Conchita Cintrón
Cuando un toro cárdeno, escurrido de carnes y feo, y herrado con el número 3, cogió mortalmente a «Carnicerito de Méjico», éste saltó la barrera con la extraordinaria fuerza que le caracterizaba y, cayendo junto a mí, regó el ruedo y el callejón con su sangre.
Cuando un toro cárdeno, escurrido de carnes y feo, y herrado con el número 3, cogió mortalmente a «Carnicerito de Méjico», éste saltó la barrera con la extraordinaria fuerza que le caracterizaba y, cayendo junto a mí, regó el ruedo y el callejón con su sangre.
–Conchita –dijo horrorizado–, ¡me ha matado!
Quitándome los zajones, le amarré con sus correas la pierna destrozada. Varios espectadores, un amigo –Martiño Ribeiro– y un bombero le cogieron en brazos y fuimos corriendo hacia la enfermería; pero en la Plaza de Toros de Vila Vicosa no había enfermería. Empezó entonces la tragedia, que acabó a las siete y media de la mañana con la muerte del valiente y simpático matador de toros.
Le acompañé siempre, pues él no conocía a nadie en aquella tierra. Tres bomberos, dos curiosos y yo hicimos una carrera dantesca por el empolvado camino que nos llevaría al hospital. Corriendo entre coches parados, cuyos dueños estaban cómodamente instalados en el tendido, ignorando lo que pasaba fuera del ruedo, llevábamos en una hamaca sobre ruedas la figura ensangrentada de un torero vestido de luces. Mientras corríamos a su lado, yo rezaba con él para darle las esperanzas que perdió desde el primer instante.
–¡Quiero morirme en mi tierra! –decía–. ¡Quiero ver el cielo de mi Méjico y dejan que me muera así!
¡Qué minutos aquellos, que parecieron horas, cuando sobre mis manos, adormecidas de la presión de las correas de los zajones, corría a chorros la sangre caliente de tan generoso compañero! ¡Qué espantosa sensación de inutilidad sentí ante la impotencia para cortar la hemorragia! Por fin, el hospital, ¡gracias a Dios! Aparecieron los médicos y se le hizo una operación de urgencia, pero no había sangre para la necesarísima transfusión. Estaba muy mal, en estado de shock gravísimo.
Como a las once de la noche abrió los ojos. Al verme aún vestida de corto, dijo con interés y cariño:
–No te preocupes; tú tienes que torear mañana. Debes descansar. Yo estoy bien.
Pero al caer en la inconsciencia clamaba por mí:
–No me dejes –decía–, que siento que me muero como «Manolete»...; me voy con él..., ya lo verás. Hace un mes le mandaba mi pésame a su pobre madre... «Señora –decía el telegrama–, lo siento...»
Padecía yo la desesperación de no poder tranquilizarle... ¿Cuándo llegará la sangre para la transfusión?
Padecía yo la desesperación de no poder tranquilizarle... ¿Cuándo llegará la sangre para la transfusión?
Era cerca de las siete de la mañana cuando me dijo:
–¿Sabes? No más le ruego a Dios
que me dé valor.
Protesté:
–Pero, José, tú vas a mejorar; si no tienes nada.
Haciendo una mueca, consiguió guiñarme un ojo, sonriéndose:
–Lo siento... –repitió como en sueños–; lo siento por mi mujercita y por mi madre.
Le habían aplicado suero y plasma. ¿Cuándo llegaría la sangre?
Momentos más tarde, al quererle arreglar las almohadas, mientras Asunción iba a buscar el oxígeno, se quedó inmóvil. En ese momento entró el gran cirujano doctor Jardín, que había venido desde muy lejos para hacerle una transfusión de sangre.
A las ocho de la mañana estábamos frente a su cuerpo, en una pequeñita capilla, rezando por su alma, aunque no podíamos creer en su muerte. Llorábamos todos, aunque de agotados ni lágrimas teníamos.
Y a las cuatro de la tarde estábamos casi todos los de la capilla en el patio de cuadrillas de Portalegre: La música lejana tocaba un pasodoble y oíase el cascabeleo de las mulillas inquietas...