jueves, 5 de abril de 2012

El genial Mingote


Jorge Bustos

La redacción de un periódico consta ordinariamente de no mucho más que carne ardiendo en silencio al servicio de la máquina trituradora de la actualidad; carne ocupada mayormente en avideces eléctricas y vacías, decía Mailer. Pero un día vuelves a la redacción, transcurrido el mes desde que te partiste la pierna, y te encuentras con que Antonio Mingote se ha muerto. La jornada periodística entonces se detiene algo, se distiende y decolora, adquiere proporciones de viñeta, de linterna mágica donde giran a fogonazos de color ciertos trogloditas peludos y aforistas, condes melancólicos de fieros bigotes, marquesas aparatosamente acollaradas, toreros sin miedo al toro sino a la parienta, quijotes joviales, pordioseros filósofos, rubias turgentes y mirones rijosos, fanáticos encapuchados, hombres solos existencialistas, ejercicios de ambición picassiana, náufragos expertos en sociología, murales urbanos, alcaldes de puro y chistera, hampones esquineros, beatorras de escándalo fácil, pescadores impenitentes de botas, guardametas con boina o celebridades recién difuntas presentándose ante San Pedro como él se presentaría ayer, aunque no estaremos seguros hasta que le veamos llamar a las puertas del cielo en un recuadro de periódico, como él piadosamente hacía con los demás. El gremio entero del humor gráfico, que es un gremio de gente bien nacida, hoy destinará su sección a homenajes filiales porque Mingote era maestro decano y porque Mingote era, en el buen sentido de la palabra, bueno.

¿Has visto el chiste de Mingote de hoy? ¡Es genial! —solía decirme mi padre un sábado cualquiera por la mañana, con el ABC en la mano y una sonrisa ancha (porque Mingote era la sonrisa y ya advertía Gómez Dávila de que “en literatura la risa muere pronto, pero la sonrisa es inmortal”). Y yo, legañoso aún, en pijama, tomaba el periódico que me tendía mi padre sonriente y leía el chiste de Mingote, porque eran chistes que se leían aun cuando no llevaran al pie nada más que aquella mínima línea de diálogo, con lo difícil que es el conceptismo irónico en dibujo y lo fácil que resulta repetirse o incurrir en lo estrepitosamente vulgar.

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