Francisco Javier Gómez Izquierdo
Cuando llegué a Córdoba en 1988, los patios de mayo eran para disfrute local y los encargados -más bien encargadas- de adecentarlos se enorgullecían cuando alguien sin acento andaluz celebraba los colores, la alineación maceteril, el pozo, el limonero y el arte del riego... En muchos de ellos, solía haber una botella de Montilla ó Moriles y unos vasitos de plástico de los que se usan en la Feria para que el visitante tomara una copita y echara una moneda de a duro ó de cinco duros en bandejas de metal. Esta costumbre ya está casi olvidada ante la avalancha de forasteros que los fines de semana hacen colas como si cada patio fuera la Alhambra.
Un servidor tiene especial querencia por el patio de San Juan de Palomares, por ser el que primero pisó sin tener conocimiento de su importancia. Aquella visita fue en otoño y por temas profanos, pues subiendo la escalera había un taller de joyería a cuyos propietarios me presentaron una de las primeras amistades que hice en la ciudad. Las pulseras y pendientes salían a mitad de precio del que se estilaba en nuestros pueblos y como a mi doña le encargaba la parentela cosas de oro para bodas y comuniones, el viejo patio de los tiestos azules me dio frescos abrazos que agradecía de corazón. Acostumbrado al frío de Burgos y teniendo los 30 grados como algo parecido a un horno crematorio, la llegada al patio de San Juan de Palomares era como si encendieran el aire acondicionado al cruzar su puerta.
El taller cerró y el patio estuvo abandonado. Hace dos años, y después de que los cordobeses lo añoraran con morriña gallega, se ha vuelto a recuperar con gran contento de la población, sobre todo de los vecinos de San Lorenzo. Hoy, los 30 grados los llevo sin sudar, pero me sigue apeteciendo igual que cuando buscaba la placentera sombra visitar mi primer patio.
Cuando llegué a Córdoba en 1988, los patios de mayo eran para disfrute local y los encargados -más bien encargadas- de adecentarlos se enorgullecían cuando alguien sin acento andaluz celebraba los colores, la alineación maceteril, el pozo, el limonero y el arte del riego... En muchos de ellos, solía haber una botella de Montilla ó Moriles y unos vasitos de plástico de los que se usan en la Feria para que el visitante tomara una copita y echara una moneda de a duro ó de cinco duros en bandejas de metal. Esta costumbre ya está casi olvidada ante la avalancha de forasteros que los fines de semana hacen colas como si cada patio fuera la Alhambra.
Un servidor tiene especial querencia por el patio de San Juan de Palomares, por ser el que primero pisó sin tener conocimiento de su importancia. Aquella visita fue en otoño y por temas profanos, pues subiendo la escalera había un taller de joyería a cuyos propietarios me presentaron una de las primeras amistades que hice en la ciudad. Las pulseras y pendientes salían a mitad de precio del que se estilaba en nuestros pueblos y como a mi doña le encargaba la parentela cosas de oro para bodas y comuniones, el viejo patio de los tiestos azules me dio frescos abrazos que agradecía de corazón. Acostumbrado al frío de Burgos y teniendo los 30 grados como algo parecido a un horno crematorio, la llegada al patio de San Juan de Palomares era como si encendieran el aire acondicionado al cruzar su puerta.
El taller cerró y el patio estuvo abandonado. Hace dos años, y después de que los cordobeses lo añoraran con morriña gallega, se ha vuelto a recuperar con gran contento de la población, sobre todo de los vecinos de San Lorenzo. Hoy, los 30 grados los llevo sin sudar, pero me sigue apeteciendo igual que cuando buscaba la placentera sombra visitar mi primer patio.