miércoles, 24 de junio de 2009

RODRÍGUEZ EN TOGO


Si esto lo hubiera sabido Rodríguez, no hubiera expuesto su vida de forma tan temeraria:

“El profesor Eliu Thomson, sabio norteamericano muy conocido, desde hace tiempo se dedica a fundir cuarzo en horno eléctrico, con el fin de obtener cuarzo perfectamente transparente y sin burbujas, para poder construir un objetivo de anteojo astronómico de grandes dimensiones.

”El pasado verano, el sabio experimentador comprobó un fenómeno muy curioso. Cuando el horno trabajaba a plena carga, zumbaba a frecuencia de sesenta períodos. Atraídos los mosquitos que abundaban en las cercanías del laboratorio por el zumbido que confundían con el reclamo de las hembras, todos los machos se precipitaban hacia el horno, y perecían carbonizados en él; los obreros que trabajaban en la sala del horno no eran molestados lo más mínimo, pues es sabido que los mosquitos hembras no pican.

”El profesor indica la posibilidad de destruir así los mosquitos. Atrayendo a los machos por medio de una llamada artificial, se les podría destruir en masa. Las hembras quedarían solas y la especie cesaría de multiplicarse tan rápidamente.”

(Publicado en Ondas, órgano oficial de Unión Radio, el 15 de Octubre de 1932)


El genial Fernando Villalón, de cuya vida y milagros sabemos por la maravillosa biografía de su primo Manuel Halcón, propuso “capar a los machos” para acabar con la plaga de langosta que asolaba el campo andaluz. Pero... ¿en qué ley venía eso?



A este propósito, escribe Wenceslao Fernández Flórez:

“Somos grandes elaboradores de leyes. Puede decirse que la ley es una secreción natural y abundante del alma española. Producimos leyes con extraordinaria facilidad; leyes acertadas, muchas veces repletas de asombrosa sabiduría. Repasando nuestra legislación, parece absolutamente imposible que la injusticia y la incomodidad puedan existir entre nosotros. Pero, en extraña compensación, no atinamos después a plicarlas debidamente.

”El paradigma más afortunado de esta peculiaridad española puede ofrecerse recordando lo que, durante nuestra dominación, ocurrió en la isla de Cuba con la fiebre amarilla.

”La fiebre amarilla costaba numerosas existencias. Condolidos, los Gobiernos de la metrópoli se preocuparon del grave problema para buscarle atenuación. Hombres especializados concurrieron con el presente de su ciencia médica; otros hombres ilustres adaptaron aquellas aportaciones al molde legislativo. Nació una ley magnífica. Se publicó en la “Gaceta”. Esperamos.

”La fiebre amarilla continuó matando gente.

”Se volvió a meditar; se escribieron interesantes disposiciones complementarias...

”La fiebre amarilla no cedió.

”Más disposiciones.

”Más fiebre.

”Nadie se explicaba aquello. Los sabios juraban que aquí y acullá, en países donde se habían adoptado anteriormente aquellas mismas precauciones –y aun algunas menos– la fiebre había acabado por desaparecer. Se enviaron Comisiones, que cobraban unas dietas fantásticas, para que informasen de si realmente la fiebre amarilla de Cuba era de otra especie que la fiebre amarilla del resto del mundo, y volvieron diciendo que se parecía tanto como una pulmonía a otra pulmonía, y que no había ninguna razón para que no cediese ante las medidas científicas adoptadas.

”Sí; las habían leído. Y habían elogiado al Gobierno español.

”La gente, mientras tanto, continuaba muriendo.

”No había más que una explicación: la de que aquellos malos patriotas, imbuidos ya de ideas separatistas, se dejaban atacar por la fiebre amarilla para desprestigiarnos. Contra esto nada se podía hacer. No obstante, disparamos contra el mosquito portador de gérmenes nuevos decretos tan excelentes, que causaron el asombro de dos o tres Congresos científicos, y fueron elogiados en numerosas revistas médicas.

”La fiebre tuvo un recrudecimiento.

”Se veía bien claramente que la resistencia del mosquito tenía todos los caracteres de la insurgencia, y llegó un tiempo en que algunos periodistas llegaron a insinuar debidamente la idea de que, sin duda, o los mosquitos no leían la “Gaceta”, o estaban en franca rebeldía contra el Gobierno de la metrópoli. Esta atrevida teoría no llegó a tener estado oficial, porque, naturalmente, publicada una ley, es imposible pensar que no tenga eficacia porque se oponga a ella un mosquito o un millón de millones de mosquitos. La ley es la ley, y desde que aparece en la “Gaceta” comienza a surtir sus favorables efectos. Así como basta arrojar un saco de “polvos de gas” en un río para que las truchas se atonten y se dejen coger, así basta publicar una ley con letra bien clara para que todo el mundo comience a sentir sus efectos.

”Y seguimos lanzando leyes –como quien tira bolitas de papel– a la cabeza de la fiebre amarilla. Y la fiebre amarilla, impasible.

”Hasta que llegaron los yanquis.

”Los yanquis no dictaron ninguna ley. Hicieron una cosa pequeñita, menuda, sin ciencia, sin capítulos, ni artículos, ni preámbulos.

”Sencillamente, mataron los mosquitos.

”Y así acabó la fiebre.

”Esto puede probar que el mundo carece de sensibilidad para las obras de la inteligencia. En verdad, parece mentira que la Naturaleza se resista a una colección de leyes magníficas votadas en un Congreso y se doblegue ante los efectos de un poco de petróleo esparcido en los charcos y en los terrenos pantanosos.

”Pero... así es, y no queda otro recurso que resignarse.”



(De La Constitución y su aplicación práctica, en ABC, 29 de Noviembre de 1931)