Nietzsche
Ignacio Ruiz Quintano
Abc
Uno manda y los demás obedecen. La política no es más que la lucha por ser el que manda, y la democracia, un simple intento de dignificar la obediencia: obedeces únicamente a quien has elegido para que te mande y lo puedas fácilmente deponer.
El Estado de Partidos, que es lo nuestro, hace indigna la obediencia. Su lema, y ahí tenéis ahora a un tal Sánchez, es el “Sit pro ratione voluntas” de Juvenal. Para mantener su impostura, el tal Sánchez necesita de la arbitrariedad, “una emoción que necesita expresarse”.
–Haced vosotros las leyes y dejadme que yo haga los reglamentos.
Un tal Sánchez es el Romanones que se vende en los chinos y que en vez de reglamentos dicta decretos sin principios de juricidad que, acostumbrados a las directivas ejecutivas de la Unión Europea, obra maestra de la confusión de poderes, obedecemos sin rechistar.
La experiencia indica que en política todo tonto rompe a bribón. Hitler no era muy listo, pero a través de las gateras de un Estado de Partidos llegó a canciller. Eso fue un mes de enero, y en marzo su gabinete fue investido de poderes legislativos ilimitados, incluido el de apartarse de la Constitución, cumpliéndose así el deseo del partido del Führer de gobernar por decreto, que no tiene naturaleza, pero sí vigor de ley, y que no deja de ser una forma francesa (el decreto-ley fue la frutilla jurídica de la cultura dictatorial de Francia) de mandar.
El decretario del tal Sánchez revela a un vulgar suplantador de la razón por la voluntad. Está bien visto pavonearse de la voluntad, pero no de la belleza. El tal Sánchez, sin embargo, se pavonea de su belleza, cuando el fundamento de su mando en un sistema que hace indigna la obediencia es su voluntad. Y si la “voluntad de poder” nietzscheana es, según Sloterdijk, una teoría filosófica de la cultura del motor de gasolina, los decretos de Sánchez contra el diésel serían como el canto del chivo de un “Übermensch” sanchista. El eterno retorno del bruto puesto a mandar.