Los kenianos piensan en el tiempo
Siempre en el tiempo
Juan Pablo Meneses
Letras Libres
Al final de esta historia alguien muere. Es una muerte inesperada. Pero eso sucede al final de esta historia, porque ahora estoy arriba de un Boeing de SouthAfrican Airways sobrevolando Nairobi. La pista se ve cerca, ridículamente delgada y gris en medio de un mar de tierra tan seca como una cucharada de arena.
Arriba del avión va John Hesler, un keniano blanco que casi vomitó cuando el piloto de la nave giró alrededor del Kilimanjaro para que pudiéramos fotografiar el monte más famoso del este de África. Hesler subió al avión en Johannesburgo, adonde había ido a cerrar un negocio de importación de televisores. Estudió en Europa, reparte su vida entre Londres y Nairobi, y piensa que la mejor empresa de su vida sería la representación de maratonistas de Kenia.
—Es un gran negocio llevarlos a los circuitos internacionales. Pero hay demasiadas compañías europeas igualmente interesadas, y estos atletas no son disciplinados —dice John Hesler, quien por ahora prefiere seguir negociando televisores.
Basta aterrizar en el aeropuerto Jomo Kenyatta de Nairobi, la capital de Kenia, para comprobar que África sigue siendo un misterio para los occidentales. Por mi camino se cruzan musulmanes de manos tatuadas y sonrisa cubierta, indios de turbante almidonado y maletín, una reina kikuyu con el rostro decorado por quemaduras, además de varios turistas blancos, la mayoría portando un sombrero de safari. Los safaris, palabra que en lengua swahili significa "viaje", nacieron hace un siglo y medio como peligrosas jornadas de cacería de multimillonarios y miembros de la realeza europea. Hoy los safaris se han transformado en hordas de aventureros extranjeros —en su mayoría europeos, norteamericanos y japoneses— que han cambiado escopetas por cámaras digitales y cintas de video, y de paso han convertido al turismo en una de las contadas empresas florecientes en este lado del planeta.
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Vía @SalcedoRamos