Espejo de Claude
Jean Juan Palette-Cazajus
La primera ocurrencia conocida de la palabra “paisaje” es de 1493, y surge bajo la pluma de Jean Molinet, un oscuro poeta francoflamenco, para designar “un cuadro que representa un país”. “País” fue y sigue siendo palabra particularmente metonímica. Hoy, nos dice el DRAE, define un “territorio constituido en estado soberano”. Pero también se usa para designar parte de ese territorio, incluso parte de la parte, hasta el punto de aparecer en la literatura de siglos pasados como sinónimo de “paisaje”, el real o el representado. El interés de este capítulo podría ser precisamente el de recordar que no hay país sin paisaje ni paisaje sin paisanaje. Hay que esperar hasta 1549 para encontrar la palabra “paisaje” ya repertoriada en un diccionario francés. En español aparece en 1552. En ambos casos sigue designando la representación pictórica de entornos naturales. Merece la pena darse una vuelta por el Prado para contemplar los cuadros del flamenco Joachim Patinir (1480-1524), uno de los primeros “paisajistas” significativos. Sus amplísimos horizontes recogen todos los elementos canónicos que a partir de entonces constituirán el vocabulario de la pintura de paisajes durante varios siglos: relieves, valles, llanuras, ríos, árboles y plantas variadas pero difícilmente referibles a ningún entorno identificable. Es decir que en su origen, el concepto de paisaje ignora la realidad geográfica para representar un puro producto de la imaginación y de la subjetividad humana.
Pero tampoco la pintura de paisajes hubiese resultado posible sin los inicios de una mutación histórica de las conciencias, materializada en el trascendental invento de la perspectiva lineal. Antes de ella, el ser humano y la naturaleza se confundían en una percepción clausurada de la realidad, acotada por el simbolismo religioso y el dogma sagrado. De modo que la pintura de paisajes aparece también como un indicio del camino emprendido por el individuo tardomedieval hacia el sujeto analítico moderno, capaz de ver las cosas “con perspectiva”. Es decir capaz de extraerse de su entorno natural para empezar a construir el mundo como objeto de reflexión y de representación. Con todo, bueno es recordar que la temática paisajística fue considerada al principio como pedestre y subalterna, indigna de codearse con las representaciones religiosas, mitológicas o históricas. Progresivamente el género, entendido, pues, como plasmación de un modelo de naturaleza idealizada, irá mereciendo sus letras de nobleza hasta el punto de desembocar en un curioso invento conocido como “espejo de Claude” o “Claude glass” en inglés. El referido Claude era el pintor Claude Lorrain (1600-1682), Claudio de Lorena en español. Insigne creador de sublimes y mitológicos paisajes de los cuales el Prado ofrece también algunos destacados ejemplos. Los estragos de ese modelo de espejo, convexo y tintado, azotaron particularmente a Inglaterra. Se usaba dando la espalda al paisaje natural para preferirle su reflejo en el citado espejo, supuestamente más parecido a cómo hubiese salido de los pinceles del inefable Claudio. Los primeros jardines “a la inglesa”, ya muy entrado el siglo XVIII, también conocidos como “jardines paisajistas”, trataban de parecerse a los cuadros de Claudio de Lorena.
La anécdota del “espejo de Claude”, cuyo uso ya fue muy satirizado en su tiempo, es la mejor demostración de la larga reticencia de la sensibilidad histórica a encontrar en el espectáculo de la naturaleza real un espectáculo digno de compararse con la visión idealizada, secularmente propuesta por los pintores. Sólo a través de la revolución de las sensibilidades operada a lo largo del siglo XVIII empezará la mirada humana a buscar en la naturaleza circundante motivos para que la palabra “paisaje” deje de referirse exclusivamente a un producto de la imaginación pictórica. A partir de entonces pasará a designar un verdadero fragmento de territorio, a la vez existente y “pintoresco”, es decir digno de ser pintado. Luego la revolución de las sensibilidades se verá acelerada por una revolución técnica, la pintura en tubos, que propició la aparición de los pintores al aire libre, primero Corot, luego la Escuela de Barbizon, los Impresionistas y sus epígonos. Ellos contribuyeron a diversificar de forma casi exponencial la gama de los objetos, rincones y parajes naturales merecedores de la etiqueta “pintoresca”. El adjetivo se sigue utilizando, pero lo que nuestras subjetividades meten hoy en el saco de la palabra “paisaje” es tan variopinto como la gama de emociones y sentimientos que pueden suscitar. Hablamos de paisajes rurales, salvajes, desérticos, industriales, culturales, literarios, patrimoniales históricos, insólitos, trágicos, la lista sigue abierta. Hay paisajes de lo kitsch y paisajes de lo feo. Pero, no lo olvidemos, cada día, en este mismo instante, el más paleto de los turistas cuando trata de reflejar con su teléfono el entorno vacacional, busca espóntaneamente encuadres y composiciones heredadas de Claudio de Lorena y la más rancia tradición paisajista.
De modo que el concepto de “paisaje” sigue dependiendo, hoy como antes, de la subjetividad de la mirada, individual o colectiva. Pero la modernidad, política, cognitiva y artística, suscitó entretanto un advenimiento esencial: que la noción de “paisaje” fuese entendida también en tanto que realidad física, objetiva y preexistente a toda mirada. Una realidad determinada por la geología, la geografía, la historia, los cultivos y la cultura. De modo que hoy las definiciones del paisaje pueden ir desde el prisma más rabiosamente subjetivo, como «la promoción de un fragmento del mundo sensible bajo el efecto de una mirada mentalmente guiada», hasta la más desencarnada enunciación científica: «una estructura espacial con un funcionamiento biogeográfico autónomo; en la que se interrelacionan lo abiótico, lo biológico y lo antrópico». Los paisajes pueden ser naturales o antrópicos es decir modificados por la actividad humana. En Occidente y exceptuando los de alta montaña, la gran mayoría de los paisajes son antrópicos, es decir históricos, es decir transitorios. Tenemos una conciencia relativamente clara de la magnitud de los cambios que han caracterizado la historia de las ciudades. No la tenemos de la variedad de los paisajes rurales que se sucedieron a lo largo de los siglos, engendrados por las vicisitudes de la historia, la de los hombres y la de las prácticas agrarias.
Detengámonos en un momento significativo. La peor época de la deforestación en las grandes naciones occidentales coincidió con las postrimerías del siglo XVIII. La culpa era mayormente achacable a la construcción naval y a la colateral fundición de cañones. La segunda mitad del siglo vería el apogeo de las grandes armadas transoceánicas, inglesa, española, francesa, con frecuencia enfrentadas en desastrosas batallas. La construcción de un solo navío estándar de 74 u 80 cañones (pero los había de 110 y hasta 120 piezas) requería la tala de 2500 robles centenarios. La fundición de cañones devoraba cualquier leña que quedase. La cacareada “austeridad” del paisaje castellano le debió mucho a esa terrible realidad. Di con unos mapas estadísticos que estiman la masa forestal francesa, a principios del siglo XIX, entre 6 y 7 millones de hectáreas. Hoy son algo más de 17 millones. No supe encontrar los datos equivalentes para España, pero los comentarios de los contemporáneos son unánimes en deplorar la terrible situación de los montes, ya secularmente estragados por los privilegios de la Mesta. Hoy, la mayor superficie forestal europea está en Suecia y Finlandia mientras Francia ocupa el cuarto puesto. El tercero, tal vez de forma algo contraintuitiva, es para España con 18 millones de hectáreas. Son estadísticas. Las subjetividades paisajísticas se nutren de realidades distintas. El bosque boreal de Escandinavia no suscita el mismo imaginario que el arbolado de las zonas templadas. En cuanto a los idiomas español y francés, si comparten la palabra “bosque” (“bois” en fr.), el primero recurre también a la palabra “monte” mientras el segundo utiliza “forêt”. Dos palabras que revelan realidades orográficas, forestales, pero también vivenciales muy diferentes.
Secularmente se ha considerado que los habitantes o creadores de un entorno paisajístico, en las sociedades tradicionales, ni percibían su originalidad ni lo solían apreciar más allá de los inevitables apegos generados por el hábito. Los etnólogos suelen matizar la cuestión. Pero en nuestras culturas, lo más parecido a una sociedad de tipo tradicional fue durante siglos el mundo rural, eternamente maltratado desde la revolución neolítica. Despreciado social y políticamente, culturalmente aislado de las fuentes de la cultura oficial, sometido a las carencias económicas y a la terrible ingratitud del medio natural. Pocos juicios apreciativos y escasas actitudes complacidas cabían esperarse de aquella gente hacia un entorno del cual nunca tuvieron la menor posibilidad de pensar que pudiera ser diferente de lo que era. El amor militante a la variedad de los paisajes vernáculos no es anterior a la segunda mitad del siglo XIX y fue obra de la “intelligentsia” viajera, de una minoría culta y urbana que siempre vio los toros de la existencia campesina desde la barrera del confort urbano. No supondrá una revelación para nadie recordar que aquella pasión por el campo y la naturaleza corrió inversamente simétrica al éxodo rural, a la estampida de las poblaciones campesinas hacia los centros urbanos. Para lograr sobrevivir, la minoría de labradores que se aferraron al agro tuvo que arruinar los tradicionales particularismos agrarios para someterse a las exigencias de la agricultura intensiva que exigía la geometrización productiva de las tierras de cultivo y su absoluta uniformización.
¿Cuál es la situación del “paisaje general” hoy en día? Sigo negándome desde un principio a utilizar la palabra “naturaleza” para designarlo porque no debe olvidarse en ningún momento que, por más que perteneciente al universo físico, su “naturaleza” era fundamentalmente antrópica. “Era” decimos, porque hablamos efectivamente del pasado: la “antropización” definió la acción humana sobre la naturaleza hasta la “era de la combustión”. A partir de entonces, y sobre todo a lo largo del último medio siglo con el crecimiento exponencial de las capacidades técnológicas, la “antropización” quedó desplazada por la “artificialización”, una especie invasiva incomparablemente más poderosa y letal. Hoy, el “paisaje general” se ha dividido en dos ámbitos prácticamente inconexos. Por un lado está el “paisaje residual”. Su mejor definición posible es la que lo consideraría como la suma de los espacios que se extienden a un lado y otro de las autopistas. Lo recordábamos en la primera entrega, la autopista tiende irresistiblemente a banalizar y uniformizar los territorios. No los recorre, no los atraviesa, los parte y los va perforando. Su papel es obviar el espacio. Solo cumple con él si el automobilista tiene la mente puesta en la velocidad, el tráfico y el proceso de acercamiento a su meta. Hasta hoy, dijimos, cualquier paisaje sigue siendo un producto de la mirada. Lo que nadie mira ha dejado de existir.
Por otro lado, frente al “paisaje residual” ya desechado, hemos creado la categoría del “paisaje museal”, susceptible de ser despiezado, clasificado, y almacenado. Sus elementos se llaman parques, reservas, espacios, áreas, zonas, monumentos. Son nacionales, naturales, regionales, rurales, integrales, protegidos, especiales, científicos. Hasta hace poco más de un siglo, incluso muy adentrados en la “era de la combustión”, el entorno natural seguía resultando imponente e intratable. La excavación del túnel ferroviario del San Gotardo, inaugurado en 1882, una de las grandes hazañas de ingeniería del último cuarto del siglo XIX, se cobró 307 vidas y 900 trabajadores más padecieron silicosis y otras dolencias. Durante siglos, cavar la tierra, levantar un puente, abrir un camino, cruzar los relieves, atravesar los espacios, cualquier posible actividad humana le recordaba al individuo la abrumadora diferencia de escala que lo separaba del universo físico. En el seno de la naturaleza “antropizada” todavía éramos liliputienses. Pero en pocos decenios la “artificialización” hizo del liliputiense un Gulliver. Troceados, customizados, los “paisajes museales” quedan reducidos a una serie de objetos cuya fragilidad requiere vitrinas que los protejan y permitan su contemplación. La manera con que se ofrecen a nuestra percepción suscita el sentimiento de que son modelos a escala reducida a los cuales nos acercamos en el aberrante papel del gigante solícito.
Entendámonos. La metáfora de Gulliver no significa que nos hemos convertido en todopoderosos frente al medio natural. Todo lo contrario. Lo que ella indica es el advenimiento de un vuelco antropológico: el medio del que siempre dependimos vitalmente, ahora depende vitalmente de nosotros. Dicho en buen romance, por primera vez en la historia humana nos vemos con el culo al aire. El mejor indicio de la hondura del malestar es la actual plaga de la fotografía de paisajes: truncados, parciales, engañosos, pasados por photoshop, diluidos hasta la náusea en la cursilería almibarada de los colorines. Un nuevo “espejo de Claude”, una nueva manera de darle la espalda a la realidad.