miércoles, 9 de octubre de 2019

Zemmour. Un discurso desesperado




Hughes
Abc

Un discurso desesperado, ha dicho Finkielkraut; un discurso de odio, han dicho muchos otros. Las palabras del periodista Eric Zemmour en la Convención de la Derecha de Marion Marechal han provocado una fuerte reacción en Francia. Algún medio ha cancelado su colaboración y la fiscalía ha abierto investigación al respecto. Pero ¿qué dijo Zemmour?

Hizo lo que hace Macron y lo que es casi norma en el bando contrario. Hizo lo que sus antagonistas: irse a los años 30. Comparó al globalismo y al islamismo con nazis y soviéticos. Con el pacto Hitler-Stalin. Serían dos fuerzas destinadas a enfrentarse que en la actualidad se alían contra otro enemigo. El enemigo es, para Zemmour, el nosotros identitario francés. “El pueblo francés”.

Parte de una crítica radical, absoluta, del progresismo y de su actual deriva “diversitaria”. La interseccionalidad, el feminismo, y demás declinaciones liberales irían dirigidas contra un solo enemigo: el hombre católico, blanco, heterosexual. Esa identidad amenazada salta luego colectivamente a lo francés. Lo que el globalismo y el islamismo, “dos totalitarismos”, amenazan es la identidad francesa. La mera existencia francesa. Suena esto a teoría del reemplazo, a la sustitución sistemática del hombre francés. El tono de Zemmour es apocalíptico, más allá del catastrofismo. Considera agotados los valores republicanos, los considera más bien inútiles, ineficaces. También la óptica liberal meramente individual. En este momento operan, en su opinión, civilizaciones.

Dos son las amenazas para Francia y sus habitantes, según Zemmour. “Estamos atrapados entre dos universalismos que aplastan a nuestras naciones, tradiciones, territorios, culturas y formas de vida: el universalismo del mercado y el universalismo islámico. Es igual de implacable con los dos. El universalismo globalista generaría “zombis desarraigados”. Aquí la critica se hace más política, menos cultural-civilizatoria. La democracia liberal pierde lo democrático en un Estado de Derecho dominado por élites que sometidas al globalismo económico tienen el monopolio de la violencia. Pide una restauración democrática que exprese la voluntad popular y la restauración de un “principio de preferencia nacional” en cada asunto.

Pero es en la crítica al islamismo donde su discurso se considera más extremo y también más controvertido. Zemmour no habla de inmigración, sino de invasión. No sólo compara el universalismo-islamismo con el pacto nazisoviético. También lo hace con los imperios últimos, con las lógicas imperiales de la Francia napoleónica, la Inglaterra liberal o el pangermanismo. Cada imperio tuvo su doctrina y su justificación cultural y racial. El islamismo lo considera una amenaza, en primer lugar por una cuestión meramente numérica (habla de demografía, proyecta flujos en un continente superpoblado) y además porque esos millones de personas vendrán con “una bandera”, el Islam, una ley religiosa. No será, por tanto, una migración, será una invasión. No se trata de inmigración y posterior asimilación, ese esquema ya no sirve, sino de una ocupación colonizatoria.
En su discurso no se ve posibilidad alguna de “diálogo”, de esperanza al respecto. No salva formas de Islam, no contempla su secularización progresiva. La inmigración será tan masiva y tan culturalmente diferenciada que no habrá posibilidad de supervivencia. Hay además, en él, una consideración de la violencia que va más allá del atentado terrorista, observando una violencia más cotidiana (las violaciones, por ejemplo) asociada al control de unos barrios donde Francia ya no es Francia. Porque ese abrazo global-islamista lo traslada a la ciudad. Lo convierte también en trama urbana: el centro para las élites liberales, el extrarradio para el islamismo, en un equilibrio delicado todavía posible.

Zemmour plantea la necesidad de una defensa que ha de entenderse cultural, y que encuentra el principal escollo en la “religión de los derechos humanos”. O dicho de otro modo, para realizar esa defensa a la que urge es necesario remover, no sólo el progresismo ambiental, sino la misma extendida creencia mundial en los derechos humanos. El sistema occidental consagra una libertad de expresión que en la práctica restringe, viene a decir, mientras permite libertad a “los enemigos de la libertad”.

El momento es definitivo, según él. El discurso es desesperado. No es el habitual discurso alarmista que anticipa una amenaza, es el de alguien que ya está perdiendo. Da un paso más. No habla de conservar, de conservación o conservadurismo (sólo para reivindicar un cierto tipo de ecologismo), sino de restaurar. No se trata ya de conservar, sino de restaurar, por eso es claramente un discurso que supera el marco conservador hacia una forma activa de reacción que ha de incidir en primer lugar, o como última ratio, en “la identidad”. Todo está supeditado a ella, todo depende de ella. Es lo que haría posible aún un último despertar nacional por unir obreros, clase media y parte de la derecha. 

Zemmour excluye ya de la apelación identitaria a la derecha globalista y a la izquierda internacionalista. “La cuestión de la identidad precede a todas las demás, preexiste a todas, incluso a la soberanía”. Zemmour parece ir a una raíz previa al republicanismo, a un sustrato anterior de lo colectivo político. Para recuperar un discurso nacional, nacionalista, ha de pulsar cuerdas previas. Es un discurso negativo, preocupante, sin luz, sin optimismo alguno, que pierde pie en muchos momentos, con el aspecto de discurso-límite (también de discurso llevado al límite), pero que presenta un componente llamativo, intrigante por su propia naturaleza: su desesperación, su agonía. Habla por una Francia en el último estertor. Esa agonía puede aportarle lucidez en la denuncia de algunos hechos, pero equivocar las recetas, exagerar delirantemente los problemas. Zemmour es una Casandra dramática.

Pero ¿es real esa desazón terminal? ¿Es la vuelta de tuerca a un discurso extremado? Zemmour, como Finkielkraut, es judío y eso hace que la primera crítica que encuentre sea la de “islamófobo”. Se defiende considerando esto un mecanismo impuesto que impide cualquier crítica a la religión, un valor supuestamente entronizado en 1789 que la izquierda estaría olvidando. Algunos consideran a Zemmour un “rentista de la controversia”, pero su discurso es demasiado exhorativo, tanto que parece responder a una angustia genuina. ¿Cuál es la realidad de las proyecciones demográficas? ¿Cuál es la realidad de la vida en los suburbios? Sin conocer a fondo la vida francesa es imposible pronunciarse, pero en el discurso de Zemmour despunta un salto político cualitativo: el desdén de la óptica individual liberal. La supera: habla de culturas, civilizaciones y supervivencia. Es un discurso que supera también la conversación republicana que afirma no sirve de nada hasta que se “restaure Francia en los barrios” y que, a la vez, busca democratizar la decisión (sin concretar aquí cómo, sin pasar del populismo retórico a su sustanciación democrática), pero precisamente por todo esto, lo que trasciende en su discurso es la urgencia desesperada de su visión. Habla como si ya fuera tarde, como si ya estuviera siendo tarde. Tanto que recuerda a la histeria climática. Un mundo acabándose, pero un mundo cultural y político. Dos acaboses, dos ansiedades. Una la expresan adolescentes urbanitas con apoyo científico; otra, veteranos polemistas y pensadores judíos arrinconados en la inacabable conversación francesa.

Alain Finkielkraut