EN CORTO Y POR DERECHO: LA MÁS FAMOSA ECUACIÓN DEL MUNDO
Por Ricardo Bada
www.impre.com/laopinion
Sabido es que el genio de Einstein formuló esa ecuación en 1905, estableciendo que la energía (E) es igual a la masa (m) multiplicada por el cuadrado de la velocidad de la luz (c²). Menos sabido es que la primera vez que la expuso en público fue el 21 de septiembre de 1909, hace ahora cien años, en la Andräschule de Salzburgo, ante los más de mil participantes en el 81° Congreso de la Sociedad de Investigadores y Médicos alemanes. Su ponencia versaba "Sobre el desarrollo de nuestras ideas acerca de la esencia y la constitución de la radiación".
Pero lo que quiero contar es el origen del malentendido según el cual la teoría de la relatividad —cuya clave es la ecuación de marras— sólo se encuentra al alcance de un par de científicos bastante cualificados. Nada de eso. La teoría de la relatividad la puede entender cualquiera que tenga los mínimos conocimientos exigibles de Física, y que decida invertir un poquito de tiempo en la comprensión de sus fundamentos. ¿De dónde proviene entonces la noción de su impenetrabilidad? Es muy sencillo, y el estadounidense David Bodanis lo cuenta donosamente en su libro E = mc², una biografía de la más famosa ecuación del mundo.
El 6 de noviembre de 1919, la Real Sociedad Astronómica de Londres celebró una sesión extraordinaria para dar a conocer al mundo la comprobación rigurosa de que la teoría de la relatividad había sido certificada por las observaciones de unos equipos enviados al África y al Brasil. Unos equipos que se dedicaron a seguir la luz del sol en su recorrido por el sistema del astro rey, y las desviaciones en que incurría. La medición de esas desviaciones era el marchamo de veracidad que ratificaba de una vez para siempre la genial intuición de Einstein.
Pensemos que estaba recién terminada la Primera Guerra Mundial, y que eran científicos británicos quienes le daban el espaldarazo, con su gesto, a un físico alemán. O sea que, para abusar una vez más del adjetivo hasta volverlo obsoleto, esa sesión de la Real Sociedad Astronómica londinense puede calificarse de histórica, sobre todo porque venía a rectificar la concepción del mundo válida hasta entonces, la de Sir Isaac Newton, un inglés que ni mandado hacer de encargo.
Por supuesto, la expectación del mundo científico, y no sólo científico, era grande, de manera que el gran diario estadounidense The New York Times se sintió en la obligación de cubrir el evento. Pero resulta que sus redactores especializados en tales temas estaban todos ocupados con otras tareas, y entonces el periódico neoyorquino destacó como corresponsal, a la reunión de la Royal Astronomical Society, a uno de los miembros de su redacción en Londres, Henry Crouch, un excelente reportero... nada más que su especialidad era el golf. Sí, el golf, ese deporte inventado por topógrafos indolentes.
Como es lógico, el buen Henry Crouch no se enteró de nada, aunque —buen periodista— no se amilanó con el desafío. Y publicó unas crónicas en el New York Times después de las cuales el público lego quedó convencido de que en su maldita vida iba a entender una jota de la teoría de la relatividad. Entre otras cosas escribió que se trataba de "un libro para doce sabios".
"Nadie más en todo el mundo lo va a entender, dijo Einstein cuando sus arriesgados editores lo aceptaron" (son palabras textuales de Henry Crouch). Sólo que: 1) Einstein no había escrito ningún libro; 2) no había, pues, ningún editor del mismo, ni arriesgado ni pusilánime; y 3) todos los presentes en la sesión solemne de la Real Sociedad Astronómica de Londres habían entendido de qué iba la cosa... todos ellos menos, claro está, el corresponsal del New York Times. Y así es como se escribe la Historia.
¿Se imaginan que el director de La Opinión enviase a informar sobre un congreso mundial acerca de la teoría de los colores... a un redactor daltónico? Aunque, desde luego, como diría el propio Einstein, todo, todo es relativo.
Este libro de David Bodanis es una de las lecturas más atrayentes que pueden proponerse a quienes aspiren a conocer cómo funciona el mundo de los científicos y cómo lo manejan los políticos para sus fines. Y ya ha sido traducido al idioma de Ramón y Cajal, Severo Ochoa, Bernardo Alberto Houssay, Luis Federico Leloir, César Milstein, Baruj Benacerraf y Mario J. Molina, los escasos siete Premios Nobel hispanoamericanos de Física, Química y Biología. No se lo pierdan.
Ricardo Bada escribe desde Alemania.
Por Ricardo Bada
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Sabido es que el genio de Einstein formuló esa ecuación en 1905, estableciendo que la energía (E) es igual a la masa (m) multiplicada por el cuadrado de la velocidad de la luz (c²). Menos sabido es que la primera vez que la expuso en público fue el 21 de septiembre de 1909, hace ahora cien años, en la Andräschule de Salzburgo, ante los más de mil participantes en el 81° Congreso de la Sociedad de Investigadores y Médicos alemanes. Su ponencia versaba "Sobre el desarrollo de nuestras ideas acerca de la esencia y la constitución de la radiación".
Pero lo que quiero contar es el origen del malentendido según el cual la teoría de la relatividad —cuya clave es la ecuación de marras— sólo se encuentra al alcance de un par de científicos bastante cualificados. Nada de eso. La teoría de la relatividad la puede entender cualquiera que tenga los mínimos conocimientos exigibles de Física, y que decida invertir un poquito de tiempo en la comprensión de sus fundamentos. ¿De dónde proviene entonces la noción de su impenetrabilidad? Es muy sencillo, y el estadounidense David Bodanis lo cuenta donosamente en su libro E = mc², una biografía de la más famosa ecuación del mundo.
El 6 de noviembre de 1919, la Real Sociedad Astronómica de Londres celebró una sesión extraordinaria para dar a conocer al mundo la comprobación rigurosa de que la teoría de la relatividad había sido certificada por las observaciones de unos equipos enviados al África y al Brasil. Unos equipos que se dedicaron a seguir la luz del sol en su recorrido por el sistema del astro rey, y las desviaciones en que incurría. La medición de esas desviaciones era el marchamo de veracidad que ratificaba de una vez para siempre la genial intuición de Einstein.
Pensemos que estaba recién terminada la Primera Guerra Mundial, y que eran científicos británicos quienes le daban el espaldarazo, con su gesto, a un físico alemán. O sea que, para abusar una vez más del adjetivo hasta volverlo obsoleto, esa sesión de la Real Sociedad Astronómica londinense puede calificarse de histórica, sobre todo porque venía a rectificar la concepción del mundo válida hasta entonces, la de Sir Isaac Newton, un inglés que ni mandado hacer de encargo.
Por supuesto, la expectación del mundo científico, y no sólo científico, era grande, de manera que el gran diario estadounidense The New York Times se sintió en la obligación de cubrir el evento. Pero resulta que sus redactores especializados en tales temas estaban todos ocupados con otras tareas, y entonces el periódico neoyorquino destacó como corresponsal, a la reunión de la Royal Astronomical Society, a uno de los miembros de su redacción en Londres, Henry Crouch, un excelente reportero... nada más que su especialidad era el golf. Sí, el golf, ese deporte inventado por topógrafos indolentes.
Como es lógico, el buen Henry Crouch no se enteró de nada, aunque —buen periodista— no se amilanó con el desafío. Y publicó unas crónicas en el New York Times después de las cuales el público lego quedó convencido de que en su maldita vida iba a entender una jota de la teoría de la relatividad. Entre otras cosas escribió que se trataba de "un libro para doce sabios".
"Nadie más en todo el mundo lo va a entender, dijo Einstein cuando sus arriesgados editores lo aceptaron" (son palabras textuales de Henry Crouch). Sólo que: 1) Einstein no había escrito ningún libro; 2) no había, pues, ningún editor del mismo, ni arriesgado ni pusilánime; y 3) todos los presentes en la sesión solemne de la Real Sociedad Astronómica de Londres habían entendido de qué iba la cosa... todos ellos menos, claro está, el corresponsal del New York Times. Y así es como se escribe la Historia.
¿Se imaginan que el director de La Opinión enviase a informar sobre un congreso mundial acerca de la teoría de los colores... a un redactor daltónico? Aunque, desde luego, como diría el propio Einstein, todo, todo es relativo.
Este libro de David Bodanis es una de las lecturas más atrayentes que pueden proponerse a quienes aspiren a conocer cómo funciona el mundo de los científicos y cómo lo manejan los políticos para sus fines. Y ya ha sido traducido al idioma de Ramón y Cajal, Severo Ochoa, Bernardo Alberto Houssay, Luis Federico Leloir, César Milstein, Baruj Benacerraf y Mario J. Molina, los escasos siete Premios Nobel hispanoamericanos de Física, Química y Biología. No se lo pierdan.
Ricardo Bada escribe desde Alemania.