martes, 2 de abril de 2013

En la muerte de Jess Franco



José Ramón Márquez

Si uno se aficionó al cine fue por gente como Jesús Franco.  Luego vino lo demás, cuando nos enseñaron a golpe de Filmoteca que el cine podía ser pedante, ridículo, intelectualoide, aburridísimo e incomprensible. Por esos caminos también transitamos, cosas de la juventud, hasta que nos plantamos.

Leí una vez una biografía de Jesús Franco, acaso una publicación de esas de los festivales, en la que se relacionaban sus innumerables seudónimos en sus más de doscientos filmes; de ellos el más famoso es el de Jess Franck y el más desconocido el de Yogourtu Ungue. Sonoros seudónimos para el hombre que te pagaba algo más de dinero si aportabas al rodaje tu propio caballo, que trabajó con Orson Welles y que está en la Historia del Cine por haber dirigido una enorme cantidad de películas con  zombies, vaqueros, tías buenas, mafiosos, asesinos o vampiros. Jess Franck hacía el cine que a uno le gusta, cine para los que somos seguidores de la estela que  sembraron  Méliès y Mack Sennett.

Jesús Franco fue alumno del Instituto Ramiro de Maeztu, donde también recalaron Paul Naschy y quien firma estas letras, que se convierte en el auténtico vivero de la Serie B española e internacional, porque tanto Jesús Franco como Jacinto Molina cosecharon casi más éxito fuera de nuestras fronteras que en España.

A diferencia de las jóvenes generaciones, las que proceden generacional o intelectualmente de las detestables ‘Conversaciones de Salamanca’ -con alguna notable excepción-, Jesús Franco vivió bastante alejado de los vericuetos de la subvención y del pesebre institucional. En Estados Unidos habría sido considerado un genio. En España fue eso que muchos se llaman y tan pocos lo son: un director de cine.

 Que la tierra le sea leve.