Pilar Cañada
Ignacio Ruiz Quintano
Abc
19 de noviembre de 2000
«Nixon, que estaba muy preocupado con la situación en España, me dijo: 'Quiero que vayas y hables con Franco sobre lo que acontecerá después de él.' Franco me recibió en pie. Me dijo: 'Lo que interesa realmente a su presidente es lo que acontecerá en España después de mi muerte, ¿no? Siéntese, se lo voy a decir. Yo he creado instituciones y nadie piensa que funcionarán. Están equivocados. El Príncipe será Rey, porque no hay alternativa. España irá lejos en el camino que desean ustedes, los ingleses y los franceses: democracia, pornografía, droga y qué sé yo. Habrá grandes locuras, pero ninguna de ellas será fatal para España.' Yo le dije: 'Pero, mi general, ¿cómo puede estar usted seguro?' 'Porque yo voy a dejar algo que no encontré hace cuarenta años.' Yo pensé que iba a decir las Fuerzas Armadas, pero dijo: 'La clase media española.' Se levantó, me dio la mano y ya había terminado la entrevista.»
Vernon Walters, militar y diplomático norteamericano, en ABC, 15 de agosto de 2000.
Como todas las clases medias, la clase media de 1975 tendía a creer que todo lo que había en el universo era fruto del azar y de la necesidad, o lo que en buena prosa sociológica se llama vivir milagrosamente. 1975 fue el año en que vivimos milagrosamente. ¿Y qué había en el universo español de 1975? ¿Cómo vivía una clase media sin bingo ni casino, sin divorcio ni autovía, sin video ni cine x, sin móvil ni tarjeta, sin cajero automático ni inglés, sin fax ni compact-disc, sin láser y, por supuesto, sin PC?
En el mundo de 1975 había, para empezar, una gran excitación. Verbal, por supuesto. Las necesidades parecían políticas, y los azares, económicos. A falta de hechos diferenciales, la clase media discutía de hechos vivos, aunque la economía y la política las tomaba el español corriente como vinieran, pues en el fondo sólo le interesaban para distraerse. Quién más, quién menos, todo el mundo aspiraba a seguir viviendo del milagro, que era el recurso más económico de una sociedad rígidamente gobernada por la tradición y la costumbre del verbalismo autoritario. Actuar de acuerdo con lo que los que mandan esperan de ella ha sido históricamente la estrategia de la clase media para defender su supervivencia.
A diferencia de las demás clases, la clase media de 1975 sabía que tenía algo que perder, y el orden y el temor al desorden presidían mentalmente el centro de su universo, si acaso alterado por el ímpetu juvenil de algún joven lector de Lenin que arrojaba octavillas en la boca del Metro como para evocar la «toma del Palacio de Invierno». En el invierno de 1975, sin embargo, ningún joven había podido ver El acorazado Potemkin, la piadosa película de Eisenstein que, tras cuatro décadas de prohibición, sería repuesta en Madrid en el verano del 77, un año después del estreno en Barcelona de El gran dictador, de Chaplin. La cartelera madrileña, al no poder programar más que títulos de una moral purísíma, iba proyectando, por exclusión, una cinematografía terriblemente inmoral para mayores de dieciocho años: ¡Ya soy mujer! (Summers), Pippi lo pasa pipa (Pippi Langstrumpf), Apasionada (Ornella Muti), Venga a tomar café con nosotras (Ugo Tognazzi), y así. El cine de compromiso más íntimo estaba en Perpignan y se llamaba Emmanuelle: todo el mundo se enamoró con frenesí de Sylvia Kristel, y la clase media viajaba para verla con esa ansiedad que exhiben los futbolistas ingleses cuando acuden a rematar un córner. Al mismo tiempo, en Cáceres, un guardia municipal se procuraba su cuarto de hora de gloria moral obligando a retirar de un escaparate La maja desnuda de Goya, a su juicio «indecente y pornográfica». Y la censura publicitaria prohibía el lanzamiento de una bebida refrescante que llevaba por lema «Haz el amor y no la guerra». Estaba visto que, si alguien quería saber algo del amor, no tenía que interrogar a un poeta, sino a un médico. Algo de todo esto empezaba a deslizarse en la estadística, como, por ejemplo, la edad media de la maternidad de las españolas, que iba en aumento. Año Santo, el de 1975, que también fue declarado Año Internacional de la Mujer, o de «la santa», como la llamaba el español de toda la vida. La inglesa Margaret Thatcher ganó la presidencia del Partido Conservador, la japonesa Junko Tabei coronó el Everest y la norteamericana Patricia Hearst, víctima de aquella suerte de blanquismo de los sesenta para gente acomodada y con remordimientos por su desahogo económico, fue arrestada por la policía.
Como todas las clases medias, la clase media de 1975 tendía a creer que todo lo que había en el universo era fruto del azar y de la necesidad, o lo que en buena prosa sociológica se llama vivir milagrosamente. 1975 fue el año en que vivimos milagrosamente. ¿Y qué había en el universo español de 1975? ¿Cómo vivía una clase media sin bingo ni casino, sin divorcio ni autovía, sin video ni cine x, sin móvil ni tarjeta, sin cajero automático ni inglés, sin fax ni compact-disc, sin láser y, por supuesto, sin PC?
En el mundo de 1975 había, para empezar, una gran excitación. Verbal, por supuesto. Las necesidades parecían políticas, y los azares, económicos. A falta de hechos diferenciales, la clase media discutía de hechos vivos, aunque la economía y la política las tomaba el español corriente como vinieran, pues en el fondo sólo le interesaban para distraerse. Quién más, quién menos, todo el mundo aspiraba a seguir viviendo del milagro, que era el recurso más económico de una sociedad rígidamente gobernada por la tradición y la costumbre del verbalismo autoritario. Actuar de acuerdo con lo que los que mandan esperan de ella ha sido históricamente la estrategia de la clase media para defender su supervivencia.
A diferencia de las demás clases, la clase media de 1975 sabía que tenía algo que perder, y el orden y el temor al desorden presidían mentalmente el centro de su universo, si acaso alterado por el ímpetu juvenil de algún joven lector de Lenin que arrojaba octavillas en la boca del Metro como para evocar la «toma del Palacio de Invierno». En el invierno de 1975, sin embargo, ningún joven había podido ver El acorazado Potemkin, la piadosa película de Eisenstein que, tras cuatro décadas de prohibición, sería repuesta en Madrid en el verano del 77, un año después del estreno en Barcelona de El gran dictador, de Chaplin. La cartelera madrileña, al no poder programar más que títulos de una moral purísíma, iba proyectando, por exclusión, una cinematografía terriblemente inmoral para mayores de dieciocho años: ¡Ya soy mujer! (Summers), Pippi lo pasa pipa (Pippi Langstrumpf), Apasionada (Ornella Muti), Venga a tomar café con nosotras (Ugo Tognazzi), y así. El cine de compromiso más íntimo estaba en Perpignan y se llamaba Emmanuelle: todo el mundo se enamoró con frenesí de Sylvia Kristel, y la clase media viajaba para verla con esa ansiedad que exhiben los futbolistas ingleses cuando acuden a rematar un córner. Al mismo tiempo, en Cáceres, un guardia municipal se procuraba su cuarto de hora de gloria moral obligando a retirar de un escaparate La maja desnuda de Goya, a su juicio «indecente y pornográfica». Y la censura publicitaria prohibía el lanzamiento de una bebida refrescante que llevaba por lema «Haz el amor y no la guerra». Estaba visto que, si alguien quería saber algo del amor, no tenía que interrogar a un poeta, sino a un médico. Algo de todo esto empezaba a deslizarse en la estadística, como, por ejemplo, la edad media de la maternidad de las españolas, que iba en aumento. Año Santo, el de 1975, que también fue declarado Año Internacional de la Mujer, o de «la santa», como la llamaba el español de toda la vida. La inglesa Margaret Thatcher ganó la presidencia del Partido Conservador, la japonesa Junko Tabei coronó el Everest y la norteamericana Patricia Hearst, víctima de aquella suerte de blanquismo de los sesenta para gente acomodada y con remordimientos por su desahogo económico, fue arrestada por la policía.
Patricia Hearst
En España, al referir la influencia de la causa juvenil, los cronistas exageran hasta encontrar el idioma castellano casi insuficiente, pero, en realidad, la causa de aquella juventud acomodada que dormía con el póster del Che respondía más al primer nihilismo de la abundancia que a la última crisis del capitalismo. La sociedad se había convertido en un muestrario de «copias infieles de originales inútiles», y, al final, la mayoría no halló mejor manera de librarse de sus obsesiones que proyectar sus sueños en una actividad nueva: el consumo. Fruto del azar o de la necesidad, el consumo constituyó el mayor de los milagros, aunque luego a todo el mundo le ha hecho ilusión apropiarse del comentario del duque de Wellington acerca de la batalla de Waterloo: «Fue algo extraordinario. Creo que si yo no hubiera estado allí no habríamos ganado.»
Consumir, ¿para qué? Para estar a la moda. La moda era el enigma de moda. Lenguas y plumas llevaban mucho tiempo tejiendo cuentos mágicos sobre el consumo, y los más optimistas adornaban sus cenas sociales con las amables teorías de Alvin Toffler en El shock del futuro. Claro que, ¿cómo combinar un salario mínimo de doscientas ochenta pesetas al día y una inflación del diecisiete por ciento al año? Todo era contar las habas contadas. Un dólar, cincuenta y cinco pesetas. Aun así, en 1975 nadie quería apearse de una convicción general según la cual Dios se había propuesto enriquecer a una clase media que ya comenzaba a tener muchos empleos -el «pluriempleo» se erigió en género costumbrista- y una cosa clara: ningún pobre daba trabajo.
La España oficial jugaba al asociacionismo, pero la España real se apuntaba al creciente individualismo, que era un hecho vivo, y, si había un hecho vivo, había que proceder inmediatamente a su «estructuración». En un santiamén, la clase media pasó del latín al estructuralismo -«más fútbol y menos latín», recomendaba el risueño Solís-, y en otro santiamén, del estructuralismo a un individualismo balbuciente, pero posesivo. Se trataba, al parecer, de que la gente comiese más y vistiese mejor, y por eso el economista Estapé puede decir que «la transición la hizo el 600».
Había que ver la publicidad de 1975. Coches: «Particular. Vendo Seat 600-D, M-780000, como estreno. 39.000 pesetas.» Servicio doméstico: «Doncella fina. Ofrécese.» «Chica todo, salmantina, colocaríase.» «Castellana sabiendo obligaciones, ofrécese.» «Mozo comedor, informado.» «Muchacha todo, gustándole niños, colocaríase.» Viajes: «Excursiones a Moscú. 15 días de duración, hotel de primera categoría, avión reactor.» «Este año Rumanía. ¡Auténticas vacaciones para todos! Ruta conde Drácula y Moldavia, 19.850 pesetas. Tratamiento de geriatría, doctora Ana Aslan. Clínica Otopeni, 56.950 pesetas.» Inmobiliaria: «Su chalet en Madrid. Modelo Colmenar. 5.950.000 pesetas, incluida parcela ajardinada de hasta 1.250metros cuadrados. Facilidades de hasta doce años.» Varios: «Inspector de cuentas incidentadas. Morosos.» «Vendo retablo barroco.»
La clase media trasnochaba como en Madrid y madrugaba como en Burgos. Se dormía poco. Se viajaba menos. No se conocían la bulimia ni la anorexia. Gastronómicamente, la panzada seguía siendo la ortodoxia en la mesa. La crítica, única arma eficaz contra las ortodoxias, estaba, dentro de lo que cabía, en la prensa -«el Parlamento de papel», decían los ases de la palabra-, donde todas las cuestiones sociales hallaban cobijo en forma de encuesta. Cuestión del día 31 de diciembre de 1975: «¿Cree que las nueve de la noche es buena hora para el Telediario, o le parece más lógica las nueve y media?» Respuestas: «El mejor horario sería a las nueve y media, porque solemos salir de trabajar tarde y el Telediario es una de las cosas buenas para ver.» (María Dolores Liébana, peluquera.) «Me da igual a una hora que a otra. El Telediario me tiene sin cuidado, porque no lo veo nunca. Lo que a mí me interesa son únicamente los deportes.» (Miguel Morón, camarero de hotel.)
Para los españoles como Morón, el año 1975fue bueno. Fuera, los gallos eran Eddy Mercks, Emerson Fittipaldi y, por supuesto, Johan Cruyff, Balón de Oro con el F. C. Barcelona, aunque la Liga y la Copa fueron para el Real Madrid. La Liga, un paseo. Y la Copa, una final extraordinaria, resuelta por penaltis, entre los dos equipos de la capital. Miguel Ángel, Uría, Touriño, Camacho, Rubiñán, Del Bosque, Pirri, Vitoria, Amancio, Santillana y Roberto Martinez jugaron en el Real, y en el Atlético, Reina, Eusebio, Benegas, Díaz, Marcelino, Adelardo, Irureta, Alberto, Leal, Gárate y Becerra. Socialmente, el carisma deportivo se lo disputaban el boxeador Perico Fernández y el piloto Ángel Nieto. Mariano Haro, Manuel Orantes, José Manuel Fuente, los hermanos Doreste y Santiago Esteve completaban el retablo deportivo de TVE, que abría sus emisiones a las 13,45, con la Carta de ajuste, y las cerraba a las 23,30, con Reflexión, despedida y cierre. El programa estelar, y en color, era el Telediario, concebido como aquel personaje de Galdós que escribió «la historia lógico-cultural de España» no como ella fue realmente, sino como debió haber sido. El Telediario tenía una oportunidad: la de ser puntual. Y una eficacia: la de declarar tabú todas las cuestiones que tocaba.
Tocar lo que el Telediario había tocado suponía hablar siempre a media voz, veladamente, esquivando la claridad. Tráfico clandestino de personas, en su mayoría norteafricanas y portuguesas, por la frontera de Irún hacia Francia. Estallido del caso Sofico. Rebajas de penas en el Proceso 1001. Suárez, nombrado secretario general del Movimiento. Muerte de Onassis. Nacimiento del ECU -Europeart Current Unity-, moneda de la Comunidad Económica Europea. Karpov, campeón del mundo de ajedrez por incomparecencia de Bobby Fisher. Caso Matesa. Torrente Ballester, académico. Estado de excepción en Vizcaya y Guipúzcoa. Caída de Saigón. Tumulto en el Ateneo de Madrid por el libro El varón polígamo, de Esther Vilar. Proceso a la Baader-Meinhof. Los emigrantes envían a España ochocientos millones de marcos. Gerald Ford en Madrid. Retirada del pasaporte a los abogados Felipe González y Enrique Múgica. Inauguración de la electrificación de la linea férrea Madrid-Guadalajara, con la que termina la tracción de vapor en los ferrocarriles españoles. Muerte de Dionisio Ridruejo. El periodista Huertas Clavería ingresa en prisión por un reportaje. Crimen de Los Galindos. Secuestro judicial de los semanarios Destino, Posible y Cambio 16. Ejecución de dos terroristas de Eta y tres del Frap. La película Furtivos, Concha de Oro del Festival de San Sebastián. Olof Palme pide dinero con una hucha para la oposición española. Comienza la Marcha Verde. Franco, aquejado de una afección gripal. Prohiben a Víctor Manuel actuar en Asturias. Liberados Camacho y los demás encartados en el Proceso 1001. Asesinato de Pasolini.
El miércoles, 19 de noviembre, la clase media cenó viendo el capítulo Carola, de la serie Este señor de negro, de Mingote y Mercero, antes de arrellanarse en el sofá para ver en familia La hora de..., un programa de Valerio Lazarov entre el ultraísmo pop y el colorismo acid que aquella noche estaba dedicado a Julio Iglesias. Por un día, la metáfora tradicional del mundo como escenario se había trasladado al hogar. Las diez era la hora de estar en casa, y La hora de..., las diez y media. Sin embargo, se interrumpió la programación, y en la pantalla apareció Pilar Cañada, la locutora de continuidad que impregnaba de glamour cualquier imprevisto, ramoneando los comunicados oficiales como las jirafas las hojas llenas de savia, Y apareció para comunicar la suspensión del programa de Julio Iglesias, que fue sustituido por la película Objetivo Birmania. Y como la sombra del padre de Hamlet cruza por la terraza del castillo de Kromborg, así la sombra de un Régimen -¡el Régimen!- pasó en aquel momento por el salón de la clase media, mientras Erroll Flynn se adentraba en la selva birmana con el presagio de una era desaparecida para siempre. Los más jóvenes hoy ya sólo recuerdan que al día siguiente no hubo colegio.
Ornella Muti