Nubarrones
Jean Palette-Cazajus
«Porque explicar, en el fondo, equivale a querer disculpar». Enorme fue la que le cayó encima al Presidente del Gobierno francés, Manuel Valls, por pronunciar estas palabras, en París, el pasado 9 de enero, en el aniversario del asesinato de varios rehenes en un supermercado «kosher».
Se lo puso fácil a los muchos investigadores en Ciencias Humanas que le replicaron que ellos no pretendían «disculpar» a nadie, sino solamente «comprender» las cosas. Me imagino que no seré el único en considerar que, efectivamente, la faceta más valiosa de la cultura occidental es la que nos lleva a preferir la comprensión a las creencias, cualquiera que sea el sonajero con que pretenden divertirnos o el arma con que piensan intimidarnos.
Pero no es menos cierto que decir en francés «Je te comprends» o, en español, «Yo te comprendo», es también, entre nosotros, una manera de decir «Yo te disculpo». Creo que ocurre así en la mayoría de los idiomas europeos. No sé si ocurrirá lo mismo en árabe, en chino o en hindí. Pero no dudo en afirmar que pocas cosas como este turbador deslizamiento semántico ayudan tan bien a entender el teorema medular de la «Culpabilidad» occidental.
Es un teorema que lleva muchos siglos habitando entre nosotros. Lo rastreamos, de manera larvada, en los más variopintos, Montaigne, Las Casas, Spinoza, Rousseau, Schopenhauer, Nietszche, Freud, Schmitt, por citar a unos pocos. Creo que no puede abstraerse de un longevo e infravalorado impacto, sobre nuestros psiquismos, de la noción cristiana de Pecado Original. Pero es esencial añadir que este teorema es incomprensible si no asumimos que la llamada cultura occidental fue la primera que trató de de someter sus actuaciones a una feroz autocrítica moral, la primera y única en asumir que la ética humana trascendía la identidad de la propia comunidad. Por eso, bien que polucionados por los inevitables egoísmos nacionales, los primeros debates éticos de altísimo vuelo se producen con la conquista española en América.
El teorema irrumpe realmente tras la segunda Guerra Mundial y al hilo del proceso de descolonización. A partir de los años setenta y acelerado por el carburante del tercermundismo militante generado en Palestina, Argelia, Cuba y otras procedencias, el proceso de «autofundación» de la culpabilidad occidental se va acelerando. Porque lo más significativo de aquel alumbramiento es que nosotros somos sus propios genitores. Aquellos años ven, al unísono, el principio de la emigración masiva desde las antiguas colonias hacia las antiguas metropolíes y la recuperación militante por los excolonizados del argumentario forjado, contra sí mismo, por el excolonizador.
El resultado ha sido desastroso. Los antiguos colonizados han encontrado una inesperada coartada para desistir de todo retorno autocrítico sobre la propia historia. Han renunciado a considerar toda posibilidad de carencias o de responsabilidades propias en sus actuales situaciones. ¿Para qué, si conocemos al culpable ? ¡No para de golpearse el pecho! De hecho el llamado Tercer Mundo y los sectores «progresistas» occidentales se pusieron tácitamente de acuerdo sobre un punto esencial. Las exigencias autocríticas y de ética universal elaboradas secularmente por los europeos debían seguir aplicándose con renovado rigor a su propia historia, mientras las culturas y religiones esencializadas como «víctimas» iban a beneficiarse de una moratoria... indefinida.
De modo que buena parte de la literatura reunida bajo la adscripción de «Estudios Poscoloniales», se entiende la escrita por los excolonizados, es a menudo caracterizada por la fabulación, la autoindulgencia, el resentimiento cuando no la descarada pereza intelectual. Generación tras generación, los descendientes de colonizados exhiben su «genética» para legitimar su derecho migratorio hacia las antiguas naciones colonizadoras. «Yo también tengo derecho a Europa» le decía al reportero un asaltante a la valla de Melilla. Europa es la mítica burra del cuento de los hermanos Grimm. Caga monedas de oro, pero la tienen secuestrada y monopolizada los usurpadores europeos. Es decir que estos deben asumir una doble obligación, la de ofrecer ilimitado asilo y, al mismo tiempo, la de elaborar y proporcionar a sus beneficiarios las municiones intelectuales con que volar el asilo. Ni el propio Nietszche hubiese sido capaz de idear tan retorcidos manantiales para el resentimiento.
Si nosotros somos los culpables esto significa que somos «la» causa de los problemas de los demás. Y así es como nos perciben en la actualidad. Pero la causalidad es general y habría que convenir entonces que en algún momento bien podría producirse una inversión de los papeles. Semejante «causalidad generalizada» no conviene, pues, ni a las «víctimas» ni a los «verdugos». No conviene a las «víctimas» porque relativizaría nuestra «culpabilidad». Pero tampoco conviene a los «verdugos» porque nuestra actual «culpabilidad» es la muy paradójica forma revestida por lo que le queda de instinto de supervivencia a la ruinosa «superioridad» occidental.
Antes expresada mediante los habituales instrumentos de la potencia material y militar, la «superioridad» adopta hoy las formas del «arrepentimiento» y el nihilismo autoinmune. Con tal de seguir siendo los protagonistas, nos significaremos por ser los únicos capaces de autodisolvernos, étnica y culturalmente, en la «Totalidad». No pretendo volver a una concepción orgánica de la sociedad, como en tiempos de Wundt y de Durkheim, pero la paradoja se entiende mejor si consideramos nuestra actual atonía renunciante en términos de etiología patológica. El diagnóstico hablará de astenia colectiva e individual, histórica y sicológica. Dicho de otra manera, hemos renunciado a lo que Spinoza llamaba «conatus». Es decir la propensión que tiene toda entidad viva a «perseverar en su ser». Hemos decidido que el nuestro es espúreo y caduco. Arrogantes hasta en el suicidio, la plenitud del Ser pensamos que sólo la merece el «Otro». Persuadidos de que la historia ha terminado para nosotros, hemos abjurado de su principio motor, que es la inevitabilidad del conflicto.
Occidente es pues el principio y el fin de la fatal causalidad. Hablando como Aristóteles, somos la «causa eficiente» de todos los males. También somos su «causa final», para seguir con el vocabulario del Estagirita. Para quienes se perciben en nuestro espejo, corroídos por el rencor y el sentimiento de fracaso civilizacional, no habrá descanso hasta romper el espejo. Tal mezcla de dependencia económica, fracaso cultural y poderoso resentimiento es muy generalizada y particularmente intensa entre los terroristas islámicos.
El teorema de la culpabilidad occidental se tambalea algo frente a la irracionalidad y la brutalidad de las masacres recientes. No obstante sabemos que cualquiera que sea la magnitud de los crímenes y su inexorable repetición, seguirá teniendo sus valedores. Entre ellos el actual obispo de Roma, hace dos días. Para ilustrar la actual «violencia católica» se sacó de la manga unos ejemplos estúpidos. De «absurdos» los calificó P. Karam, portavoz de los cristianos orientales refugiados en Francia. Los cristianos representaban, en 1948, el 19% de las poblaciones árabes. Hoy son el 6 %.
Al fin y al cabo intercambiables, los fanatismos religiosos e ideológicos, obedecen a unas mismas razones «endotélicas». Es decir que su finalidad no consiste tanto en el ideario que los caracteriza como en una función estabilizadora de nuestra interioridad. Reconocer la naturaleza del horror a que estamos confrontados supondría la conmoción de tener que renunciar a la confortable tartufería, a la mullida idea de que nosotros somos los «malos». El ecosistema mental de la Sumisión culpable no está en condiciones de enfrentar semejante trauma. Antes muertos que lúcidos.
«Porque explicar, en el fondo, equivale a querer disculpar». Enorme fue la que le cayó encima al Presidente del Gobierno francés, Manuel Valls, por pronunciar estas palabras, en París, el pasado 9 de enero, en el aniversario del asesinato de varios rehenes en un supermercado «kosher».
Se lo puso fácil a los muchos investigadores en Ciencias Humanas que le replicaron que ellos no pretendían «disculpar» a nadie, sino solamente «comprender» las cosas. Me imagino que no seré el único en considerar que, efectivamente, la faceta más valiosa de la cultura occidental es la que nos lleva a preferir la comprensión a las creencias, cualquiera que sea el sonajero con que pretenden divertirnos o el arma con que piensan intimidarnos.
Pero no es menos cierto que decir en francés «Je te comprends» o, en español, «Yo te comprendo», es también, entre nosotros, una manera de decir «Yo te disculpo». Creo que ocurre así en la mayoría de los idiomas europeos. No sé si ocurrirá lo mismo en árabe, en chino o en hindí. Pero no dudo en afirmar que pocas cosas como este turbador deslizamiento semántico ayudan tan bien a entender el teorema medular de la «Culpabilidad» occidental.
Es un teorema que lleva muchos siglos habitando entre nosotros. Lo rastreamos, de manera larvada, en los más variopintos, Montaigne, Las Casas, Spinoza, Rousseau, Schopenhauer, Nietszche, Freud, Schmitt, por citar a unos pocos. Creo que no puede abstraerse de un longevo e infravalorado impacto, sobre nuestros psiquismos, de la noción cristiana de Pecado Original. Pero es esencial añadir que este teorema es incomprensible si no asumimos que la llamada cultura occidental fue la primera que trató de de someter sus actuaciones a una feroz autocrítica moral, la primera y única en asumir que la ética humana trascendía la identidad de la propia comunidad. Por eso, bien que polucionados por los inevitables egoísmos nacionales, los primeros debates éticos de altísimo vuelo se producen con la conquista española en América.
El teorema irrumpe realmente tras la segunda Guerra Mundial y al hilo del proceso de descolonización. A partir de los años setenta y acelerado por el carburante del tercermundismo militante generado en Palestina, Argelia, Cuba y otras procedencias, el proceso de «autofundación» de la culpabilidad occidental se va acelerando. Porque lo más significativo de aquel alumbramiento es que nosotros somos sus propios genitores. Aquellos años ven, al unísono, el principio de la emigración masiva desde las antiguas colonias hacia las antiguas metropolíes y la recuperación militante por los excolonizados del argumentario forjado, contra sí mismo, por el excolonizador.
El resultado ha sido desastroso. Los antiguos colonizados han encontrado una inesperada coartada para desistir de todo retorno autocrítico sobre la propia historia. Han renunciado a considerar toda posibilidad de carencias o de responsabilidades propias en sus actuales situaciones. ¿Para qué, si conocemos al culpable ? ¡No para de golpearse el pecho! De hecho el llamado Tercer Mundo y los sectores «progresistas» occidentales se pusieron tácitamente de acuerdo sobre un punto esencial. Las exigencias autocríticas y de ética universal elaboradas secularmente por los europeos debían seguir aplicándose con renovado rigor a su propia historia, mientras las culturas y religiones esencializadas como «víctimas» iban a beneficiarse de una moratoria... indefinida.
De modo que buena parte de la literatura reunida bajo la adscripción de «Estudios Poscoloniales», se entiende la escrita por los excolonizados, es a menudo caracterizada por la fabulación, la autoindulgencia, el resentimiento cuando no la descarada pereza intelectual. Generación tras generación, los descendientes de colonizados exhiben su «genética» para legitimar su derecho migratorio hacia las antiguas naciones colonizadoras. «Yo también tengo derecho a Europa» le decía al reportero un asaltante a la valla de Melilla. Europa es la mítica burra del cuento de los hermanos Grimm. Caga monedas de oro, pero la tienen secuestrada y monopolizada los usurpadores europeos. Es decir que estos deben asumir una doble obligación, la de ofrecer ilimitado asilo y, al mismo tiempo, la de elaborar y proporcionar a sus beneficiarios las municiones intelectuales con que volar el asilo. Ni el propio Nietszche hubiese sido capaz de idear tan retorcidos manantiales para el resentimiento.
Si nosotros somos los culpables esto significa que somos «la» causa de los problemas de los demás. Y así es como nos perciben en la actualidad. Pero la causalidad es general y habría que convenir entonces que en algún momento bien podría producirse una inversión de los papeles. Semejante «causalidad generalizada» no conviene, pues, ni a las «víctimas» ni a los «verdugos». No conviene a las «víctimas» porque relativizaría nuestra «culpabilidad». Pero tampoco conviene a los «verdugos» porque nuestra actual «culpabilidad» es la muy paradójica forma revestida por lo que le queda de instinto de supervivencia a la ruinosa «superioridad» occidental.
Antes expresada mediante los habituales instrumentos de la potencia material y militar, la «superioridad» adopta hoy las formas del «arrepentimiento» y el nihilismo autoinmune. Con tal de seguir siendo los protagonistas, nos significaremos por ser los únicos capaces de autodisolvernos, étnica y culturalmente, en la «Totalidad». No pretendo volver a una concepción orgánica de la sociedad, como en tiempos de Wundt y de Durkheim, pero la paradoja se entiende mejor si consideramos nuestra actual atonía renunciante en términos de etiología patológica. El diagnóstico hablará de astenia colectiva e individual, histórica y sicológica. Dicho de otra manera, hemos renunciado a lo que Spinoza llamaba «conatus». Es decir la propensión que tiene toda entidad viva a «perseverar en su ser». Hemos decidido que el nuestro es espúreo y caduco. Arrogantes hasta en el suicidio, la plenitud del Ser pensamos que sólo la merece el «Otro». Persuadidos de que la historia ha terminado para nosotros, hemos abjurado de su principio motor, que es la inevitabilidad del conflicto.
Occidente es pues el principio y el fin de la fatal causalidad. Hablando como Aristóteles, somos la «causa eficiente» de todos los males. También somos su «causa final», para seguir con el vocabulario del Estagirita. Para quienes se perciben en nuestro espejo, corroídos por el rencor y el sentimiento de fracaso civilizacional, no habrá descanso hasta romper el espejo. Tal mezcla de dependencia económica, fracaso cultural y poderoso resentimiento es muy generalizada y particularmente intensa entre los terroristas islámicos.
El teorema de la culpabilidad occidental se tambalea algo frente a la irracionalidad y la brutalidad de las masacres recientes. No obstante sabemos que cualquiera que sea la magnitud de los crímenes y su inexorable repetición, seguirá teniendo sus valedores. Entre ellos el actual obispo de Roma, hace dos días. Para ilustrar la actual «violencia católica» se sacó de la manga unos ejemplos estúpidos. De «absurdos» los calificó P. Karam, portavoz de los cristianos orientales refugiados en Francia. Los cristianos representaban, en 1948, el 19% de las poblaciones árabes. Hoy son el 6 %.
Al fin y al cabo intercambiables, los fanatismos religiosos e ideológicos, obedecen a unas mismas razones «endotélicas». Es decir que su finalidad no consiste tanto en el ideario que los caracteriza como en una función estabilizadora de nuestra interioridad. Reconocer la naturaleza del horror a que estamos confrontados supondría la conmoción de tener que renunciar a la confortable tartufería, a la mullida idea de que nosotros somos los «malos». El ecosistema mental de la Sumisión culpable no está en condiciones de enfrentar semejante trauma. Antes muertos que lúcidos.
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