@LinaTono
La búsqueda de un álbum de Mongo Santamaría lleva a esta joven cronista a adentrarse en el activo comercio de elepés del centro de Bogotá. En medio de locales diversos, recientemente convertidos en templos de la nostalgia, una excepcional zapatería y su gigantesca colección trazan el rumbo de esta pesquisa melómana.
Lina Tono
1.
Sobre la estantería, donde estaban “los quesos” –como llaman los clientes caleños a los zapatos de cuero blanco–, encontré un disco de vinilo en cuya carátula, corroída por los años, aparecía un retrato a color del gran conguero Mongo Santamaría. En la ilustración se veía la nariz de berenjena de Monguito y sus falanges, envueltas en gasa blanca y suspendidas en el aire, a punto de darle otro batacazo al cuero.
Ese disco, que encontré a principios de este año en una extraña zapatería del centro de Bogotá, era una edición del sello discográfico Vaya que incluye, entre otros éxitos, “Mambomongo”. Esa canción fue por muchos años el cabezote del programa radial de salsa y música afrocubana El Túnel del Ritmo, que yo sintonizaba en mi grabadora todos los viernes y sábados por la noche, cuando el 99.1 de la FM todavía era el número de la Radiodifusora Nacional en el dial. El hallazgo de ese álbum me recordó una búsqueda que había comenzado doce años atrás.
Era julio de 2002 y empezaba mi carrera universitaria en Bogotá. Tenía apenas 18 años, pero ya había firmado un pacto de vida con Ramón “Mongo” Santamaría: yo me aguantaba los trayectos de una hora hasta la facultad, apretada entre un bus del demonio, y él sonaba en mis audífonos para distraerme de todo eso. A mí la rutina universitaria me hacía sentir muerta, pero él golpeaba el batá para devolverme los latidos.
Por esa época el discman era el aparatejo de moda. Mi papá me había regalado uno Sony apenas comencé el primer semestre. Al discman solo le cabía un cedé, así que todas las mañanas, antes de salir de casa, yo elegía el que escucharía a lo largo del día, una y otra vez.
Durante una semana escuchaba, por ejemplo, la compilación Latin Jazz de Philips publicada en 1984. Fue uno de los primeros discos de ese género que se vendieron en Colombia y yo se lo había robado a mi papá para poder oír el primer track tantas veces como pudiera. Era una versión sofisticada del clásico cubano “El manicero”, interpretada por el trompetista Alfredo “Chocolate” Armenteros.
Otra semana le tocaba el turno a alguno de la colección The Colors of Latin Jazz que había ido comprando de a poco con mi mesada de primípara. A veces me llevaba el Papa Gato de Poncho Sánchez, en otras ocasiones el Roots of Acid Jazz de Cal Tjader y algunos días me iba repicando con los dedos sobre la ventana al compás de “Fried Neckbones and Some Home Fries”, una canción tenebrosa de Willie Bobo que estaba incluida en una compilación del sello The Verve.
Pero mi preferido era Soy yo, un disco de Mongo Santamaría que me pasó Ángel Loaiza, un buen amigo peruano, en un intercambio afortunado de música.
Cuando llevaba ese disco a la universidad solía quedarme repitiendo una y otra vez el quinto track, una canción llamada “Mayeya”, en la que Charlie Palmieri toca el piano como si quisiera aflojarle las rodillas a un islandés.
“Mayeya” no es otra cosa que “Yemayá”, pero dicho al revés. Así se refieren los yorubas cubanos a la señora madre de todos, a la dueña del mar y la fertilidad, a la diosa que bendice con sus curvas de sirena a las embarazadas y a los navegantes.
En Cuba no resulta extraño escuchar a los babalaos embolatando el nombre de su diosa mientras le rezan y le bailan. “Agüita pa Mayeya”, dicen unos; “un bembé pa Yemayá”, suspiran otros.
Cantos como estos se han entonado desde principios del siglo XX y con el tiempo han transitado entre los caminos del guaguancó, la rumba y el son, en versiones escritas por diferentes músicos y agrupaciones de la isla.
Sin embargo, la versión más conocida fue compuesta en 1928 y bautizada “No juegues con los santos” por Ignacio Piñeiro. Su banda, el Septeto Nacional, fue la primera en interpretarla en los bailes de la época y desde aquel entonces se tocó tantas veces en la isla, que terminó por convertirse en un clásico que luego cantarían Andy Montañez y la Dimensión Latina y que perpetuaría en toda la región La Sonora Ponceña.
Pero –hay que decirlo– la de Monguito es otra “Mayeya”. Es la reinterpretación de un canto dedicado a Eleguá, el dios yoruba de los collares rojos y negros.
Aunque posiblemente Monguito y su esposa Ileana Mesa –quien le ayudó a componerla– se hayan inspirado en la canción de Piñeiro para escribir su versión, y aunque ambas están dedicadas al tema de la santería, resultan diferentes cuando se escuchan una después de la otra: la de Piñeiro tiene letra y respeta las leyes del son cubano. La de los esposos Santamaría es necia, atacada, y su estructura está más circunscrita al jazz latino que al son puro y duro.
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De adolescente, tenía la costumbre de pasear los domingos por el mercado de las pulgas de la calle 24 con carrera séptima, en el centro de Bogotá. Siempre que caminaba entre los chécheres pasaba por puestos en los que vendían discos de vinilo. A mis 15 años nunca había escuchado música saliendo de esos platos negros y solo pensaba en ellos como trastos que uno se lleva a la casa y después no sabe dónde poner.
Varios años después, pasé algunas temporadas de verano en Nueva York y Chicago, y fue por esa época que comencé a entender qué tanto se traían esos elepés entre surco y surco.