Sin perdón
Ignacio Ruiz Quintano
Abc
Primer martes después del primer lunes de noviembre.
Título de emperador en juego.
En un rincón, el campeón, Obama, con Pitbull, el rapero de “Culo”. En el otro rincón, el aspirante, Romney, con Clint Eastwood, el cineasta de “Sin perdón”.
En España, el primero en apoyar a Obama fue Fraga. Después, Pepiño Blanco, quien se abstuvo de decirlo “para no influir en la votación”. Finalmente, en tropel, llegaron los Manolos del Bombo de Obama, la clave de cuyo éxito fue, en palabras de Carmen Calvo, “su perfil femenino”, que es una cosa como de Pavlovsky.
Con Madoff de ponedor de la causa demócrata, los turiferarios de Obama propagaron que su timonel cumpliría sus promesas, pues había sido capaz de comer “carne de perro y de serpiente y grillo asado”.
Antes de centrarse en Mourinho, el hispanista Carlin destapó que la fascinación de Obama era un padre que abandonó a la familia en Hawai y aquel Lincoln al que Borges tenía por modelo de demagogo, pues cuando hacía su campaña presidencial dijo en Boston que todo americano nacía libre (expresión contra la esclavitud), pero cuando habló en Nueva Orleáns le recordaron que había dicho tal cosa, y él rectificó diciendo:
–Sí, yo dije tal cosa, pero cuando dos razas tienen que convivir, la raza inferior tiene que estar supeditada a la raza superior.
Una tal Mary Beard salió a decir entonces que Obama era Septimio Severo, primer africano emperador de Roma, de quien nos dice Gibbon que “la posteridad, viendo las aciagas resultas de sus máximas y su ejemplo, fundadamente lo graduó de autor principal en la decadencia del imperio romano”.
Obama, el hombre que emocionó a Spielberg invitando a Zapatero a un Desayuno de Oración, y Romney, el hombre que ha devuelto la esperanza a Clint Eastwood.