Vicente Llorca
-Ay, si don Gaspar nos hubiera hecho caso.
Pero Gaspar de Guzmán y Pimentel, Conde- Duque de Olivares, ni nos hizo caso en su momento, ni parece que nos vaya a escuchar ahora.
El rito se repite casi todas las tardes, en la taberna.
-El muy melón… Enfrentado a la sublevación de Cataluña y a la de Portugal, no se le ocurre otra cosa que perder el Reino de Portugal.
-Aristócrata segundón…El fuero antes que el huevo.
-De una rama menor de Medina Sidonia, además. El orgullo y el deber como único patrimonio…
-Cualquier cosa antes de perder la capa. Y la espada.
-Mellada, por cierto. Como los muros de la patria suya.
-Y dejarnos sin las calles de Lisboa. Ni el Rossio. Ni la Baixa. Ni Alfama. Ni A Brasileira ni la Rua do Carmo.
-Cambiar el Chiado por una butifarra…Melón.
Esta queja histórica y tabernaria se está universalizando, decididamente.
Esta mañana, en el mesón de Boadilla, frente al café temprano, un camionero que hace la ruta de Oporto me ha interpelado.
-¿Usted no cree que hubiéramos hecho mejor quedándonos en Portugal?
-La culpa la tiene el Conde- Duque – le he respondido, sin pensar.
Y acto seguido me he puesto a explicar a los presentes el problema de la Unión de Armas, junto con las garantías dinásticas de nuestro Serenísimo rey, Felipe II, que Dios guarde. Aunque cometiera la irreparable imprudencia de no haber trasladado inmediatamente la capital a Lisboa, la más bella ciudad británica del Atlántico. En lugar de instalarla en Madrid, ese poblado en medio de la nada a cuyos puentes en barbecho aún se les dedican sonetos feroces.
El mesón se ha vaciado en un momento, por supuesto. Ángel, el tabernero, compasivamente se ha puesto a consolarme hablando de Manolo Dos Santos, hito en la historia del toreo luso, tema al que sabe soy especialmente sensible.
-Me voy a Fuentes de Oñoro -ha dicho el camionero, al cual le había asaltado una prisa repentina.
-Camino de Guarda…Como en casa en ninguna parte – he suspirado.
-Usted lo ha dicho. Me voy a casa.
En la taberna después, en la capital de España, estamos preparando el viaje a Lisboa. No sé si llegaremos a realizarlo. Un atlético memorioso – todos los son – como Laverón se niega a venir con nosotros. Más tarde dice que sí viene, pero que irá a ver los toros en Campo Pequeno.
-Yo no quiero jugar contra ustedes, merengues del Régimen. Yo quiero jugar de nuevo la final contra el Bayern, que es lo que la historia nos debe.
Y entonces surge otra vez la interminable queja histórica. Que si el turco Babacan, que si aquella final contra los teutones, que si el gol de Luís Aragonés… Y sobre todo, que si el gol en el último minuto de un alemán de nombre impronunciable –yo siempre lo nombro como Schwarzenegger, el lírico actor de esforzados filmes.
Lo que duele la historia. Sobre todo en un templo crepuscular, como es la taberna.
Lo malo de lo irreversible es eso, precisamente. Que es irreversible.
-Ay, si el Conde Duque me hubiera hecho caso…
-Ay, si el alemán aquél no hubiera empalmado el único tiro decente de toda su carrera…
Con el vino nuevo, la melancolía degenera por momentos.
-Si aquel día José Ignacio hubiera acertado con la espada a la primera…
-Si Joselito no hubiera ido a Talavera…
-Si Alburquerque hubiera sido el Gran Almirante de Castilla…
-Si volviera el rey Sebastián…
-Si hubieran nombrado abad de Montserrat al prior de Crato…
No sabemos a dónde dirigir nuestra melancolía. La culpa de todo, concluimos por enésima vez, la tiene don Gaspar. En Lisboa, capital de nuestro reino imaginario, van a jugar la necesidad y el deseo; Juan Benet contra García Hortelano; la novela realista contra la prosa inglesa; el arte figurativo contra la abstracción; la Rive Gauche y la Rive Droite; Don Carnal y Doña Cuaresma… Y nosotros no sabemos si podremos asistir a la restauración de la historia. Siglos de sardanas contra la lírica remota del rey don Dinis nos separan.
Y todo por culpa del Conde Duque.