domingo, 14 de octubre de 2012

Woody


Ignacio Ruiz Quintano
Abc Cultural

    Nadie ha pujado en Barcelona por un clarinete de Woody Allen, el D.W. Griffith del nacimiento de la nación catalana desde que el Muy Honorable Montilla lo contrató para el menester, cuyo fruto fue “Vicky Cristina Barcelona”, que vino a ser un fusilamiento conceptual de la novela “De Madrid a Oviedo, pasando por las Azores”, pero sin el culto gracejo de Pemán.
    
Que ningún catalán puje por un clarinete de Woody es tan llamativo como que ningún judío pujase por una sandalia de Brian.

    Los catalanes ya no quieren ser pífanos.

    Cellini fue hijo de un pífano de los Médicis, que no eran Montilla, precisamente. A Cellini lo que le gustaba era dibujar, pero su padre estaba emperrado en que fuera pífano, como Salvador Boix, el apoderado de José Tomás, que cambió la “pifanada”, como diría Cellini, por la orfebrería del marketing y el glamour que, según su feliz definición, es (o ha de ser) la tauromaquia posmoderna.
    
El clarinete de Woody es el arpa de Harpo, cuya popularidad se basa en el principio según el cual la mayor necedad empieza a parecer razonable si se la encajan a uno veinticuatro veces más una.
    
Según mis cálculos –escribe Gerardo Diego en un artículo sobre el “Bolero” de Ravel–, una melodía, un tema, a ser posible vulgarcito y untuoso, empieza a tener éxito cuando se le oye veinticuatro veces consecutivas, dos menos que el del “Bolero” ravelino.

    Esto explica una cosa que no entiende mi dilecta amiga la señora Lindo, y es que muchos asturianos prefirieran ir a Avilés para escuchar a Woody tocar el clarinete que al Carnegie Hall para oír la “Misa en si menor” de Bach.
    
En este “país de sordos” somos más de Woody que de Bach, pero ahora somos, además, un “país de pobres”, y no podemos permitirnos ese clarinete de Woody que luego cruzaríamos con la corneta de Rudy Ventura para acometer un “Tot el camp es un clam” hasta dar con pífanos bastantes para una orquesta a lo Xavier Cugat en Eurovegas.