A ver cuándo nos tomamos un chinchón
Ignacio Ruiz Quintano
Abc
Lo que más perplejidad produce entre los escritores treintañones, como Hughes, es que el pensamiento de la musa de la Santa Transición quepa en ese “a ver cuándo nos tomamos un chinchón” de Carmen Díez de Rivera a Carrillo.
La Transición está tan sobrevalorada como la Movida: ni Suárez es esa mezcla de Marsilio de Padua y barón de Montesquieu que nos vende el columnismo socialdemócrata ni Díez de Rivera es aquella mezcla de Rosa Luxemburgo y Madame de Staël que creyó ver Umbral en su persecución de Evita.
Porque libres, de pronto, y con algo de dinero de bolsillo, a los españoles les dio por amar como locos a los pobres, y todos buscaban una Evita con quien tener muchos hijos justicialistas que liberarían a los descamisados. Y pasó lo que Quevedo nos tenía avisado, que silbamos para llamar al ruiseñor (los viejos a Carmen Díez, los jóvenes a Pina López) y acabó saliendo una lechuza, Alfonso Guerra, que expropiaría Loewe disfrazado de Santa Isabel de Hungría socorriendo a los tiñosos en la pintura de Murillo para Miguel de Mañara en Sevilla.
Las directrices filosóficas de nuestro justicialismo transicionero son aforismos sociales con aire de epístolas pontificias: “De la ley a la ley a través de la ley”, “Puedo prometer y prometo”, “A ver cuándo nos tomamos un chinchón”, “Café para todos”, “Tranquil, Jordi, tranquil”, “Gato blanco o gato negro, lo importante es que cace ratones”, “España va bien”, “La tierra es del viento”, y así hasta la pregunta definitiva, “¿De qué herencia hablas, Jordi?”, versión culé de la gran interrogación ontológica de Leibniz con la botella de chinchón vacía en la mano:
–¿Por qué ya no hay nada?
El caso es que mientras Carmen la musa tentaba a Carrillo con un chinchón en Madrid, en París el ogro Cela se hacía acompañar de Juan Goytisolo, monacillo del existencialismo, en su visita a Sartre para que le firmara un autógrafo en la etiqueta de una botella… de chinchón que se sacó del gabán.