martes, 20 de marzo de 2012

Cádiz

“Señorita del mar, novia del aire”


Francisco Javier Gómez Izquierdo

En los pueblos de la Demanda, cuando niños -años 60 y 70-, nuestros abuelos y nuestros padres nos reñían con un “se acabó tanto viva la Pepa”, y cuando empezamos a distinguir el constitucionalismo occidental, comprendimos que una Constitución que dura dos años puede ser digna de mención, pero no de devoción.

Una Constitución son principios incuestionables y no artículos ocurrentes, y así he pensado hasta ayer. La verdad es que sigo pensándolo a pesar del atracón de incienso en memoria de 1812.

Lo que no es discutible es el acierto de los constitucionalistas de la época por elegir Cádiz como símbolo de la libertad. No hay ciudad como Cádiz, a la que acudo siempre que puedo, ni encontrará usted ingenio en España que se iguale al de un gaditano del común. Cádiz es un continuo buscarse la vida, un espíritu solidario como de tribu amenazada y un escepticismo hecho arte. Pasear por Cádiz es una delicia que no cuesta dinero y en su paseo le asaltarán pequeñas sorpresas que se llevaban en otros tiempos y que evitaban miserias en los corazones.

En Cádiz me he llegado a encontrar con Rubalcaba y sus guardaespaldas en una calleja sin público, con el difunto Carlos Cano entre “las chuminás de la plaza Mina”, con doña Teófila y su marido, del que hay una leyenda urbana que dice que no existe, y hasta llegué a creer que me dedicaban una calle agradeciendo mis visitas. Cádiz es El Dorado de mi jubilación y me alegra mucho que ayer, día de San José, hablaran tan bien de la que ya tengo por mi casa.

Ilustrado de 1812. Nació en Motril, y dividió las provincias

La alcaldesa platicando con Juan en Santa Catalina