miércoles, 7 de mayo de 2014

En la muerte de Pepe Blázquez





José Ramón Márquez

Yo me hice idea de que la cosa de Pepe Blázquez no pintaba bien el día que nos reunimos en su casa, Casa Salvador, para glosar la impar figura de Curro Fetén y él no compareció, por cosa de sus alifafes. Puede decirse que la convocatoria de aquella reunión se hizo precisamente en Casa Salvador para poder contar en ella con la impagable presencia de Pepe, que excusó su presencia a causa de su salud. Quizás fue ese día cuando me di cuenta de que, acaso, yo no volvería a verle nunca más.

Hoy, junto a la Puerta de Alcalá, llega la noticia de su muerte y uno se imagina súbitamente los comedores de la vieja taberna de la calle Barbieri despoblados definitivamente de la presencia de su amo, perdida de manera súbita la memoria de cada uno de los objetos que adornan los comedores, de las fotografías que le compró a Cuevas, del cuadro de Domingo Ortega, de la oración gallista... y perdida con él también la memoria prolongada de su tío Salvador, a cuya vera se estableció Pepe desde su llegada de Baeza, un muchacho de trece o catorce años, toda la vida, hasta esta madrugada carabanchelera en que se nos ha ido.

En estos tiempos en que el propietario de un restaurante es un pelmazo que te engaña con las más inverosímiles historias inventadas sobre los productos que expende (¡Hoy tengo unas espléndidas gambas de Huelva capturadas al rececho!), Pepe siempre propuso la sencillez de su cocina bien armada y la calidad del producto proclamada por sí  misma, sin efusiones e invenciones publicitarias.

-Pepe ¿nos puedes hacer una paella?

-Eso está hecho. ¿Cuántos vais a ser?
.
-¿Vosotros no habéis probado el marmitako que yo hago?

Sencillez en la cocina y sencillez en el trato para poner encima de la mesa en largas sobremesas la conversación amable, la anécdota justa y, sobre todo, la clara inteligencia de un hombre que había vivido y que había extraído enseñanzas de la vida.

-Los primeros muslos que vi en mi vida fueron, a los quince años, los de Ava Gardner... ahí en ese comedor... estaba con Luis Miguel y Porrina de Badajoz... Yo, un chaval...

Y luego los toros y los galgos. Afición a galgos heredada de su tío Salvador. Galgos guardados en las perreras de la Cuesta de Cocherones, prestos a correr en el canódromo de Caño Roto: el que se partió una mano y estuvo padreando para la federación, el blanco que cuando corría no le ganaba nadie, y muchas veces no le daba por correr... Y los toros, del manoletismo de su tío Salvador a su afición y trato con tantos toreros principiando por Juan Belmonte, agasajado en Casa Salvador por Los de José y Juan:

-Yo no podía pertenecer a Los de José y Juan porque entonces sólo admitían a aficionados que los hubiesen visto torear... Ahora, te digo una cosa... la mayoría de aquellos eran de Gallito.

Historias de Pepe Blázquez para ser contadas en largas sobremesas, sin prisas, en la que, iban surgiendo mezcladas las vidas y hechos de tantas gentes del planeta de los toros, fotógrafos, pintores, apoderados, peones de brega, matadores de postín, y las triquiñuelas de tantos para ir tirando, listos y desgraciados, bohemios, muertos de hambre, señores y pícaros. De todo ello sabía Pepe y todo lo relataba con sencillez y suficiencia, el cigarrillo en la mano y el paquete de Winston apoyado en el mantel de cuadros blancos y rojos de la mesa.

Hoy, en el día de su muerte, apenas conforta el recuerdo de su inteligencia clara y de su hombría de bien de la pena que causa la pérdida del amigo y, con él, de la fecunda memoria de un tiempo que en nada se pareció a lo que ahora cuentan por ahí. Que la tierra le sea leve.