martes, 5 de junio de 2012

Domingo Ortega. El pájaro negro que silbaba

Domingo Ortega con Luis Miguel Dominguín
(De la exposición en Las Ventas)

Gregorio Corrochano
Abc, 12 de mayo de 1936




La corrida tuvo gesto. Sin duda fue lo más importante de la corrida. Y acaso por esto, tuvo la corrida un calor y un interés que no suelen ser frecuentes en las corridas. El gesto se lo dio Ortega. Había circulado, y hasta creo que se había publicado, una patraña insidiosa, lanzada la víspera de la corrida, con la intención de causarle un daño y un perjuicio que aquí nadie tasa; por eso se pueden hacer estas cosas con irresponsabilidad. No olvidemos que estamos en el país de los caramelos envenenados. Se le preparaba al torero un mal recibimiento. Una vez más se llevaba a la plaza de toros eso que llaman ahora política; que debe ser un poco del veneno que sobró de los caramelos. Pero hubo error de organización. Ya hemos dicho otras veces que a las corridas no se va como al mitin, a cosa hecha. En las corridas interviene el toro, magnífico animal al que el hombre no ha logrado todavía corromper. Por eso es la única profesión, la de torero, la que tiene el desquite al lado del fracaso, la que lleva la reparación de la mano de la injusticia; porque el que resuelve es el toro. Como resolvió esta tarde. Como ha resuelto tantas y resolverá. Como resolvió aquella tarde que se vendían a la puerta de la plaza “pitos pa pitar al Guerra”, y cuando caía el primer toro del Guerra, caían también todos los pitos al ruedo. Porque el público de toros, por mucho que quieran envenenarle, responde siempre a un imperativo; el del torero que se arrima al toro.

¿Qué pasó? Que al salir las cuadrillas, los de la consigna recibieron con pitos a Ortega, que aún no había toreado este año en Madrid. Como a toda acción de violencia sigue una reacción. Advertido el público de toros, ovacionó al torero. El torero, blanco de traje y de cara, se fue a su sitio a esperar. No hizo un gesto, no era todavía el momento. El gesto lo llevaba dentro, guardado en el sitio que los hombres guardan los gestos. Le quisieron hacer salir con aplausos reparadores. Ortega no salió. No se movió, estaba en su puesto.

Salió su toro. Entonces salió Ortega y salió su gesto. Entonces, cuando el toro, que es cuando salen los gestos de los toreros. Tenía al gesto enérgico del que ha esperado con ansia este momento para contestar. Y cuando se le ovacionó al torear de capa -comienzo de la contestación- se quitó la montera y saludó a toda la plaza. Sólo entonces, cuando se había ganado los aplausos, pero a toda la plaza, a los que le habían recibido bien y a los que le había recibido mal; a todos, como diciendo: “Aquí estoy; esto es lo mío; el toro”. Y ya toda la plaza aplaudió: los que le habían recibido bien y los que le habían recibido mal. Y mandó que le llevaran el toro hacia el sito donde creyera más hostilidad, para ofrendar más de cerca, y allí se arrodilló, no ante el público, sino ante el toro, símbolo imparcial de la corrida, a quien el hombre no ha logrado todavía corromper. Así empezó la faena de muleta. Antes había brindado a todos los espectadores, a todos sin distinción, y como prenda de desagravio, quedó la montera en el ruedo, como si hubiera muerto el pájaro negro que silbó. El toro quería irse. Ortega no quería que se fuera, y así se desarrolló la faena en la que expuso el torero y logró destellos de su arte. El público aplaudía; el pájaro negro que silbaba estaba muerto en el ruedo. Por eso no le espantaban los sombreros que el público arrojaba. Media estocada desigualándose el toro, que acaba rodando. Petición unánime de oreja, que no concede la presidencia. Esto redobla las ovaciones con dos vueltas al ruedo. ¿Creyó la presidencia que no estaba bien muerto el pájaro que silbaba y temió revivirle? Ortega al recogerle y saludar con él, le enseñaba como diciendo: está muerto. Entonces debió verlo el presidente porque apenas cayó el otro toro de Ortega de la estocada que siguió a la faena de castigo y absoluto dominio, aguantado con emoción las arrancadas del poco picado animal, la presidencia sacó su pañuelo, tan pronto, que más parecía pedir la oreja que concederla. En esto de los puyazos, que en los dos toros de Ortega se retiró, tenemos que decir que si no hacen falta más puyazos, no se debe poner el caballo delante del toro, pero que si se pone porque hace falta el puyazo no se debe cambiar cuando se marra. O le hace falta o no le hace falta. O se le da no se le da. Pero el marronazo no cuenta. ¿Está claro?

De los toros bien presentados de Doña Carmen de Federico se lidiaron cinco, porque uno de ellos, el cuarto, tenía poco poder. A excepción del último, que tuvo dificultades porque era más poderoso que bravo, los otros fueron noblotes, siendo el tercero el que fue más hacia arriba y el que llegó a la muleta con más arrancada. El primero, si tiene un poco más fuerza, hubiera sido un gran toro. El que se lidió, de Lorenzo Rodríguez, se dejó torear bien.

Valencia II estuvo breve en sus dos toros, con una brevedad tan acusada, que quizá quite emoción a las faenas. Es demasiado poco torear. No somos partidarios de las faenas largas, pero tampoco somos partidarios de que se escamoteen las faenas. Con el capote se pasó los toros ceñidísimo, y al matar su segundo se quedó tan encima del toro, que salió enfrontilado y con peligro.

Curro Caro, que lleva una buena racha de toros buenos, le tocó un primer toro superior, el mejor de la corrida, del que ya hemos hecho mención. Le toreó bien, pero sin ligarle la faena, lo que quitó relieve y emoción, y esa armonía que es lo que corona los éxitos de la muleta. Por eso faenas buenas como ésta quedan a falta de algo, que es el entusiasmo. Un pinchazo y una estocada delantera. Y dio la vuelta al ruedo y hubo petición de oreja. En el último, ni le intentó vencer las dificultades; le acosó el toro de primera, y el torero se deshizo de él con una estocada cualquiera.
Domingo Ortega salió de la plaza llevando en la mano el negro pájaro muerto que silbaba. Le había matado el gesto.

LAS TAURINAS DE ABC
EDICIONES LUCA DE TENA, 2003