EL TRIUNFO (PERIODÍSTICO) SEGÚN RUANO
Ignacio Ruiz Quintano
Abc
A Ruano, uno de los manes protectores de esta Casa, las
fiestas de Nochebuena le revolvían aguas podridas en el recuerdo, y en esas aguas le parecía ver flotando al bello César arrogante de veinte, treinta años atrás. «Veinte, treinta años de batalla diaria, de trabajo sólo atenuado por el trabajo de una falsa disipación, para llegar a esto: a tener frío junto a la chimenea, a tener que escribir sin ganas, seco, con los nervios de punta, un artículo para que la criada lo lleve, y traiga rápidamente el dinero que se está esperando. ¡Y a esto, Dios mío —exclama el enorme funebrista—, se le llama por los cafés haber triunfado! Si le quedara a uno risa, darían ganas de reír». Pero es luz, no risa, lo que falta a Ruano en este trance. Bergamín tiene a todo el mundo avisado de que la tradicional incredulidad española —disfrazada de impío y ateo catolicismo costumbrista («ateísmo práctico» de los católicos españoles, según el liberal Menéndez Pelayo)— es el miedo a la luz —a esta intensísima luz de España— que quema los ojos, y el pensamiento, de verdad, de su verdad.
EL QUE QUIERA VER MI MUERTE / TRAIGA UNA LUZ ENCENDIDA
Desde su destierro, un viejo político español reprocha a Bergamín que hubiese vuelto a España: «Por lo visto el autor de la bella frase: España Peregrina, se ha cansado de peregrinar». Bergamín le contesta con un dicho de Lope: «El peregrino en su patria», y explica que, desde que ha dado con sus huesos en España (y sin prisa por enterrarlos definitivamente en ella), andan por sus recuerdos las más bellas imágenes vivas de otras bellas frases españolas. Entre muchas, aquellos dos versillos del Romancero: «el que quiera ver mi muerte / traiga una luz encendida». ¿No era «un poco de luz y no de sangre» lo que pedía el perrillo de Cervantes, alerta al olorcillo de los mataderos? Al olorcillo de esa sangre que hace al hombre, como al animal, feroz cazador de la vida, del tiempo, de la luz. Primero que paz, luz.
Ignacio Ruiz Quintano
Abc
A Ruano, uno de los manes protectores de esta Casa, las
fiestas de Nochebuena le revolvían aguas podridas en el recuerdo, y en esas aguas le parecía ver flotando al bello César arrogante de veinte, treinta años atrás. «Veinte, treinta años de batalla diaria, de trabajo sólo atenuado por el trabajo de una falsa disipación, para llegar a esto: a tener frío junto a la chimenea, a tener que escribir sin ganas, seco, con los nervios de punta, un artículo para que la criada lo lleve, y traiga rápidamente el dinero que se está esperando. ¡Y a esto, Dios mío —exclama el enorme funebrista—, se le llama por los cafés haber triunfado! Si le quedara a uno risa, darían ganas de reír». Pero es luz, no risa, lo que falta a Ruano en este trance. Bergamín tiene a todo el mundo avisado de que la tradicional incredulidad española —disfrazada de impío y ateo catolicismo costumbrista («ateísmo práctico» de los católicos españoles, según el liberal Menéndez Pelayo)— es el miedo a la luz —a esta intensísima luz de España— que quema los ojos, y el pensamiento, de verdad, de su verdad.
EL QUE QUIERA VER MI MUERTE / TRAIGA UNA LUZ ENCENDIDA
Desde su destierro, un viejo político español reprocha a Bergamín que hubiese vuelto a España: «Por lo visto el autor de la bella frase: España Peregrina, se ha cansado de peregrinar». Bergamín le contesta con un dicho de Lope: «El peregrino en su patria», y explica que, desde que ha dado con sus huesos en España (y sin prisa por enterrarlos definitivamente en ella), andan por sus recuerdos las más bellas imágenes vivas de otras bellas frases españolas. Entre muchas, aquellos dos versillos del Romancero: «el que quiera ver mi muerte / traiga una luz encendida». ¿No era «un poco de luz y no de sangre» lo que pedía el perrillo de Cervantes, alerta al olorcillo de los mataderos? Al olorcillo de esa sangre que hace al hombre, como al animal, feroz cazador de la vida, del tiempo, de la luz. Primero que paz, luz.