jueves, 25 de agosto de 2016

Helénides de Salamina




Hughes
Abc

Imaginar en la entrada de ayer la Transición como la transposición española del mejor cesarismo romano, el moderado por la forma de la adopción, me llevó a imaginar, por un momento, un instante de franquismo neorromano. Y la breve ensoñación -así como de peplum alucinado de media mañana- me hizo recordar algo, o mejor dicho, alguien de quien me había hablado Gustavo Bueno en la entrevista del verano pasado.

Al repasar sus años de formación, salió a relucir un personaje que era para él, de joven, como una leyenda. Su profesor de griego les contaba historias de un tal Helénides de Salamina, un profesor que iba vestido de griego, que escribía en hexámetros y recibía en triclinio. Su interés por la figura era tal que un día pasó por Extremadura, donde vivió el personaje, constatando que tenía una fama cierta de maestro muy bueno y entrañable.

No pude incluirlo en la entrevista por falta de espacio, pero me interesé por su figura. Efectivamente, hay numerosos testimonios de recuerdo en internet, incluso un certamen literario con su nombre. Pero es un personaje fabuloso, y un caso extremo de conflicto (¿por qué conflicto?) o más bien coincidencia, gozosa coincidencia, de realidad e idealidad. Un grecorromano viviendo como tal en plena España del siglo XX.

Nació a finales de siglo XIX en un pueblo de Salamanca. Quedó huérfano pronto y su hermana, metida a monja, murió de frío en Teruel. Ángel Rodríguez Campos se educó con los curas, iba para tal, y con ellos recibió educación clásica (lo católico, no es casualidad, como vía de entrada a Grecia). Escribía versos desde muy niño y cuentan que se carteaba en griego nada menos que con Unamuno. Después estudió para maestro nacional y al terminar fue destinado a Cáceres, al pueblo de Casar (conocido para el que tenga afición al queso).

Llegó allí en 1913 y en ese pueblo de la España rural que no era Miconos precisamente (qué hubiera dado Don Helénides por un mediterráneo) decidió vivir como un heleno. Lo primero fue la túnica (“Oh noble vestimenta, la primera que concibió el heleno en donosura”), los coturnos, y una melena larga (de griego arcaico, para colmo) que recogía, según los testimonios, con una redecilla. Decoró su casa con muebles por él diseñados según modelos clásicos, y vivió allí cual griego puro mientras desarrollaba su gran obra: “El Panhelenio”, un largo poema modernista de miles de versos en el que contaba la fundación heroica de Salamanca. Una especie de Hispaniada. Una mezcla de delirio griego y mito castellano.

Gustavo Bueno contó que lo de vestir de individuo grecorromano tuvo origen en una Semana Santa. Que se disfrazó así, de romano, y ya quedó con el disfraz. Su vida en Casar de Cáceres, digna de película, no fue lo problemática que pudiera imaginarse. Al parecer fue respetado, admirado y considerado una figura ejemplar. Su afición a la educación era de tipo vocacional y recibía en casa a los alumnos, les enseñaba a cultivar el jardín y los llevaba de excursión ataviados, según se cuenta, de uniformes de color caqui. La excentricidad y libertad absoluta de Don Helénides fueron entendidas como un rasgo de genialidad, con esa tolerancia que sólo consigue lo tronado.

Hay un testimonio de su visita a Madrid para una conferencia. César González Ruano, presente, reconocía que sobre lo esperado (el protagonista de una payasada) había comparecido un hombre sabio y genialoide que consiguió sobreponerse y remontar el ambiente propenso a la rechifla. En algún sitio se puede leer que no murió solo, sino cuidado por un alumno al que había prohijado (de nuevo, la adopción). Se le reconoce en su región como un maestro intachable, recto y, claro está, sumamente original.

(Las fotos son de Helénides de Salamina y están cogidas de internet -con esa libertad de buffet libre que aún extraña un poco-. Desconozco el nombre del autor).