jueves, 3 de octubre de 2019

Consideraciones Post Mortem


Chirac el "franchouillard"


Jean Juan Palette-Cazajus

Sin duda tenía que haberle dedicado una pequeña necrológica a la muerte del ex presidente francés Jacques Chirac. No lo hice porque el fin de semana me tuvo ocupado en rematar (en todos los sentidos de la palabra) mi improbable saga ecologista. También porque me enteré de un aspecto del personaje que provocó un fuerte impacto en la línea de flotación de mi biculturalidad. Pero la manera con que fue autoengendrándose y creciendo a lo largo de las horas el sentimiento de casi unanimidad nostálgica hacia la memoria del ex mandatario, suscitó en mí algunas apostillas “a toro pasao”.

Chirac era un hombre particularmente culto. Tal vez más que el propio Mitterand que siempre gozó de un aura de intelectual refinado y exquisito literato.  Pero para muchos franceses Chirac era el típico “franchouillard”. La palabra designa un personaje equivalente al llamado “españolazo”, alguien que alardea en dosis excesivas de lo que se presume más típico y tópico en su nación de procedencia. Lo veían como el campechano que da palmadas en el culo de las vacas, como un “serial follador” (“cinco minutos, ducha incluida” decía la maldad popular), buen comedor y mejor bebedor. En realidad era un francés profundamente atípico. Estaba empapado de cultura etnológica, particularmente china y japonesa. Siendo todavía alumno de instituto, hacía novillos tardes enteras en el emblemático Museo Guimet, emporio de las artes asiáticas. En plena sesión general de las Naciones Unidas la cámara sorprendió a un Chirac indiferente al debate y enfrascado en el escrutinio de una estampa china. Con motivo de la inauguración de una exposición y aquejado el guía oficial por una extinción de voz, Chirac se encargó de los comentarios con altura de especialista. Él fue el impulsor del espléndido Museo del Quai Branly, consagrado a las civilizaciones no europeas, que también lleva su nombre. En su momento fue algo que me indignó: ese museo sólo podía llevar el nombre de Claude Lévi-Strauss. Sigo pensando lo mismo, pero admito que no está del todo usurpado el nombre de Chirac.

En el museo que lleva su nombre

De modo que se pudo decir que mientras los adolescentes esconden revistas porno detras del libro de matemáticas, Chirac era capaz, con tal de preservar los réditos de su imagen de “bon vivant”, de tapar una revista de arte detrás de otra pornográfica. En el fondo era un relativista cultural. Le dijo una vez a un íntimo que él solo se sentía occidental por nacimiento. También tenía mucho interés por las culturas precolombinas e indoamericanas, sobre todo la taína. Hasta el punto de que, por lo visto no soportaba el personaje de Cristóbal Colón y tenía una idea mitigada de la conquista española. Me enteré estos días de que había tenido cierto desencuentro telefónico sobre este tema con el rey Juan Carlos con motivo de las celebraciones del 1992. No creo que tuviese animosidad alguna contra España. Simplemente un lamentable desconocimiento, como fue el caso de todos los presidentes franceses. Tema demasiado serio para abordarlo aquí. Sólo una sugerencia entre las posibles. Conozco bien una estación del suroeste de Francia donde hay una lápida que dice: “Desde esta estación, en 1914 y 1939, salió el 18 Regimiento de Infantería hacia el Frente del Este” ¡Hacia el Frente del Este! Sin mayor especificación geográfica. Para Francia, durante toda la modernidad, el enemigo llegó del noreste trágico. Los propios tercios que vapulearon a los franceses en San Quintín también venían del noreste. Siempre obsesionada por “la línea azul de los Vosgos”, Francia se olvidó de España. Las cosas están cambiando mucho, pero persiste la posibilidad del malentendido.

Con el rey Juan Carlos, 2006

Pues sí, me dolieron aquellas revelaciones. Porque yo, como todo el mundo, era sensible a la humanidad del personaje. Más o menos como uno, era incapaz de identificarse con ningún bando y era, según los días, un socialdemócrata dubitativo, un conservador reticente, un laico exigente, pelín relativista, profundamente desengañado y consciente del declive de Francia y de Occidente. Consciente también de que nuestras naciones se construyeron como un cuadro al óleo, desde una percepción básicamente estética, frágil y perecedera de la historia y de la geografía, como una construcción mental. Sí, estética es sin duda la palabra clave. También era absolutamente reacio a la indigencia intelectual, al peligroso simplismo de las recetas reaccionarias: la familia vetó la presencia de Marine Le Pen en el funeral.

Fachada de la iglesia de San Sulpicio

Cinco días duraron las honras fúnebres durante los cuales iba creciendo en la calle y en los medios un sorprendente clima de nostalgia unánime. A todos el balance político del ex presidente se la refanfinflaba. Los entrevistados, prestigiosos o a pie de calle, coíncidían en la persona humana, “encarnación de una Francia que no volvería”.  Lo que todos echaban de menos era un modo de vivir y de convivir. Desde Enero de 2015 y las movilizaciones provocadas por los atentados de Charlie-Hebdo, tras los atentados de noviembre del mismo año, tras la tragedia de Niza, el 14 de julio de 2016, tras la sorprendente emoción suscitada por  la muerte y las exequias del cantante Johnny Halliday, tras el incendio de Notre-Dame en abril de este año y ahora con la muerte de Jacques Chirac, siempre surge del país profundo la misma premonición que dice confusamente que la nación va dejando de ser lo que era y que lo que viene nada tiene que ver con lo realmente deseado. Nostalgia absurda y falsa como todas las nostalgias, porque los pasados estuvieron llenos de miserias y de catástrofes pero cada una de las conmemoraciones citadas sirvió para que frente a la monótona corrección política de todos los “discursos” oficiales, se sintiera en cada ocasión una honda vibración, salida de las tripas del país y que decía un mismo “sentimiento” orgánico: “no queremos ser lo que ineluctablemente sabemos que vamos a ser”.

Todo en la ceremonia fúnebre parecía una versión zombi del funeral del general De Gaulle en 1970. Fue primero la emoción de oír  “el bordón”, la campana mayor de Notre-Dame que inesperadamente tocaba a muerto. Aquel lúgubre tañido procedente de la doliente catedral parecía llegar de ultratumba. Luego, la elección de la iglesia de San Sulpicio, la más grande de París, pero estéticamente discutible con su frío clasicismo tardío y sobre todo su insípida fachada monumental, suscitaba inevitablemente el recuerdo de la carismática belleza de la catedral malherida. Tantos envejecidos políticos en primera fila, cual Bill Clinton o el propio e incombustible Putin, acentuaban la sensación de retorno fallido al pasado. Era palpable el terrible desgarro interior del viejo Giscard d’Estaing, 7 años mayor que Chirac. Ambos se odiaban. Giscard anticipaba, visible y amargamente, la casi indiferencia que acogerá su propia muerte.

Hollande, Sarkozy, Giscard d'Estaing

Y allí estaba François Hollande. Al verlo en cambio, la tristeza y la amargura eran mías. Durante mi adolescencia, sin duda movido por un sentido ya socialdemócrata del justo reparto de los recursos, pensaba que era imposible que hubiese chicas a la vez guapas y listas. Sin duda influía el estribillo de una canción de Jacques Brel: “Être une heure, rien qu'une heure durant, beau, beau et con à la fois” (“Ser por una hora, sólo una hora, guapo, guapo y gilipollas a la vez”). Se desmoronó mi certidumbre cuando en el aula de mi primer año de facultad me tocó de compañera una prodigiosa belleza gélida que era además una estudiante de una brillantez excepcional. Creo que de aquellos días data mi profundo pesimismo sociohistórico. Fui comprobando que cada día hay más gente guapa y lista y a veces también muy  “hija de p...”, que no hay nada previsto en el programa de “Podemos” contra la injusticia social y erótica que penaliza a los que no somos ni altos ni guapos. Y así me fui preguntando en qué medida la breve y fofa estampa de Hollande condicionaba mi catastrófica opinión de su pasado quinquenio.

En los primeros puestos de la primera fila estaban Macron y la sin par Brigitte. Sin duda los vencedores de la jornada. Macron supo captar, acompañar, pero también orientar el sentimiento general. Aparentó generosidad y sentido de “la grandeur”. Sobre todo demostró inteligencia, pero esto ya se sabía. A su lado los vestigios de la clase política francesa siguen pareciendo de segunda B. Por cierto, también estaba un señor llamado Manuel Valls.

En el despacho presidencial, en 1996