Francisco Javier Gómez Izquierdo
En mis visitas a los Montes de Toledo he encontrado paisajes y personajes tan interesantes que pareciera estar repasando la Historia de España que uno recuerda de tierno infante y que nunca ha leído en los libros. Dicen que la Historia es el recuerdo de lo vivido y sentarse en una cantina de la Siberia extremeña o los Montes de Toledo ante unos huevos fritos y un tasajo de venao charlando con los parroquianos, nos lleva a los 70. A la infancia. A la “beceñada” e ir a por las vacas al prao Valdemama. A una España campesina y trampera que guisaba conejos a tercer día y se hartaba de cangrejos por agosto. A una España que despreciaba los chulitos de capital que venían a los cotos de los pueblos con sus arreos de matar ciervos y jabalíes y presumían de repetidora ante perreros y gañanes. Reconozco que disfruto en estas cuatro esquinas de Cáceres, Badajoz, Toledo y C. Real, a las que he llegado por vía meática.
En una de esas promesas que hace mi doña y que me toca cumplir a mí, estuve andando hace una decena de años y durante varios días de septiembre, más de cien kilómetros por las reservas de los pantanos extremeños y al llegar a un pueblo del que por discreción ahorro el nombre sorprendimos a media docena de muchachuelos intentando quemar a un niño ruso. Entre los niños, los viejos, el alcalde, la posadera -en el lugar sigue existiendo La Posada- y los cantineros no juntaban mas de 200 personas y eso que acababan de celebrar las fiestas. En realidad, más gente que en mi pueblo de la Demanda.
-Donde alojó el alcalde a los músicos el día del patrón que les aloje a ustedes.
Así nos recibió la posadera, con lo que el alcalde nos ubicó en unos cuartos encima de la taberna “..donde dormía Franco cuando venía a cazar”.
Éste podría ser uno de los pueblos a los que iba a decir misa un párroco singular que tenía soliviantado a un forestal con el que tomo botellines de vez en cuando. Me dice el guarda que recelaba de la afición por la oración y meditación en el campo a la que era tan dado el cura y que cada vez que le sorprendía entre las encinas de lo que aún no era parque de Cabañeros, el clérigo se justificaba con lo mucho que tenía que orar ante Dios por el alma de tan malos cristianos, y que prefería la soledad del campo que tanto aliviaba su pesadumbre.
-Hasta que lo pillé.
Rafael, nuestro guarda, acechó al párroco durante varios meses hasta que lo sorprendió en plena flaqueza cinegética.
- .... pero más me sorprendí yo cuando vi el ingenio que se había fabricado. No supe reaccionar, pero después de mucho hablar y mucho sermón y como el cura ya tenía cierta edad le convencí de que el arma se la compraba por cinco mil pesetas -el episodio fue en 1975- y que la iba a guardar de recuerdo.
He estado en la zona éstos días y el compadre Paco me hace unas fotos de “la escopeta del sacerdote”, después de que Rafael haya presentado a las autoridades el artilugio artesanal de extraordinaria precisión que guarda como oro en paño.
Esplendor de La Siberia extremeña
Hace una semana