martes, 2 de abril de 2013

El cementerio de Colmenar Viejo



José Gutiérrez Solana
Dos pueblos de Castilla, 1925

El cementerio de Colmenar Viejo está en las afueras del pueblo, rodeado de la sierra, en sitio elevado y ventilado contra los fétidos miasmas. El único árbol que tiene se mueve resonante con el viento que sopla como si viniese del mar. Aquí están enterradas las familias más antiguas y nobles de Colmenar; en sus sepulturas de mármol blanco, con barras de brillante metal, se leen los nombres familiares con una insistencia que asusta. Atraen mi vista dos sepulturas blancas y juntas de los niños Eduardo y Gonzalo Ortega, que fallecieron en 25 de noviembre de 1875 y 28 de agosto de 1878. Hay otras tumbas de piedra negruzca por el tiempo y olvidadas, y las cruces corrientes, unas de palo, recién pintadas, otras de mármol, y las de hierro, todas completamente olvidadas, que nadie se acuerda ya de ellas. También se ven varias fosas de tierra donde han brotado pequeñas flores. Aquí estaban enterrados dos amantes que se suicidaron juntos. Si pudiesen pasar las cosas como en una cinta cinematográfica, les daría vida a estos y se verían paseando unidos de la mano, entre las flores del jardín de un cementerio, ajenos al fin que les estaba destinado.

En el muro de la capilla de este cementerio hay una sepultura con una escultura de un ángel abrazado a la cruz y una corona en la mano. Este nicho es propiedad de una señora encopetada. Hay también un panteón nuevo, con una puerta negra de hierro empavonado, con cruces doradas y dos cipreses plantados a la entrada como dos guardianes. En el frontispicio se lee:

FAMILIA AMORES.

Hay otros nichos más modestos, en construcción. Por un agujero se ven los tablones que sostienen los andamios y una escalera, pues dentro están trabajando los albañiles. En algunos ventanos parece que se van a asomar unos esqueletos.

Los muros de fuera de este cementerio están llenos de los excrementos de los pobres que recorren estos contornos, y que, como viajeros y hombres prevenidos, hacen el cuerpo cuando entran o abandonan el pueblo, quedando libres de carga.

Por estos senderos hay muchos agujeros con la tierra levantada formando una valla alrededor. Son hormigueros que se suceden en fila. Sus hormigas, muy grandes, andan pegadas unas a otras, como un tren transportando briznas de trigo, algún escarabajo seco al sol con todo el abdomen hueco, comido ya por otros bichos.

Al dar la vuelta al muro trasero del cementerio, tropieza nuestra vista con un espectáculo macabro: unas cuantas carroñas y esqueletos de los caballos muertos en las corridas, hermanos de los esqueletos del cementerio, de los difuntos vecinos de Colmenar. Se componen estos restos de muchas patas sueltas, contraídas; cascos sueltos, negros, como un zapato viejo, con los clavos de las herraduras, remachados. Algún trozo de pierna con su correspondiente casco, ha quedado al secarse, amojamado, de un tamaño inverosímil. Hay muchas cabezas sueltas, algunas en esqueleto, con los huecos agujeros del cerebro; la cavidad de los ojos muy negra, con muchos colmillos y dientes amarillos y de gran tamaño; las quijadas, muy abiertas, tienen una mueca de risa o de gran tristeza,  de difunto que se queda con la cara muy larga y adormilada, de perpetuo holgazán. Tirados aparecen los huesos que aún conservan algo de carne negruzca en tiras, trozos de espinazo y costillas. Son estos huesos muy blancos, como si fueran de yeso, los que están secos, y rojizos por la sangre los que todavía están frescos, en los que hierve y bulle la gusanera.

También aparecen los restos enteros de un caballo; todo el esqueleto, que ha quedado suelto al faltarle los ligamentos de la carne, está como empotrado en la tierra; por los huesos blancos corren las hormigas y por los ojos andan enroscados, como si estuviesen luchando, dos grandes y largos gusanos, que después de separarse dan grandes saltos y botes con el cuerpo, como dos volatineros.
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J. R. M.