lunes, 29 de octubre de 2012

Victorino, el toro

El perrillo de Fermín Mondaraiz Mosulén, émulo del Perro Paco,
 tratando de animar al Belador para volver a los corrales tras su indulto
Corrida de la Prensa 1982
 
 José Ramón Márquez

Yo creo, y si me equivoco que me corrijan, que fue en 2009 cuando Victorino Martín tocó fondo. La decepción tremenda que llevó aquel año la A cornada a las importantes citas de Sevilla y de Madrid, donde fueron despedidos los toros a silbidos, y el tono general de la vacada durante aquella temporada nos sumió a los seguidores de esta ganadería en una inquietante incertidumbre, preludio de nada bueno. Y tras eso, como si lo anterior hubiese sido una malhadada premonición, se produjo la ausencia: dos años consecutivos sin venir a Madrid.

Es importante que se entienda bien la especial significación que tiene Victorino Martín. La cosa empezó a lo grande con su presentación como ganadero en Madrid en una corrida de toreros modestísimos en agosto de 1968 en la que los toros, en la certera opinión que publicó Andrés Travesí en ABC, además de ir veinte veces al caballo tuvieron genio, poder y rasgos de bravura, a excepción del cuarto, que manseó en varas. Desde aquel momento  la divisa azul y roja ha sido la seña de identidad, por no decir el clavo ardiendo, para una legión de aficionados, pues Victorino Martín ha sido la constante demostración de que el toro de lidia fiero, encastado y serio existía en la realidad y no era algo de las láminas de Perea. Es muy revelador el que ya Andrés Travesí incida en este crucial aspecto en la citada crónica de la primera corrida de toros de Victorino en Madrid.

Porque lo que Victorino trajo y de lo que, con los matices que se quieran poner, no se ha apeado de manera notoria hasta la actualidad es en el hecho de mantener una innegable fidelidad a una línea que proclama que más allá de las decadentes visiones del toro, del pobre toro,  animal reducido al papel de comparsa, de ‘materia artística’, de arcilla sobre la que se esculpe ese neotoreo que se hace a base de posturas aflamencadas y chulescas, existe el toro auténtico que declara inequívocamente las inmutables verdades de la seriedad y el cuajo, que pregona con su fiereza y con su presencia el honor de su divisa y que exige a los toreros decoro, respeto, valor y conocimientos.

Y esto, para aumentar el propio mérito, lo ha hecho Victorino Martín poniendo a sus toros a divulgar su verdad ganadera en las grandes ferias, en las plazas de importancia, incluso al final en la mismísima Sevilla, tan de los suyos. Quiere hacerse notar con esto que la trascendencia del ganadero Victorino no es algo que nazca del reducido boca a boca de aficionados más o menos enterados, ni del anuncio de su ganado en exclusivas citas toristas, ni de lidiar en minúsculas plazas del sur de Francia o en corridas semi clandestinas a las que se acude en peregrinación al reclamo de tal o cual pequeña ganadería o mítico hierro en trance de desaparición, sino de su presencia en las grandes Ferias, Madrid la primera, compitiendo de tú a tú contra las corrientes dominantes del juampedrismo et alt., poniendo con harta frecuencia el adecuado punto de comparación entre lo que debe ser el toro de lidia, cuando se le respeta, frente a lo que nunca debió llegar a ser.

En este año doce, para nuestra ventura, ahí hemos tenido a Victorino campando de nuevo por sus fueros. Llama la atención que cuando tantos se han rendido a la prescindible verdad modernesca de un torero que se trae los toros bajo el brazo, toros nimeños a los que se indulta por el dudoso mérito de dejarse hacer de todo y de saltar al callejón, cuando para tantos aficionados la verdad del toreo es ya sólo la admiración de un femenino cimbreo de cintura, de un mohín o de unas posturas, cuando el torero artista ha devenido en una ridícula flor de invernadero, Victorino Martín Andrés, ganadero de toros de lidia, ha llevado por esas plazas a sus toros para proclamar la buena y eterna nueva del toro que impone su seriedad, en una temporada que abarca desde Castellón, en dos notables mano a mano ganaderos con Miura y con Cuadri, hasta Úbeda, con un toro que fue indultado sin siquiera haber intentado saltar al callejón, comportamiento nada nimeño.

Y entre medias, entre marzo y octubre, la corrida de Sevilla, la de Valencia, la de Madrid, la de Santander, y los toros de concurso en Bilbao y Logroño, que hayamos visto con estos ojitos, y las que por unas cosas u otras nos perdimos, especialmente la de Bilbao, con Urdiales, la de Logroño, de nuevo con la torería de Urdiales, y la de Gijón con Cid y Uceda a hombros. Toros y toreros, lo que nunca debió dejar de ser esto.

 Detrás de esta larga, fecunda, historia ganadera se encuentra el hombre que este año ha cumplido los cincuenta y un años ganaderos desde que lidió su primera corrida de toros, que es un año más de los que tuvo don Vicente José Vázquez su histórica vacada seminal (1780-1830), el hombre que fue paseado a hombros en Madrid en la llamada ‘corrida del siglo’, feria de San Isidro de 1982, el ganadero que crió al Mediaonza, al Baratero, al Belador, al Jaquetón, al Bodeguero, al Pobretón, al Ventolero, al Director, por decir unos cuantos toros mitológicos, el ganadero que en este año doce puso en la plaza de Gijón al toro Pastelero, pura reivindicación del toro de Albaserrada, del toro de lidia, del terror.

¡Y al cuerno lo del avión!