Fue posible
Jean Juan Palette-Cazajus
Son las doce de la noche, “Le Monde” titula: “La estructura de la catedral parece salvada y preservada”. Es la primera oportunidad de serenar apenas la respiración desde la 18.30, cuando la primera noticia del catastrófico incendio me pilló en el autobús 15, camino de mi asilo madrileño. Encendí rutinariamente mi teléfono tropezando con un vídeo en directo que mostraba llamas impresionantes saliendo del crucero de la catedral. El objetivo se detenía también, en amplia panorámica, sobre las caras horrorizadas e incrédulas de la multitud que se iba agolpando en las orillas del Sena. El choque inicial en el hueco del estómago fue violento. Pero tras él, mi primera reacción fue la de incredulidad: esto tenía que ser algún montaje de ficción ostentoso y truculento.
Pero no. Llegado a casa logré conectarme con un canal galo de información continua y pude presenciar horrorizado los espectaculares progresos del incendio. La digestión posterior a una entrañable comida con amigos se fue cortando violentamente y el cuerpo se encogía y tetanizaba. Mientras, la cabeza salmodiaba por su cuenta, autista, mecánica, machacona: “no puede ser, no puede ser, no puede ser, no puede…”. Empiezan a llamar las amigas, los amigos, la familia, casi todos con lágrimas en la voz. Ante nuestros ojos incrédulos las llamas van alcanzando la flecha de Viollet-le-Duc y la transforman rápidamente en trágica tea. Como en una pesadilla la vemos trastabillarse y luego derrumbarse sobre las cubiertas: una masa incandescente de 500 toneladas de madera, 250 de plomo, con las doce estatuas de los apóstoles, en cobre color cardenillo que la flanqueaban, donde Viollet-le-Duc se había representado a sí mismo bajo los rasgos de Santo Tomás con una escuadra en la mano. Fundido también, claro, el gallo que la remataba y encerraba –dicen– una espina de la Santa Corona, una reliquia de Saint Denis y otra de Santa Genoveva.
Mi amiga y yo lo tuvimos claro: la caída de aquella bomba incendiaria sellaba la suerte de toda la cubierta. Reventó la tensión, me desmoroné y me tiré varios minutos lloriqueando como un crío, vergonzosa e imparablemente. Oía, en un nublado, mi amiga, arquitecta de pro, tratando de animarme, con palabras que me resultaban surrealistas, y ponderando las alentadoras perspectivas reconstructivas ofrecidas hoy por los adelantos técnicos y la calidad de los profesionales. Le dije que desde el triste día en que viera a mi madre de cuerpo presente no había vuelto a padecer tal sentimiento de dolor, de impotencia y de brutal sinrazón. Con granítico criterio moral soriano, tachó mi amiga de grave pecado tal equiparación de las realidades materiales con la vida de las personas y me conminó a no consignar aquí tamaña indecencia. Pero cual lo sentí, cual lo sigo sintiendo, aquí lo dejo. Desde la conciencia de haber presenciado un momento irreparable de la historia; desde la trágica certeza de la arbitrariedad definitiva de sus albures. Desde la implacable posibilidad histórica de las peores imposibilidades.
Pocos motivos había para dudarlo, pero hoy quedó trágicamente claro que Notre Dame de Paris era el símbolo por excelencia de la continuidad nacional francesa. En esa clase de adscripciones y advocaciones identitarias hay siempre factores aleatorios, arbitrarios e irracionales, nunca me cansaré de repetirlo, pero en este caso abundaban las referencias concretas: París es la única gran capital europea que disfrutaba de la presencia de una importante catedral gótica. Situada además en el centro geográfico, geométrico y simbólico de su expansión histórica. El Kilómetro cero de las carreteras francesas arranca desde el “parvis”, el atrio, de Notre-Dame. Las vicisitudes y heridas del santuario fueron incontables. Tiempo habrá desgraciadamente para hablar de ellas. Si fue muy maltratada por la Revolución, con anterioridad a ella, la catedral les había ido resultando tan obsoleta como “démodée” a los prelados y prebostes de los siglos XVII y XVIII, en épocas de máximo desprestigio de la arquitectura “gótica”, o sea bárbara. El estilo ojival, lo fueron rescatando los románticos y sobra la evocación del conocido papel de Víctor Hugo.
No hubo momento importante de la historia reciente de Francia que no quedara solemnizado y eternizado en Notre Dame: el Te Deum presidido por De Gaulle, el 26 de agosto de 1944 tras la liberación de París, con tiroteos incluidos en el atrio del santuario; el funeral del propio general De Gaulle el 12 de noviembre de 1970; el de François Mitterand, el 11 de enero de 1996 con las lágrimas de Helmuth Kohl y la presencia de un Fidel Castro abotargado en insólitos traje y corbata; la misa solemne en memoria de las víctimas de los atentados, el 15 de noviembre de 2015 y el bordón de la torre doblando por ellas.
Notre-Dame no era la más grande, la más alta ni tal vez siquiera la más bella de las catedrales góticas francesas. (¡De dónde sacar fuerzas para seguir escribiendo y hacerlo en imperfecto!). Pensemos en Reims, en Amiens, en Chartres, en Bourges. Pero su silueta era particularmente grata y armónica, aparecía ante los ojos como una milagrosa evidencia, conocida desde la memoria del alma, realzada por un marco urbano tan digno de ella como universalmente familiar. Hace muchos años que no había entrado en Notre-Dame. No sabría decir cuántos. París es una ciudad en situación terminal de artificialización, teatralización y museificación. Las colas delante de la catedral son -¡eran!- perpetuas e interminables. La perspectiva de visitarla en medio de un hormiguero agobiante, coartada ya toda posibilitad de vivirla, de sentirla, de paladearla, me resultaba definitivamente vomitiva. Prefería desde hace años soñarla y recordarla.
Simple variante antropomórfica de la explotación ganadera, el turismo de masas sólo apunta a la rentabilización económica del manejo y desplazamiento de la cabaña humana. Antiguamente los monumentos de la cultura occidental sólo eran asequibles a la pequeña minoría que disfrutaba del privilegio de viajar. Hoy la presencia invasiva de los hatos humanos ha logrado el resultado paradójico de degradarlos y trivializarlos hasta el punto de hacerlos invisibles. La única prueba fehaciente de su existencia es la postal turística donde el turista –milagrosamente– nunca aparece.
El 19 de septiembre de 1914 la catedral de Reims fue bombardeada e incendiada por las tropas alemanas. Quedó casi totalmente destruida. Antes de su retirada, en 1918, los germanos se volvieron a despedir con obuses del cadáver trémulo donde otrora se consagraran los reyes de Francia. Aquel ensañamiento tenía una explicación. El adjetivo “gótico” con que los barrocos y neoclásicos franceses calificaban despectivamente el arte ojival, olvidados o ignorantes de que aquel arte había sido el genuino de la Isla de Francia, sirvió en cambio a los alemanes, a partir del romanticismo, para plantear y reivindicar la germanidad original de aquel estilo. Ya muchos años antes de la Guerra de 1914-18, los historiadores del arte habían restablecido la procedencia originaria del “Opus Francigenum”. Y el pangermanismo se cobró su frustración. Ésta fue siempre mi tesis y puede aparecer como francocentrada. Una importante tesis universitaria alemana acaba de confirmar honestamente la hipótesis.
A lo largo de la pasada y trágica noche han sido varias las voces francesas que han recordado lo que en su momento se conoció como el “martirio” de la catedral de Reims. Para decir que lo que estaba ocurriendo en Notre-Dame era -lo comparto- incomparablemente peor. Porque no acontecido en el marco de la peor confrontación bélica que conociera el mundo, que todo lo diluía en un común horizonte del horror y la devastación, sino en el de una sociedad posmoderna acostumbrada al dulce confort y a la intangible presencia de su entorno patrimonial. Basta con pensar en la indignación de la mayoría de la sociedad francesa por las recientes degradaciones –al día de hoy de repente tan irrisorias– ocasionadas al marco urbano por los “chalecos amarillos”.
Por muy larga y cuidadosamente restaurada que quedara la catedral de Reims, se quebró definitivamente la fisiología de su organicidad milenaria y quedó infartada la necesaria coalescencia entre continuidad y “autenticidad”. ¡Qué difícil, y hoy más que nunca, resulta explicitar todo aquello! Nunca tampoco, lo sabemos, volverá Notre-Dame a ser lo que fue….Personalmente cabe dudar de que yo llegue a ver lo que algún día será su resurrección de las llamas. Destino inesperado, extraño y miserable el de sobrevivirle a Notre-Dame de París.
No puede ser
Muere la Flecha de Viollet-le-Duc
No puede ser
Reims 1914
Reims 1919