León Duguit
Ignacio Ruiz Quintano
Abc
El gobierno que nadie ha votado amenaza con una convocatoria de elecciones, “el botón rojo que tiene el presidente”, al decir de su ministro de Áridos. Eso no es falta de representación; eso es falta de vergüenza.
Nuestro Marsilio de Padua, Cebrián, durante cuarenta años pastor de las “elites” intelectuales de España, achaca la “crisis de la democracia representativa” a los algoritmos de Twitter y Facebock, que hacen que vote gente que no había votado nunca, con lo que eso supone.
El principio representativo constituye, en efecto, la base teórica del liberalismo político. Pero es un principio que desde el principio tuvo sus pegas. ¿Y si votan los pobres y se ponen a hacer leyes para pobres? “Voilà!” ¡El populismo! Contra el peligro populista, los liberales, meñique en ristre, decidieron que sólo votarían los propietarios, al menos hasta que los partidos completaran la domesticación de los pobres mediante la representación proporcional de listas de partido, birlibirloque metafísico por el que la casta política adquiere la facultad (ciertamente cínica) de representarse a sí misma en el Parlamento.
–Los miembros del Parlamento gustan de presentarse como los intérpretes de la voluntad nacional soberana –escribe, ¡hace más de un siglo!, León Duguit–. Pero esto son palabras, nada más que palabras vacías de sentido. Mas en todas partes, y particularmente en Francia, las palabras son una fuerza.
El birlibirloque metafísico es alemán, y sus inventores lo presentan, tras la segunda guerra mundial, como la superación del liberalismo representativo con llegada a la democracia directa de Rousseau (¡democracia alemana!), que en España unas veces es González, y las demás, Zapatero o Sánchez.
–El moderno Estado de partidos –dicen los alemanes– no es más que una manifestación racionalizada de la democracia plebiscitaria, un sustituto de la democracia directa.
Y el “botón rojo” de la representación lo tiene Sánchez, “el presidente del gobierno, es decir, mi persona”.