Ernest Hemingway y Sidney Franklin
Dos Passos, Franklin y Hemingway en Madrid
Ricardo Bada
A Carmen y Antonio Borrero (Chamaco)
De los tres libros de Ernest Hemingway dedicados a las corridas de toros, se conocen de sobra la novela The Sun Also Rises [Fiesta] y el reportaje The dangerous sommer [El verano peligroso]. En cambio, ese testimonio fundamental de su pasión taurina, Death in the Afternoon [Muerte en la tarde], de fecha tan lejana como 1932, y traducido recién en 1969, se conoce muy mal a pesar de ir ya por la nosecuánta edición. Y se lo conoce no sólo muy mal sino que, además, ha llegado a nuestro idioma salvajemente mutilado. No quito ni una letra: salvajemente mutilado. Quienes amamos los libros, los consideramos criaturas vivas. Y a una criatura viva a la que le han amputado partes esenciales de su organismo, sin ninguna razón patológica, ¿no la consideraríamos mutilada, es más, salvajemente mutilada?
Muerte en la tarde se compone de un tronco principal, al que deben añadirse las extremidades siguientes: 1ª, un léxico aclaratorio de ciertas palabras, expresiones y locuciones que se usan en torno a las corridas de toros; 2ª, algunas reacciones de un par de espectadores después de ver corridas en España; 3ª, un breve homenaje al matador estadounidense Sidney Franklin; 4ª, una relación de fechas habituales en que se celebran corridas en España, Francia, México y América del Sur; y 5ª, una observación de carácter bibliográfico en la que, por cierto, Hemingway, al referirse a sus explicaciones de carácter técnico, suplica a los aficionados –y escribe la palabra en castellano– que le tengan clemencia. Además, aclara que su libro no pretende ser histórico ni exhaustivo, sino nada más que una introducción a la moderna corrida de toros, tratando de explicarla de una manera tanto objetiva como subjetiva. Dicho de otro modo: nada más lejos de Hemingway que intentar venderle pescado podrido a sus lectores primarios (los anglosajones), pero tampoco a sus eventuales lectores españoles e hispanoamericanos.
Pues bien: en la edición disponible de Muerte en la tarde, en lengua de Castilla, sólo podemos leer el tronco, el cuerpo principal, faltan por completo las cinco extremidades. ¿No es eso una amputación inaceptable, una salvaje mutilación? Curiosamente, yo este libro lo he leído por primera vez en alemán, en una edición de bolsillo completa y enriquecida con 81 fotografías, todas y cada una de ellas irrenunciables para entender el libro y las explicaciones de Hemingway. Cuando por fin tuve en mis manos un ejemplar de la edición española, de a deveras que se me cayeron los palos del sombrajo. ¿Dónde estaban el riquísimo repertorio fotográfico, dónde esos apéndices que denomino extremidades de la criatura viva bautizada como Muerte en la tarde? Y aunque faltaran cuatro de ellos, ¿dónde el léxico de voces taurinas y parataurinas, que es quizás lo más sabroso de todo el libro?
En ninguna parte. Los editores españoles la habían cercenado a mansalva, a la pobre criatura,
y lo peor no era eso, lo peor («lo más pior», diría Cantinflas) era la explicación que me dio un entendido cuando le pregunté por semejante desaguisado: «Pero hombre, Ricardo –me dijo–,
¿a ti te parece bonito que venga un gringo a explicarnos a los españoles qué es una chicuelina?» Me quedé mudo. No habían entendido nada.
De lo que se trataría, editando el libro como dios manda, es decir, como lo parió el autor, que es el único dios de sus libros, de lo que se trataría, leyendo ese léxico de Hemingway, no es de que Hemingway nos diga qué es una chicuelina, sino lo que Hemingway creía que lo era. E incluso descubrir en algún momento que Hemingway, quien estudió a fondo las corridas de toros, podría darnos algunas lecciones de hermenéutica taurina. Por ejemplo, recién en el 2001, en la 22.ª edición de su Diccionario, ése que la Real Academia incorporó al idioma la definición de la chicuelina, con lo que resulta que Hemingway se le adelantó 69 años. Y veamos cómo la docta institución define el pase llamado “lance”: «Cada una de las suertes de la lidia». Hemingway es mucho más preciso: «Cualquier pase de capa hecho sin mover los pies». Pregunta que se me ocurre: ¿con qué definición quedarse, con la de la Real Academia o con la del autor de Muerte en la tarde y su para nosotros, españoles e hispanoamericanos, dizque prescindible léxico de voces taurinas? Lo que es yo, me inclino por don Ernesto El Barbas.
[Mientras transcribo estas páginas, que hasta ahora sólo existían en soporte papel, descubro
un avance de la 23.ª edición del Diccionario, donde por fin se registra la palabra “gaonera”, «Lance que el torero realiza citando al toro de frente mientras se coloca el capote por detrás del cuerpo»... pero como es un pase que no lo inventó un español, no se le da al mexicano Rodolfo Gaona el crédito etimológico que sí se le da al español Chicuelo, inventor de la chicuelina].
Sólo que no se trata nomás de cuestiones lexicográficas. Lo que convierte ese léxico en una joya es el certero instinto de Hemingway para condensar en muy pocas palabras algunos conceptos y expresiones parataurinos, algunos elementos de la vida cotidiana y que, por serlo, desempeñan también un papel en las corridas de toros. Pondré nada más que tres ejemplos, sobre los que volveré más tarde con palabras del propio Hemingway: aburrimiento, cojones, vino.
Y una aclaración más, porque no me gusta adornarme con flores propias, ni ajenas ni inventadas. Entre mis pocas virtudes, una de ellas es la de ignorar olímpicamente el idioma inglés. Recordando un episodio de la Sonata de estío, de don Ramón María del Valle-Inclán, diré que cuando oigo hablar en inglés, en especial aquella degeneración patodonald que llaman american, experimento un sentimiento que puedo calificar como «vergüenza zoológica». Con esto quiero decir que lo que van a leer a continuación no lo he traducido de la publicación original de Hemingway. Pero tampoco de la traducción alemana. No es en ningún caso una traducción. Me he limitado a poner en buen romance (con las limitaciones propias de mi uso del mismo) lo que el traductor alemán –por cierto, una traductora– vio en el texto original, y en este sentido yo diría que mi versión es más fiel a Hemingway y a sus intenciones, sencillamente porque esa traductora –y nadie debe tomárselo a mal– parece que sabía muy poco o nada de tauromaquia. Sencillamente así.
* * * * * * *
El léxico que acompaña y completa y añadiré que enriquece Muerte en la tarde persevera en la lógica mostrenca de todos ellos. Quiero decir que guarda un orden alfabético. Y en principio yo no tendría nada en contra de ir espigando dentro de él siguiendo el orden de las páginas, las ocurrencias o los descubrimientos más singulares, más divertidos, más inducentes a la reflexión que nos ofrece el autor de “La capital del mundo”, que es como Hemingway llamaba a Madrid. Pero en mí manda mucho la anarquía, y además pienso que pueden obtenerse mejores resultados salteando páginas y hallando conexiones inesperadas entre diversos conceptos.
Para ir abriendo boca se me ocurre que por qué no empezar por un aperitivo, la manzanilla.
Hemingway la define así: «Es un jerez ligero y seco, sin aditamento de alcohol. Se lo bebe mucho en Andalucía, sobre todo la gente que tiene que ver con los toros. Para encargarla se pide un chato, que es un vaso bajo, y generalmente nos la sirven acompañada de una tapa que pueden ser aceitunas [Hemingway dice literalmente «una aceituna», pero debe de ser un lapsus olivae] con anchoas, una sardina, una porción de atún con pimientos, o una loncha de jamón ahumado. Un chato te encarrila a estar de buen humor, después de tres o cuatro te pones a tono, pero si comes tapas mientras bebes no te emborrachas ni siquiera después de una docena de manzanillas. Ojo: manzanilla también es el nombre popular de la camomila. Eso sí, si pides al camarero un chato de manzanilla, no corres ningún riesgo de que te sirvan una infusión». Espero que ahora se comprenda mejor por qué me parece una salvajada que el léxico de Muerte en la tarde no haga parte de su edición española. Pero no volveré a insistir más en este punto.
[Nuevo inciso : Una mirada a la página web de la Academia me dice que está actualizando su
Diccionario a marchas forzadas. Además del registro «Chatear: Beber chatos», en la 23.ª edición
aparecerá «Chatear: Mantener una conversación mediante chats». Chapeau, Madame!]
De la M de manzanilla a la P de peto, para una brevísima lección de historia de España: «Peto: Defensa acolchada que lleva el caballo del picador sobre el pecho, el flanco derecho y la panza. Se introdujo en las corridas durante la dictadura del fallecido Primo de Rivera, a instancias de la ex reina Victoria Eugenia, nacida en Inglaterra». Y de la P de peto a la G de guardia, con la reiteración de un Hemingway analítico y preciso en los detalles, como en sus mejores cuentos
de pescadores de caña: «Guardia: Policía municipal, a quien nadie toma en serio, ni siquiera él mismo». Hemingway, en un alarde de humor, añade a renglón seguido: «Guardia Civil: Policía
estatal a la que conviene tomarse muy en serio». Y en la misma página: «¡Hombre!: Exclamación
que denota sorpresa, placer, susto, rechazo o admiración, depende del tono en que se suelte». Y puntualiza: «Muy hombre: Un hombre de verdad, esto es, bien dotado de huevos, cojones, etc».
Para que a pesar de la aparente anarquía se vayan distinguiendo bien ciertas familias léxicas, me quedaré de momento en expresiones de la vida diaria y en ciertas palabras de uso y de mal uso cotidiano. «Aburrimiento: Esta sensación, predominante cuando la corrida es mala, puede mitigarse un poco bebiendo cerveza fría. Si la cerveza no está muy fría, el aburrimiento se vuelve mucho mayor». «Amor propio: Sentimiento pundonoroso, algo desacostumbrado entre los matadores modernos, en especial después de la primera temporada triunfal o cuando todavía tienen 50 ó 60 corridas por delante». «Cojones: De un torero valiente se dice que está bien provisto de ellos. De un torero cobarde se dice que le faltan. Los de los toros se llaman criadillas; aliñadas de alguno de los modos como se aliñan las mollejas de ternera, son una delicia. En Madrid, mientras corre el quinto toro, se suelen servir las criadillas del primero en el palco real. El dictador Primo de Rivera condimentaba sus discursos con frecuentes referencias a los atributos varoniles. Por eso se decía de él que había comido tantas criadillas que se le habían subido a la cabeza». «Espalda: Alguien de quien se dice que trabaja de espaldas, es un sodomita». «Fiera: Animal salvaje. Expresión para referirse al toro bravo. Pero también se usa para referirse a una mujer de bandera». «Maleante: El tipo de maleante con que se tropieza uno más veces en su camino de ida hacia, o de vuelta desde, la plaza de toros, es el carterista. Basándome en mi experiencia con carteristas españoles, y en las de mis amigos, diría yo que tales pícaros poseen en el desempeño de su menester las mismas cualidades que el gran Montes consideraba indispensable para ser torero: ligereza de pies, valentía y un absoluto dominio del oficio». «Maricón: También los hay en España, pero tan sólo sé de dos entre alrededor de unos cuarenta matadores de toros. Eso no significa que no llegasen a descubrir un número mayor ciertos elementos interesados en demostrarnos que Leonardo da Vinci, Shakespeare, etc., fueron maricas. De los dos de quienes hablo, uno es un roñoso patológico: le falta valor, pero maneja la capa con mucha elegancia, es una especie de decorador de la fiesta brava. El otro goza fama de ser muy valiente y muy bruto, muy zopenco, y no ha sido capaz de ahorrar una sola peseta». «Nalgas: Posaderas o trasero, lugar donde se reciben muchas cornadas, por la sencilla razón de que el matador le ha dado la espalda al toro sin haberlo fijado como debe ser, a fin de evitar una nueva embestida. Un trasero prominente estropea la figura que el torero intenta componer con el toro, e impide que se le pueda tomar en serio como un estilista. Así se explica que, apenas un matador empieza a ganar peso, ello se vuelva para él en una fuente de grandes preocupaciones». «Puta: Ramera, meretriz, prostituta. / Hijo de puta: Insulto muy común. En español no se insulta tanto a una persona diciéndole algo ofensivo acerca de ella misma, como si se le mientan los padres o se les desea alguna cosa mala». «¡Qué lástima!: Expresión que se oye cuando le pegan una puñalada a un amigo, o si el amigo agarra una enfermedad venérea, o si se casa con una puta; o bien cuando le pasa algo a una mujer o a sus hijos; o bien, finalmente, si le sale un buen toro a un mal torero, o un mal toro a un buen torero».
Según vamos comprobando, el compadre Hemingway se había metido entre pecho y espalda mucho más castellano de lo que suele ser habitual en bastantes escritores españoles de nuestros días. Y en medio de este léxico hasta tiene tiempo y humor para tejer una estampa castiza que
es una muestra de concisión y de precisión, una pieza de relojería, cuando aborda la palabra
«Tacones: Los tacones de goma te los venden mercachifles ambulantes que se te acercan cuando estás sentado en un café y te arrancan los tacones de los zapatos que llevas puestos, con una especie de tenazas que suelen cargar siempre; y eso lo hacen con el propósito de obligarte a que les compres los suyos de goma. Los cuales, por lo general, son de mala calidad. Si protestas por el robo que te han hecho, de tus propios tacones, se disculparán con que habían entendido que querías tacones nuevos. Está claro como el agua que se trata de una extorsión. Si alguna vez uno de estos mercachifles te arranca los tacones sin que le hayas pedido expresis verbis que te ponga de los suyos, pégale un puntapié en el estómago o dale un puñetazo, y haz que sea otro de ellos quien te ponga los nuevos tacones de goma. Creo que la ley estará de tu parte, pero incluso si te llevan a la comisaría, la multa a la que te condenarán no será mayor que el precio de los tacones de goma. Hay uno de estos mercachifles, catalán, de sombría catadura y bastante agresivo, a quien puedes reconocer en todas las ferias por una cicatriz que le cruza la mejilla derecha. La cicatriz es un recuerdo mío, y desde entonces anda escarmentado, así es que podrías verte en dificultades si tratas de sacártelo de encima violentamente. Si ves que se acerca ese hijo de puta, lo mejor que puedes hacer es descalzarte y esconder tus zapatos debajo de la camisa. Y si acaso intentara clavarte los tacones de goma en los calcañares, pide auxilio al cónsul de los EE.UU o al cónsul de Inglaterra». Esta página podría haberla firmado con gusto el anónimo autor de El lazarillo de Tormes.
No dejaré de mencionar, sin embargo, antes de entrar en el capítulo del alcohol, que a veces
a Hemingway se le iba el santo al cielo. No de otro modo se explica que al lugar donde se desuellan y se descuartizan los toros, es decir, al desolladero, lo incluya en su léxico llamándolo “Desarrollador” (sic, en la edición original en inglés, consultada al respecto).
Pero pasemos al capítulo que llamo del alcohol, divinidad a la que Hemingway practicó asidua devoción durante toda su vida. Al hablar de las botas de vino que los aficionados del norte, entusiasmados, arrojan al matador cuando éste da la vuelta al ruedo, don Ernesto apunta:
«El torero debe tomar un trago y devolver la bota al tendido. A los toreros no les gusta esta costumbre, porque si el chorro de vino se les tuerce, el resultado es que mancha los carísimos encajes de las camisas». «Cerveza: Casi en todo Madrid hay buena cerveza de barril. Las cervecerías madrileñas fueron fundadas por alemanes, y por eso se toma en Madrid la mejor cerveza de Europa, con excepción de Alemania y Checoslovaquia. En Valencia tienen la mejor cerveza de barril que he probado en mi vida en el Hotel Valencia, donde te la sirven helada en grandes copas de cristal. La comida del hotel es buenísima, pero el alojamiento bastante mediocre». «Vino [y recordemos aquí que este libro fue escrito en 1932 para ser leído, primariamente, por anglosajones]: Para todos aquellos que llegan a España y sólo tienen idea del jerez y del vino de Málaga, serán una revelación los estupendos vinos tintos, ligeros y secos. El vino de mesa español siempre es mejor que el francés, porque no lo manipulan, y además es tres veces más barato. Pero no hay en España grandes vinos que puedan compararse con los franceses». Y por último, dentro de este capítulo: «Botellazo: Puede evitarse no discutiendo con borrachos».
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Y nos toca ya entrar de una vez en el apartado estrictamente taurino, el de voces y expresiones propias y hasta algunas veces exclusivas de la tauromaquia.
«Banderillero: Cada cuadrilla se compone de cuatro banderilleros, a los que también se llama a veces peones. Antes los llamaban chulos, pero esta denominación no es usual hoy en día. Los banderilleros ganan entre 150 y 200 pesetas por corrida. [Recuerden, Muerte en la tarde es de 1932]. Cuando van de viaje con el matador, éste corre con todos los gastos, exceptuando el vino, el café y el tabaco». «Billetes: Entradas para la corrida. NO HAY BILLETES es el sueño del empresario. Pero el camarero del café siempre te puede conseguir entradas, si estás dispuesto a pagar un ojo de la cara». «Caballero en plaza, también llamado rejoneador: Esta forma de corrida requiere gran destreza a caballo, los movimientos son complicados y difíciles, pero después de haberlas visto un par de veces se echa de menos el atractivo de las corridas de a pie, ya que en las de rejones el hombre no se expone a ningún peligro. El arte del rejoneador siempre es digno de admiración, y es sorprendente el nivel de entrenamiento de los caballos, aunque todo ello es cosa más de circo que de tauromaquia». «Cartel: El programa impreso de una corrida de toros. Pero la palabra cartel también puede expresar el grado de estima de que goza un torero en un determinado lugar. Pregúntele por ejemplo a un torero: ¿Tienes cartel en Málaga?, y te responderá: Muchísimo, en Málaga no hay nadie que tenga más cartel que yo. Luego, en la realidad, puede ser que la última vez que toreó en Málaga, los espectadores decepcionados y enfurecidos le hicieron salir de allí poniendo los pies en polvorosa».
Y a continuación una dicotomía extraña, y es la diferencia que Hemingway establece entre la despedida y la retirada: «Despedida: La ceremonia de la despedida de un torero, que hay que tomar tan en serio como la de un cantante. La verdadera última corrida de un torero es por lo general una actuación artísticamente pobre por una de estas dos causas; 1ª, que el torero la mayoría de las veces adolece de unos defectos que le obligan a retirarse a la vida privada; o 2ª, que ya vive de su dinero, y entonces, esa última vez que los toros tienen la posibilidad de matarlo, se cuida mucho y no corre ningún riesgo». ¿Y qué es, pues, y en qué consiste la retirada? «Retirada: Volver a la vida privada. Los matadores suelen retirarse a la vida privada cuando ya no les ofrecen muchos contratos o cuando están muy enamorados de sus mujeres. Después de un par de años vuelven a los ruedos, en el primer caso con la esperanza de que el atractivo de la novedad que supone su regreso le depare muchos contratos, y en el segundo de los casos porque necesitan dinero, o bien porque han perdido intensidad los encantos de la vida doméstica».
Realmente yo no acierto a ver una diferencia sustancial entre la despedida y la retirada, tal como las describe don Ernesto, a no ser la muy sutil de que la despedida configura un acto y la retirada es un estado, pero como no he estudiado con los jesuitas ni estamos en Bizancio, me quedo aquí a dos velas.
Al explicar lo que es un mozo de estoques, Hemingway es de una nitidez fotográfica por lo que se refiere a las tareas que ese personaje debe cumplir durante la corrida. Pero añade lo que sigue: «Fuera de la plaza, y antes de la corrida, el mozo de estoques les lleva a distintos críticos taurinos unos sobres conteniendo la tarjeta de visita del matador y cierta cantidad de dinero».
Larga y llena de bastante mala uva es la parrafada que nuestro autor le dedica a la palabra “Oreja”. Luego de describir, asimismo con harta exactitud, las condiciones reglamentarias
que autorizan el corte de oreja como premio al torero, Hemingway se explaya sin pelos en la lengua: «En realidad, algunos matadores a quienes por mor de la publicidad les viene muy bien una larga lista de trofeos, tienen un banderillero encargado de cortarle la oreja al astado apenas aparecen los primeros pañuelos en los tendidos. Da el público la más mínima señal de desear que se otorgue la oreja al torero, y ya está el susodicho banderillero manos a la obra, le entrega la oreja cortada al matador, y éste se la enseña en la mano extendida, sonriendo, al presidente de la corrida. El presidente, que se ve confrontado con un hecho consumado, lo más probable es que se muestre conforme con la oreja que el torero le brinda, sacando también su pañuelo. De este modo, la concesión de orejas, que antes era un gran honor, ha perdido su importancia, y ahora basta con que el torero haga una faenita decente y tenga alguna suerte al matar para que pueda estar seguro de contar con una oreja. Y los peones que se dedican profesionalmente al corte de las mismas, han introducido una costumbre todavía peor. Si el presidente saca efectivamente su pañuelo dando la señal para que se corte la oreja del toro, y esto hasta sin necesidad de que el torero se la haya mendigado como describí antes, entonces el banderillero de marras le corta al toro las dos orejas e incluso el rabo, llevándole los tres trofeos al matador a toda prisa, con sólo que se hayan producido los primeros aplausos. Los matadores, y pienso principalmente en dos de ellos (un valenciano chaparro, aguileño, pelinegro y presumido; y un aragonés que parece un poste de telégrafos presumido, valiente, simplón y cuellilargo), los matadores –digo– dan entonces la vuelta al ruedo llevando una oreja en una mano y en la otra la segunda oreja y un rabo pringado de excrementos, y van sonriendo, se sienten admirados y creen que alcanzaron una apoteosis, cuando en verdad no han hecho más que cumplir y han tenido cerca a un banderillero ducho en el arte de cortar orejas y rabo. En sus orígenes, el corte de oreja significaba que el toro pasaba a ser propiedad del torero, quien podía vender su carne y quedarse con la ganancia, pero este significado se ha perdido hace ya mucho tiempo».
Como puede verse, Hemingway no se andaba con chiquitas a la hora de denunciar abusos.
«Picador: Pocas veces cornea un toro a los picadores, puesto que los toreros los protegen con sus capas si se caen del caballo. Los picadores se parten los brazos, la mandíbula, las piernas, con frecuencia las costillas, y de vez en cuando también el cráneo. En proporción a los matadores, son pocos los picadores que mueren en el ruedo, pero muchos de ellos arrastran toda la vida una conmoción cerebral».
«Pitos: Son la expresión del desagrado del público. Cuando torea un matador del que se sabe que es un cobarde, o que atraviesa una mala racha, o basta con que no lo quieran mucho en ese lugar, los espectadores acuden a la plaza provistos de silbatos de policía, o para perros, y no se privan de usarlos. Tener detrás de ti a un personaje de estos puede conducirte a una sordera temporal. En Valencia se divierten mucho cuando te dejan sordo por este procedimiento».
«Quinto: No hay quinto malo. Es una vieja sentencia, según la cual el quinto toro siempre sale bueno. Posiblemente la creencia viene del tiempo en que el ganadero era quien determinaba el orden en que se toreaban sus reses, no como ahora, que se sortean. Y dado que los ganaderos conocían los méritos de sus toros, colocaban el mejor en el quinto lugar. Hoy en día, el quinto puede ser tan malo como el resto (o peor)». «Saltos: Eran los que se daban antaño por encima del toro, bien a cuerpo limpio, bien ayudándose con una garrocha. Hoy en día, los únicos saltos que se ven son los del matador obligado a tomar el olivo».
«Tauromaquia: El arte de matar los toros, de a pie o a caballo. Los más famosos de los muchos libros con las reglas del arte de torear son las tauromaquias de José Delgado (Pepe Hillo) y de Francisco Montes, entre las antiguas, y la de Rafael Guerra (Guerrita) entre las modernas. Las de Pepe Hillo y Guerrita las escribieron otros, la de Montes la escribió él mismo. De todas, es la más clara y la más sencilla».
«Volapié: Suerte de estoquear inventada por Joaquín Rodríguez (Costillares) en los días de la declaración de independencia de los Estados Unidos. Es la que más suele emplearse actualmente, en las corridas de toros, si bien, al contrario que Costillares, el matador de hoy ni se perfila en corto ni mantiene la espada a la altura del pecho sino a la altura de la barbilla, e incluso a veces hasta de la nariz».
«Recibir: La manera más emocionante y peligrosa de estoquear, extremadamente difícil. Es raro verla ejecutar en estos tiempos. En las casi trescientas corridas que llevo contabilizadas, sólo la vi realizar a la perfección en tres ocasiones».
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Llego aquí al final de esta relectura del léxico taurino de Hemingway, y antes de cerrarla con una última cita, me gustaría creer que están de acuerdo conmigo en lo siguiente: la mirada del extranjero, del extraño, del otro, cuando nos mira con afecto pero sin halago, con cariño pero sin adulación, con el corazón y no sólo de labios para afuera, es una mirada que nos enriquece
y que nos debiera estimular. Así creo que fue la mirada de Hemingway hacia España y las corridas de toros, y así me lo ha demostrado, al menos a mí, su Muerte en la tarde.
Y para concluir esta relectura como debe concluir una buena tanda de pases (y conste que hablo de los que dio Escribanito de Michigan –me refiero a Hemingway–, no yo, que me desempeño aquí tan sólo como su peón de confianza), he elegido lógicamente su definición de la palabra «Adorno: Gestos superfluos y teatrales del matador para poner de manifiesto que domina al toro. Los adornos pueden demostrar tanto buen gusto como mal gusto, y van desde ponerse de rodillas dándole la espalda al morlaco, hasta colgarle de un cuerno el panamá de un espectador. El adorno más feo que he presenciado en mi vida se lo vi hacer a Antonio Márquez mordiéndole un cuerno a su toro. El más maravilloso de que fui testigo es uno de Rafael el Gallo. Le había colocado cuatro pares de banderillas a su toro, y luego, durante la faena de muleta, en las ocho pausas de respiro entre cada tanda de pases, le fue arrancando en cada una de ellas, una a una, las ocho banderillas».
El único comentario que se me ocurre, para el adorno de El Gallo y para el arte descriptivo de Hemingway, consta de tres letras y es una palabra que, por raro que parezca, no figura en su léxico de Muerte en la tarde. Se trata, claro está, de la palabra ¡Ole!
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