Pantojerías
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Hughes
Se llegó a un punto en España en que, cuando la Pantoja y Julián Muñoz, Cachuli en el siglo, cogían un avión para irse de vacaciones, los periodistas les preguntaban si se dirigían a algún paraíso fiscal, confundiendo la evasión fiscal con la Riviera Maya. Era como si la corrupción fuera un lugar físico donde con pai pai y pareo los ediles ibéricos fueran a ligar bronce y asegurar los capitales, que en esos retiros paradisiacos se alejaban del frenesí electrónico y especulativo en que devino el dinero moderno. El paraiso fiscal sería un gran resort donde tomar mojitos mientras el dinero, más o menos blanqueado, que ya se sabe que el dinero tiene una mácula original con la que no hay manera, se preservaba de la gran devoración de la burbuja y la crisis. Al final, el paraíso fiscal era una huída del mundo moderno y un lugar sin fiscalidad, es decir, sin políticos. El edén, vamos.
La Pantoja está dando el último paseíllo de coplera (marcialidad femenina y muriente de la copla, última manera de andar de la española) y es una Mona Lisa con más pelo que no se sabe si ríe o llora.
El mundo pantoja es un macondo flipante de la vida nuestra. Cantora es una Mandeley a la que volvemos siempre, un universo profundo de aparceros, chóferes y secretarias, como una Dinastía de campo saliendo de la mente de algún novelista de un neorrealismo fungible y rosa.
Cantora limita con el bollerío fino y apócrifo de Encarna y el secreto sáfico del coplerío nacional, con la corrupción política (¡tú me has comprado con dinero malayo!), con el cancaneo rociero y su leyenda de éxtasis marianos y roneos carreteros; y con el elenco completo de la prensa rosa y el escarnio público, es decir, con nosotros, el vulgo, el pópulo guillotinero.
Isabel, Maribel, mi Gitana tiene un entourage que le gravita, del que se caen personajes como spin-offs: el hermano Agustín, de rizo perfecto, su hijo Kiko, que dice que ya no sale, que él hace bolos, la sobrina, la Bollo y Luis Rollán, que parece un secretario gitano de Cole Porter y junto a ellos estuvo Julián Muñoz, gran bigote retro, protagonista de talle altísimo (vagamente toreril) de una hoguera de las vanidades marbellí.
La Pantoja, ella misma un caso, tiene todas las ramificaciones y las arborescencias que admite la vida española. Hay que ser pantojólogo para saber de ella, meterse en su mundo legendario. Ella es el clavel ensoñado del último mariquita, la dicción señoroña del cantable español y el misterio que queda y paradójicamente resiste a la televisión, porque cuanto más voraz es la televisión ella más se sustrae, más cerrado parece su misterio y hasta le han tenido que hacer una faction en telecinco, que lo real necesita de la ficción para explicar su misterio.
Tras las elecciones andaluzas y viendo cómo se le resiste el sur a la derecha, fantasea uno con otra alternativa al Psoe, el partido que Muñoz y la Panto nunca crearon, un neopopulismo de faralaes y machismo urbanístico que dominara España desde el occidente mágico de Andalucía.
En La Gaceta