Lévi-Strauss cumple 100 años (2008) con su esposa izq) y Sarkozy
Jean Juan Palette-Cazajus
Tras la Semana Santa siberiana, estalló de pronto la primavera y con ella llegó la concomitante desaparición de buena parte de las capas textiles que venían abrigando y aprisionando los cuerpos. Con la germinación primaveral de los cuerpos también reaparecieron los invasivos, proliferantes, omnipresentes tatuajes.
El primer medio de expresión humana fue y sigue siendo el propio cuerpo. La voz, evidentemente, en primer lugar, pero también el resto del cuerpo como medio de comunicación sonora: ahí tienen todavía la extraordinaria riqueza tímbrica y rítmica de las palmas y taconeos flamencas. Luego vienen, por supuesto, las incontables variantes de la danza, pero también todos los matices de la sensualidad, de la seducción, de la intimidación, de la jerarquización social que subyacen a los andares peculiares de cada ejemplar humano, macho, hembra o cualquiera de sus opcionales configuraciones intermedias. Por no hablar del valor expresivo de la mirada, de la risa…
Mujer caduvea fotografiada por Lévi-Strauss (1935)
Sólo mencionaré de pasada la deformación cultural de los cráneos en las antiguas culturas mayas, paracas, chinook, en Tahití, Samoa y otros lugares, generalmente portadora de información estatutaria. Pero lo más interesante y significativo es sin duda el uso del cuerpo como soporte gráfico. Presente en la gran mayoría de las culturas antes llamadas primitivas -hoy se dice “primeras”- caracterizadas por la multiplicidad de los grupos y su generalmente escaso peso poblacional. Hablamos, progresando por orden ascendente en el grado de irreversibilidad, de las pinturas corporales y faciales, de los tatuajes, de las escarificaciones e incluso, casos extremos, de ciertos tipos de mutilaciones rituales o culturales.
Uno de los mejores textos etnológicos jamás escritos sobre el uso del cuerpo como soporte gráfico fue el que Claude Lévi-Strauss (1908-2009) dedicó a la riqueza de las pinturas faciales entre los indios caduveos que viven -¿vivían?- en el Matto Grosso del sur. Los visitó el gran gurú de la etnología estructuralista en 1935, cuando sus estructuras sociales y culturales ya empezaban a tambalearse. Los caduveos, caracterizados por una alta conciencia aristocratizante de sí mismos, pintaban, profusa, refinada y geométricamente sus cuerpos y caras porque el ser humano, decían, es el único que no debe ir desnudo como lo hacen los animales. Con esta definición quedaba dicho todo: teníamos aquí un gesto cultural fundador, necesario, emergente. El tatuaje es, inicial y generalmente, propio de las sociedades sin escritura. Solemos decir que son sociedades caracterizadas por un fuerte etnocentrismo. Pero tal vez convendría mejor hablar aquí de “somatocentrismo”: el cuerpo como principal portador y vehículo de la información y la comunicación. El cuerpo donde coinciden el yo personal, el yo social y el yo cultural. En suma, el cuerpo como carné de identidad. La pintura, el tatuaje definen el grupo, el clan, la casta, el estatuto, la historia de cada individuo. Una información, escueta, rara, valiosa, vital.
El dragón sobre el brazo de Don Juan de Borbón
En cambio, desde la aparición de sus formas más primitivas, la escritura fundó el principio de total exteriorización y artificialización de los medios de expresión y comunicación humanos. A partir de ella, quedaron “expulsados” cada vez más lejos del propio cuerpo. Y en éstas seguimos, más que nunca, en nuestras propias sociedades absolutamente sumergidas por la información externa, en modo diluvial y omnímodo. La escritura, las señaléticas sociales, la literatura, la radio, la televisión, el cine, la informática y las técnicas numéricas personales, los infinitos géneros musicales, los códigos jurídicos, administrativos… Entre nosotros la información dejó, definitivamente, de estar somatocentrada. Al revés, tanto informativa como genealógicamente, el individuo occidental sabe que es un producto mesocósmico. La información es nuestro líquido amniótico: nos bañamos en ella.
La diferencia con el “somatocentrismo” es sencillamente inabarcable. Las áreas climáticas que favorecen la desnudez predisponen particularmente a las pinturas corporales y a los tatuajes. Pero también encontramos unas y otros en sociedades septentrionales, sometidas a climas rigurosos. Nosotros nos vestimos por razones climáticas, históricas, religiosas y culturales. Y sobre esta base han surgido, a lo largo de la cultura occidental y desde la Grecia antigua, dos fenómenos divergentes y complementarios: el fenómeno de las modas vestimentarias por un lado y la esencialización del cuerpo humano por otro. Esta última, también en dos versiones contrastadas, la estetizante (Grecia) y la culpabilizante (Cristianismo), que confluyen dialécticamente en la historia del arte y en nuestros cerebros.
El All Black Aaron Smith durante el haka
El vestido vino a desempeñar entre nosotros el mismo papel que el tatuaje primigenio. En Occidente, fue el factor de identificación individual, sexual, moral, social, estamental, estatutario, ritual. Pero la sorprendente dependencia del “Sistema de la moda” –recordando el título del famoso libro de Roland Barthes, en 1973– que caracteriza nuestras culturas, vino a trastocar, de forma muy sui generis, el papel de la vestimenta en nuestra historia, al negarle la posibilidad de la continuidad e introducir una dimensión fundamentalmente pasajera: los significados sociales e institucionales del vestido mantenían, en gran medida, su permanencia mientras los significantes eran fugaces. Al revés que el tatuaje, tradicionalmente irreversible. De ahí, la contradicción crucial que éste introduce en nuestras sociedades, en tanto que moda. Una moda, ésta del tatuaje, fundamentalmente reñida con su función original, la de la permanencia étnica y cultural, definitiva y milenariamente grabada en los cuerpos. Función convertida por nosotros en futilidad exótica. De garante de las continuidades, ha pasado a convertirse en el expositor de las actuales inseguridades, físicas y culturales, respecto de la propia identidad.
Hay una historia periférica del tatuaje en nuestra historia moderna, conforme fuimos descubriendo las culturas más lejanas e ignotas. Una tradición minoritaria de excepcionalidad, de marginalidad, de transgresión. Inicialmente los viajeros y marineros, luego los presidiarios, los rebeldes, los transgresores, los esnobs. Tatuajes generalmente discretos en tamaño y expresión pero percibidos socialmente como cargados de gran originalidad transgresiva. Nada que ver con las actuales diarreas polícromas y epidérmicas. Don Juan de Borbón llevaba tatuados en sendos antebrazos un sobrio dragón asiático. Los que procedieron al aseo mortuorio de mi lejano primo, el bearnés y mariscal Bernadotte (1763-1844), fallecido en tanto que Carlos XIV Juan de Suecia, descubrieron que llevaba tatuada en el pecho, recuerdo de su juventud republicana, la frase “Mueran los reyes”. Los miembros más radicalizados de las salvajes “maras” salvadoreñas llevan la cara totalmente tatuada para significar su odio a la sociedad y su desafío mortal contra ella. Ocurre que algunos procuran la reinserción. Para posibilitarla surgieron los nuevos tratamientos con láser, largos, dolorosos y costosos que permiten borrar, mal que bien, los estragos iniciales.
Maras salvadoreñas
Los espectaculares tatuajes de los “yakuza” japoneses se sitúan en esa significación marginal y transgresiva. En cambio los típicos de los maoríes de Nueva Zelanda, copiados desde hace años por muchísimos jugadores de rugby, ingleses, franceses o irlandeses, en homenaje a la preeminencia neozelandesa en ese deporte, tratan de perpetuar la tradición clánica, guerrera y jerárquica de las culturas polinesias. Menciono estas dos formas históricas del tatuaje porque en el actual proceso de masificación de su práctica, figuran como unas más entre las miles y miles de ofertas que configuran el repertorio moderno y heteróclito encargado de tapizar el epidermis de millones de contemporáneos. Es el eclecticismo clásico de las culturas insustanciales, donde la profusión trata de suplir la ausencia de significación.
El tatuaje en nuestras sociedades es, por definición, redundante. Es decir que no aporta ninguna información añadida a las que ya nos conforman y saturan. Puesto a significar algo, solo proclamaría la frustración, la pusilanimidad, el desesperado terror al anonimato, que han brotado simultáneamente, estos últimos años, dentro de millones de cabezas y han dado un resultado, paradójico e indeseado: el de una práctica que pretende singularizar quienes recurren a ella y los convierte, a la postre, en ejemplares indiferenciados de un rebaño planetario.
¡Petardeo!...
Siguiendo con los conceptos básicos de la teoría de la información, la gregaria moda de los tatuajes se ha convertido en pura “entropía”: es decir que la originalidad de la información que transmiten se acerca a cero. O, mejor todavía, conviniese recurrir al concepto de “ruido” con que se designan los fenómenos que “ensucian” literalmente la información con mensajes superfluos, inútiles y perturbadores. Ésta me parece la mejor definición posible para el citado fenómeno de moda y de masas.
Para nada, lo que se dice para nada, pertenezco a la fauna masculina, desestabilizada y acojonada que usa y abusa con prodigalidad de un neologismo grotesco, el de “feminazi”. Lo repetiré: no ha habido más que dos revoluciones serias en la historia de la humanidad: la francesa y la feminista. Pero me perturba particularmente el notable rechazo -cabría hablar incluso de repulsión- que me provocan los tatuajes femeninos. El sentimiento desagradable que me inspira su percepción ocular obnubila mi mente de tal forma que veta toda posibilidad de apreciar, detrás de los tatuajes, la posible belleza del… “soporte corporal”. Por decirlo de alguna manera. Para expresar perfectamente lo que padezco frente a ellos, necesito recurrir a una particular palabra francesa, la de “souillure”. Traducida con propiedad, hablaría de un sentimiento de suciedad, de degradación y de impureza. En cambio, comentando la cuestión con un amigo, más joven y de notable éxito entre el nuevo sexo dominante, se contentó con apostillar escuetamente: “¡A mí me ponen!”. Por mi parte, esto es lo que hay.
Las culturas “primeras” no enfocaban el cuerpo humano en términos estéticos sino, lo hemos venimos comentando, informativos. Si acaso establecían una jerarquía, esta privilegiaba el cuerpo masculino. Aconsejo, a quienes no las conozca, la lectura de las monografías de Maurice Godelier sobre los Baruyas de Papuasia-Nueva Guinea, para entender hasta dónde puede llegar el absoluto ninguneo de la condición femenina en términos de degradación física y estética. Las mujeres baruyas han sido convertidas en seres ínfimos, literalmente grises y patéticamente feas. Afeadas, convendría decir, por el agobio de una cultura masculina particularmente apabullante.
Nosotros, a partir de Platón, hemos esencializado el cuerpo femenino. Vean el cuadro de Tiziano titulado “Amor sacro y amor profano”. De las dos mujeres sentadas en el brocal del pozo “all’ antica”, no es la que cruje bajo las sedas y los brocados sino la desnuda la que encarna el amor sacro. El desnudo femenino se convirtió en la imagen eidética de la categoría del Ser. Es inseparable el desnudo artístico de una pregunta ontológica sobre la vida y las cosas. La idealización grecorrenacentista del cuerpo femenino lo convirtió así en la metáfora del Logos. Siento, frente al tatuaje femenino, la misma consternación y el mismo terror que me inspira el velo islámico. Ambos “obliteran” el cuerpo de la mujer. La indulgencia frente al velo supone acatar la renuncia de Occidente a su esencia intelectual. La fragmentación abigarrada del cuerpo femenino simboliza ella la desintegración relativista del Logos originario.
Tiziano. Amor Sacro y Amor Profano