José Ramón Márquez
La vida del hombre contemporáneo, esto me lo enseñó mi amigo Sergio Ariza, es una sucesión de momentos históricos, únicos e irrepetibles, vano espejismo suministrado al hombre de hoy por los medios de comunicación para crear la ilusión de la vida en las masas y para sacarlas del tedio de su propia existencia. Así, la biografía del hombre de nuestros días, va dando saltos entre instantes únicos e irrepetibles que, machaconamente, van sucediéndose de manera cargante y abusiva, publicitados fecha a fecha como un aburrido mantra en el que a cada cosa extraordinaria la sucede en seguida otra mejor o más fabulosa.
II
La finalidad del toro bravo es la muerte. No hay excepción. La corrida de toros está organizada como un rito cuyo final imprescindible es la muerte de uno de los actores que en ella intervienen, normalmente el de las cuatro patas. Es la muerte quien otorga al rito toda su carga simbólica, puesto que la corrida de toros no es una danza, ni una burla, es un sacrificio que se ejecuta públicamente ante la masa vociferante y en el que las fuerzas de la cultura, de la inteligencia, se sobreponen al caos, al horror de la fiera, triunfando sobre ella. La corrida no es ni mucho menos una fiesta, es un drama sobre el que un hombre construye su propia existencia y la afirmación de su virilidad triunfante sobre la del animal macho por antonomasia: el jabonero claro en el que Zeus se encarnó para secuestrar a Europa. El rito, pues, sólo es completo cuando termina en muerte, en sangre derramada que riega la tierra fertilizándola y que aplaca a la feroz masa, la otra bestia.
III
En la pasada semana hemos tenido la fortuna de vivir los siguientes momentos históricos, únicos e irrepetibles: la puerta del Príncipe de July, el indulto de una babosa del Cuvillo, las dos faenas de Manzanares, la boda de un príncipe inglés, la beatificación de un Papa y la eliminación de un terrorista islámico. Casi salimos a momento único histórico e irrepetible por día. Qué duda cabe que de la mayor parte de esos tales momentos, a la vuelta de una semana, no se acordará apenas nadie, como ya nadie se acuerda del tsunami aquél ni de la radioactividad de Fukuyima, porque esos momentos irrepetibles necesariamente deben ser sucedidos por otros aún más históricos, aún más únicos y aún más irrepetibles, si cabe.
IV
En La Maestranza de Sevilla, la feria del año 1969 se cerró con la tradicional corrida de Miura. El tercer toro, Esparraguero, negro bragado, recibió los honores de la vuelta al ruedo. El Club Taurino Sevillano entregó su premio de toro de la feria al toro Cuidadito, negro mulato bragado, también de la misma corrida. Los toros de Miura, incluido el bravucón segundo, entraron con ímpetu a los caballos tomando la mayoría más de tres varas. De comportamiento, aquellos toros fueron en general francos y boyantes, aptos para el éxito espontáneo, fácil y clamoroso de los toreros. El de la vuelta al ruedo fue un animal de embestida suave e inagotable. El del premio del Club Taurino, noble y colaborador. Presidió la corrida don Santiago Cisneros, a quien ni se le pasó por la mente la idea del indulto, porque en aquella época la moda entre el taurineo era la de los rabos. Como es natural, faltaría más, nada más que hubo una ocasión propicia se pidió el rabo, en este caso la cola, que dicen en Sevilla, del cuarto toro, Herizo, cárdeno bragado, porque aquella época lo histórico, lo único y lo irrepetible era, como ya se dijo, lo de los rabos. Si esto hubiese sido en nuestros tiempos donde decimos rabo había que decir indulto, que es lo que ahora se estila. Por fortuna, el firme criterio del señor Cisneros no transigía con que en Sevilla se entregase un premio tan antiestético y desagradable y mantuvo con firmeza la decisión de no concederlo. En nuestros tiempos, con estas presidencias tan poco firmes, posiblemente hubiese asomado el infame pañuelito anaranjado.
Sin embargo, en aquella feria pasó también una cosa, histórica, única e irrepetible de la que nadie guarda ya memoria, como suele pasar. Se colocó en las taquillas de la Plaza un letrero que avisaba de que se habían desechado por falta de trapío, de edad aparente y de peso los toros de Benítez Cubero anunciados para aquella tarde, así como los de María Pallarés que se trajeron en sustitución de los primeros, y que ante la falta de ganado se suspendía la corrida. La decisión final de la suspensión la tomó don José Utrera Molina, a la sazón gobernador civil de Sevilla. Los toreros anunciados para aquella tarde eran Victoriano Valencia, Curro Romero y Palomo Linares.
En la corrida de Miura a la que antes nos referíamos, Limeño y Alfonso Rojas brindaron el primero de sus toros al señor Utrera Molina.
La vida del hombre contemporáneo, esto me lo enseñó mi amigo Sergio Ariza, es una sucesión de momentos históricos, únicos e irrepetibles, vano espejismo suministrado al hombre de hoy por los medios de comunicación para crear la ilusión de la vida en las masas y para sacarlas del tedio de su propia existencia. Así, la biografía del hombre de nuestros días, va dando saltos entre instantes únicos e irrepetibles que, machaconamente, van sucediéndose de manera cargante y abusiva, publicitados fecha a fecha como un aburrido mantra en el que a cada cosa extraordinaria la sucede en seguida otra mejor o más fabulosa.
II
La finalidad del toro bravo es la muerte. No hay excepción. La corrida de toros está organizada como un rito cuyo final imprescindible es la muerte de uno de los actores que en ella intervienen, normalmente el de las cuatro patas. Es la muerte quien otorga al rito toda su carga simbólica, puesto que la corrida de toros no es una danza, ni una burla, es un sacrificio que se ejecuta públicamente ante la masa vociferante y en el que las fuerzas de la cultura, de la inteligencia, se sobreponen al caos, al horror de la fiera, triunfando sobre ella. La corrida no es ni mucho menos una fiesta, es un drama sobre el que un hombre construye su propia existencia y la afirmación de su virilidad triunfante sobre la del animal macho por antonomasia: el jabonero claro en el que Zeus se encarnó para secuestrar a Europa. El rito, pues, sólo es completo cuando termina en muerte, en sangre derramada que riega la tierra fertilizándola y que aplaca a la feroz masa, la otra bestia.
III
En la pasada semana hemos tenido la fortuna de vivir los siguientes momentos históricos, únicos e irrepetibles: la puerta del Príncipe de July, el indulto de una babosa del Cuvillo, las dos faenas de Manzanares, la boda de un príncipe inglés, la beatificación de un Papa y la eliminación de un terrorista islámico. Casi salimos a momento único histórico e irrepetible por día. Qué duda cabe que de la mayor parte de esos tales momentos, a la vuelta de una semana, no se acordará apenas nadie, como ya nadie se acuerda del tsunami aquél ni de la radioactividad de Fukuyima, porque esos momentos irrepetibles necesariamente deben ser sucedidos por otros aún más históricos, aún más únicos y aún más irrepetibles, si cabe.
IV
En La Maestranza de Sevilla, la feria del año 1969 se cerró con la tradicional corrida de Miura. El tercer toro, Esparraguero, negro bragado, recibió los honores de la vuelta al ruedo. El Club Taurino Sevillano entregó su premio de toro de la feria al toro Cuidadito, negro mulato bragado, también de la misma corrida. Los toros de Miura, incluido el bravucón segundo, entraron con ímpetu a los caballos tomando la mayoría más de tres varas. De comportamiento, aquellos toros fueron en general francos y boyantes, aptos para el éxito espontáneo, fácil y clamoroso de los toreros. El de la vuelta al ruedo fue un animal de embestida suave e inagotable. El del premio del Club Taurino, noble y colaborador. Presidió la corrida don Santiago Cisneros, a quien ni se le pasó por la mente la idea del indulto, porque en aquella época la moda entre el taurineo era la de los rabos. Como es natural, faltaría más, nada más que hubo una ocasión propicia se pidió el rabo, en este caso la cola, que dicen en Sevilla, del cuarto toro, Herizo, cárdeno bragado, porque aquella época lo histórico, lo único y lo irrepetible era, como ya se dijo, lo de los rabos. Si esto hubiese sido en nuestros tiempos donde decimos rabo había que decir indulto, que es lo que ahora se estila. Por fortuna, el firme criterio del señor Cisneros no transigía con que en Sevilla se entregase un premio tan antiestético y desagradable y mantuvo con firmeza la decisión de no concederlo. En nuestros tiempos, con estas presidencias tan poco firmes, posiblemente hubiese asomado el infame pañuelito anaranjado.
Sin embargo, en aquella feria pasó también una cosa, histórica, única e irrepetible de la que nadie guarda ya memoria, como suele pasar. Se colocó en las taquillas de la Plaza un letrero que avisaba de que se habían desechado por falta de trapío, de edad aparente y de peso los toros de Benítez Cubero anunciados para aquella tarde, así como los de María Pallarés que se trajeron en sustitución de los primeros, y que ante la falta de ganado se suspendía la corrida. La decisión final de la suspensión la tomó don José Utrera Molina, a la sazón gobernador civil de Sevilla. Los toreros anunciados para aquella tarde eran Victoriano Valencia, Curro Romero y Palomo Linares.
En la corrida de Miura a la que antes nos referíamos, Limeño y Alfonso Rojas brindaron el primero de sus toros al señor Utrera Molina.