Jorge Bustos
Estuve en el Bernabéu y duermo con un escudo del Real Madrid pendiendo sobre mi cabeza, adosado horteramente a la pared en adolescente victoria de lo afectivo sobre lo decoroso, así que pueden hacerse una idea de cómo me sentía en las primeras horas que siguieron al pitido final. Ahora, sin embargo, mecido por la resaca de la melancolía, al arrullo encontrado que oponen la resignación y los cinco puntos que les sacamos en Liga, van naciendo nuevas sensaciones en uno, más científicas seguro, y más descorazonadoras también, como sucede siempre que verificamos la vigencia de nuestros atavismos.
No va a uno a verter más tinta sobre táctica y pizarrería, alineaciones y ataques de entrenador. Como ha jugado y juega mucho al fútbol, uno sabe que los goles acaban dependiendo siempre de anárquicas combinaciones instantáneas de fuerza y habilidad, más o menos imprevisibles. Uno cree en ese porcentaje 20-80 en que distribuye Gatti la respectiva influencia sobre el juego del entrenador y de los jugadores. Un entrenador es como la pipa de un policía español: una cosa eminentemente decorativa e intimidatoria, necesaria porque no es bueno que el hombre se sepa del todo eximido de vigilancia, pero ningún entrenador enseñó a driblar a Maradona o a volear a Zidane. Van quedando por lo además pocas secuoyas en el Amazonas para satisfacer la demanda de papel impreso que exigen las cogitaciones de un Segurola o un Diego Torres. Y tampoco sabe uno tanto de fútbol como los 40 locuaces millones de seleccionadores nacionales y entrenadores del Real Madrid que hay en España, según señala Paul Tenorio.
Por mi parte, baste el diagnóstico de finos entomólogos que coreaban los Ultra Sur al final del partido: “¡Once Juanitos, queremos once Juanitos!”
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