidemia. En humildad, se diría. Esas ciudades italianas habían convertido los mecanismos de respuesta a las epidemias en protocolos, y su ejemplo sería imitado con el tiempo por el norte de Europa.
Leyendo a Cipolla sentimos una irreprimible fraternidad hacia esas personas; una fuerte solidaridad con su frustración, que no pueden evitar reflejar en sus notas, pese a la seriedad contable del asiento, también con su desorientación. Su desconcierto lo hemos entrevisto, su miedo sería aún mayor. La ciudad de Prato agradeció a Dios (presente aún) que solo se hubiera muerto un 25% de la población.
Cristofano de Guilio Ceffini nos parece un personaje histórico vivo, digno de todas nuestras simpatías y sentimos vivamente su responsabilidad y sus manías de buen gestor. La lupa de Cipolla engradece los detalles de ese pequeño suceso de la historia porque es el nuestro ahora. Cristofano es, como el detalle de algún cuatro artístico, la miniatura de la humanidad. En un aspecto concreto está más vivo que nosotros, es más humano por consciente. Para él, para ellos, la epidemia era una compañera de la humanidad que no habían ocultado.
La Prato de Cipolla muestra la primera organización técnico-política “exitosa” contra el virus de las ciudades italianas, integrada ya en las instituciones urbanas. Las preocupaciones de esos oficiales sanitarios eran las de hoy. Muy parecidas. Las inseguridades y preocupaciones de Cristofano son las actuales, en un contexto muy distinto.
Esta pandemia, el coronavirus, se desarrolla en un mundo globalizado, como manifestación de un riesgo globalizado, extendido en redes de comunicación que unen China y el mundo, y en ese contexto planetario, lo local vuelve a ser reivindicado por algunos como solución. Si en tiempos de la peste la ciudad desarrolló sus mecanismos de respuesta, que fueron estricta y primeramente urbanos, con una ligera coordinación regional, ahora algunos expertos reclaman un mayor peso de ese nivel politico-administrativo. Se considera importante la capacidad de establecer desconexiones temporales a nivel local que aíslen o prevengan a las poblaciones del contagio, como una interrupción de la conectividad global. Lo local como interruptor a lo global. Lo local como descentralización necesaria para abrir o cerrar esa llave. No una eliminación de lo global (como afirma la insoportable literatura hegemónica) sino una suspensión temporal discrecional. Como un paso a nivel que de repente se baja ante un peligro.
Además de eso, la revalorización de lo local permitiría una posible reconsideración o matización del comercio mediante una especie de principio de subsidiariedad comercial: producir cerca lo que sea posible y preferir el comercio lejano cuanto menor sea la importancia del bien. Esto, por cierto, se parece bastante a lo que siempre fue, cuando de oriente venía el lujo. Sería reestablecer algo que tenemos en la memoria: que lo lejano era lo exótico. No lo cotidiano ni lo necesario, sino el lujo. La epidemia, en definitiva, puede revalorizar lo local en un contexto pandémico y en un contexto global, la importancia de lo local más allá de la personalidad del alcalde Almeida.