Luarca
Ignacio Ruiz Quintano
Abc
Luarca, que marca la verdadera frontera de Galicia y Asturias, está como si le hubiera dado un aire, es decir, como cuando paró en ella don Jorgito el inglés, George Borrow, el vendedor de biblias como la que lee Keylor Navas, traído aquí por un guía de Ribadeo y a lomos de una yegua facciosa (alavesa), abandonada por los carlistas, por coja.
“Tempus fugit”, avisa hoy un reloj de sol en el Puente del Beso.
Pero aquí no “fugit” nada.
Para don Jorgito, Luarca sólo era una hondonada (como la religión católica), y de ahí no le sacaba nadie hasta que se decidió a hacerlo su guía gallego, que cantaba una copla que ya anticipaba nuestro mundo cultural:
–Un manco escribió una carta, / un ciego la está mirando, / un mudo la está leyendo, / y un sordo la está escuchando.
La vida de Luarca discurre alrededor del puerto (que de ahí, nos dice nuestro filósofo nacional, viene “deporte”, de “estar de puerto”).
En una casa como de domingo entre dos casas arruinadas llama la atención un azulejo que bien podría ser el de la copla del guía de don Jorgito: “Esta casa ha sido galardonada como la más embellecida en el año 1956 merced al cuidado de sus moradores.”
La casa más embellecida. El pueblo más bonito. Y así.
En este ensimismamiento de ministerio de Información y Turismo para atraer al turismo de la primeriza clase media quedó atrapado “el pueblo más bonito”, en seguida arrasado, como toda España (y como casi toda Europa), por el urbanismo pirático de los 60, que se caracteriza por el estilo Ceaucescu (cementero y grisón) de sus construcciones.
Una placa en piedra (“Plaza de Carmen y Severo Ochoa de Albornoz”) nos confirma que estamos en la cuna de un Premio Nobel de Medicina, con ese Albornoz intrigante que nos lleva a otra placa, la de don Álvaro de Albornoz, tío del Nobel, abogado, ministro de la República y jefe del gobierno republicano en el exilio al que él enviara antes a los jesuitas: “El pueblo que lo vio nacer, honrado con el ejemplo de tan ilustre hijo, le dedica este recuerdo.” Y la placa, que es de 2004, podría ser de 1804, pues todo en Luarca tiene alma de museo.
–¿Estaban vivos? –preguntó Mariló Montero, “en riguroso directo”, sobre los calamares gigantes del Museo de Luarca.
El sueño eterno de esos cefalópodos abisales que atemorizaban a Mariló (“¿muerden?”) es una pálida imitación del sueño turístico (la vida es sueño) de pasear el Muelle, día a día, arriba y abajo, al caer de la tarde. En esta facilidad para la ensoñación el genio de Gil Parrondo (¡nuestro primer Oscar!) vio el cielo abierto para sus musas, que de Luarca es el rey de la dirección artística en la edad dorada del cine.
En esta entrañable Venecia de bolsillo (para todos los bolsillos) que es Luarca, con George Borrow en lugar de Dirk Bogarde, el verdadero lujo es el silencio, y para que luzca la importancia del silencio hay en el muelle un “Tributo al Rock Español”, pero no veo, ay, a ningún Tadzio (“Tadziu”).
El tributo
Tadziu no etaba allí