El concepto de columna
Jean Juan Palette-Cazajus
A la salida de San Pedro, me aquerencio un instante al pie de una de las columnas de Bernini. No he «visto» la columnata al llegar. Quiero decir que se inscribe como una absoluta necesidad en la percepción general de la Basílica. Estimula la aprensión de su grandeza. La imagen de la basílica quedaría muy deslucida sin ella. Para comprobarlo, basta con echar un vistazo a las representaciones gráficas anteriores a su construcción. La propia amplitud de la plaza de San Pedro, paradójicamente, no es la que mejor permite apreciar el acierto y la perfección aritmética del diseño que nos abarca. Desde donde me encuentro ahora, desde la inmediata cercanía, solo veo, y me fascina, la línea de fuga de unos cuantos fustes colosales. Los percibo como si fuesen una ilustración del «hilemorfismo» filosófico de los antiguos hecho arte de vanguardia: una pura construcción abstracta que jugase con la materia pétrea y la forma geomérica del cilindro. Es decir que aquí, a sus pies, las grandiosas columnas se imponen a nosotros en tanto que su propio concepto. Contemplamos su esencia, pero se nos escapa la perspectiva general de la columnata. Y es que el protagonismo de la columna a lo largo de toda la historia de la arquitectura occidental es el mejor equivalente del protagonismo del concepto a lo largo de nuestra cultura intelectual.
Puente Sant'Angelo
Sorprendo a mis familiares cuando les pregunto si saben que los particulares y omnipresentes adoquines romanos son conocidos como «sanpietrini» desde que sirvieron para pavimentar, a partir de 1725, la plaza donde nos encontramos, antes de usarse ya en toda Roma. Mi elemental erudición sobre el tema se lo debe todo a la Wikipedia italiana. El caso es que aquello provocó un nuevo crescendo de mi admiración por el afanoso papa Sixto Quinto ya que fue quien primero habría mandado usar este tipo de adoquines en carreteras. Ignoro a qué escala. Tras pensativa consideración del pavimento de la plaza, ponemos rumbo al Castel Sant’Angelo, nuevamente por la desangelada Vía della Conciliazione, iniciada en 1936 por Mussolini pero solo inaugurada en 1950. Se salvan los obeliscos/farolas, casi art déco, y algún que otro palacete preservado. El tamaño no hace grandeza.
Mausoleo de Adriano y fortaleza
Una vez dentro y al poco rato de empezar a recorrer galerías, patios, escaleras y caminos de ronda, uno no tiene más remedio que percatarse hasta qué punto el Castel Sant’Angelo es una fortaleza formidable en el sentido etimológico de la palabra. Se percibe, como si de un ejercicio didáctico se tratara, la extrema bipolaridad, por no decir la incompatibilidad, de los papeles interpretados por San Pedro y por la fortaleza, tan fácilmente reunidos por la mirada: allí está el mensaje religioso, convertido en la platónica forma ideal, en abstracta belleza sensible. Aquí todo nos impulsa a recordar la crudeza y la incertidumbre de la vicisitud histórica. Al cabo de un rato, la particular circularidad del lugar inducirá incluso en mí cierto sentimiento obsidional. Este es un lugar donde se intuye la realidad brutal de la historia de los papas, entre invasiones, guerrras civiles, revueltas populares y saqueos diversos. El temporal siempre terminaba batiendo estas murallas. Si abajo está todavía el fundamento del edificio, el tronco inicial del mausoleo de Adriano, luego se le fueron superponiendo, cárceles, depósitos de víveres, de artillería, de municiones pero también apartamentos papales. Ni siquiera el convencional y rutinario recorrido impuesto para la visita consigue ocultar la densidad de las capas históricas que impregnan la ruda piedra y se imponen a la conciencia. El castillo es un palimpsesto histórico particularmente convincente y revelador. Benvenuto Cellini, Giordano Bruno, Cagliostro solo fueron los más conocidos entre los innumerables desgraciados anónimos que padecieron el rigor papal. Aquí los apartamentos de los pontífices son sombríos y casi angustiosos pero con artesonados dorados y frescos de Perín del Vaga y otros artistas. Algunos techos con grutescos son admirables y sin duda muy fieles a los que se descubrieron en la Domus Áurea neroniana. Aquí uno percibe a ratos el peso del dominio implacable de los papas sobre Roma y en otros momentos intuye cuán precario, angustioso y arriesgado para ellos tuvo que ser en ocasiones el oficio. Aquí coinciden el todo y la nada, el miedo infligido y el miedo padecido.
Rampa del Mausoleo de Adriano
Cuando uno accede por fin a la terraza superior, al pie del ángel vengador que envaina su espada, el sol está a punto de desaparecer en el horizonte, detrás de San Pedro y la vista de Roma es absolutamente suntuosa y perimetral. El atrezo de colores no escatima el material cromático y la postal es total. Además, la dulzura del atardecer de enero es excepcional y el rumor de la ciudad soportable. Los puentes acompasan el verde mate de la curva del río. El ejercicio de ir identificando las cúpulas sobre la película urbana se vuelve casi obligatorio. La del Panteón oculta y afianza su grandiosidad esencial en la masa del muro. Todos mandaremos esta noche la foto del halo dorado que, más allá de la cúpula de San Pedro, va desapareciendo detrás de las colinas y los pinos que recaman el horizonte. Todavía hay momentos en que la emoción del turista lambda consigue superar los lindes de la caverna de Platón.
Sant' Angelo. Grutescos
Hoy es el cumpleaños de mi hermana y decidimos hacer un alto para tomar un aperitivo y planear la cena. Descubrimos una enoteca que nos parece acogedora cerca de Sant’Andrea della Valle. Pedimos un «Amarone della Valpolicella», un vino de la zona de Verona que parece estar de moda y resulta cálido y aterciopelado, elección muy positiva acompañada de una tabla de quesos exquisitos. Charlamos con el dueño, simpático y competente, que nos recomienda un restaurante en el Trastévere. Es casi imposible ir en vía recta. La geografía del barrio refleja lo que fuese la peculiar geología histórica de la sociedad romana. El nombre de la mayoría de las calles revela, o bien la estructura urbana corporativa, o bien la naturaleza clánica del poder. En realidad ambas realidades sociales eran complementarias sobre la base de los clientelismos familiares. De la ambición y el boato de unas cuantas familias, dependía la subsistencia de la mayoría, lacayos, menestrales o grandes artistas. Al ritmo de las «papabilizaciones» y de los cardenalatos, la cotización en bolsa de los clanes familiares subía o bajaba. Por lo menos, cuando tocaba subir, en lugar de comprar el último SUV de Audi para impresionar al vecino, uno encargaba un palacio o una iglesia, a Borromini, a Bernini, a Martino Longhi o a Carlo Rainaldi. De camino, nos seduce el expresivo ritmo partido y las columnas de una fachada barroca. Es la Santísima Trinità dei Pellegrini. Por dentro, la iglesia es rutinariamente bella. «En Roma – decía Stendhal – una simple cuadra resulta a menudo monumental». Encima del altar mayor hay una estupenda «Santa Trinità» de Guido Reni. Por fin entramos en la única vía recta hacia el río, la «dei Pettinari», de los fabricantes de peines. La calle desemboca directamente sobre el viejo y estrecho Ponte Sisto que lleva cruzando el río desde 1479.
Atardecer
A la salida del puente, la plaza de Trilussa, con inquietante propensión al botellón internacional, es sorprendentemente tranquila. El barrio, boboízado y erasmusizado, sigue cuidando las apariencias casi pueblerinas. Lo que se agradece. No sé en qué medida el detalle tan romano de las numerosas parras que trepan por las fachadas resulta de un cuidado espontáneo o es incentivado mediante subvenciones y protección municipal. En tiempos de Stendhal los trasteverinos eran considerados gentes de armas tomar y virtuosos de la «coltellata». Hoy pocos son ya los romanos entre los residentes. Camino de nuestra trattoría, desembocamos en la plaza de Santa María in Trastevere. La iglesia que le da nombre siempre ha sido una de mis debilidades romanas. Es el prototipo y la reina de las plantas basilicales originariamente paleocristianas. Está abierta. Rotundas y hieráticas, las imponentes columnas de la nave mayor, con sus elegantísimos capiteles jónicos son posiblemente las más perfectas de Roma. Parece que proceden de las termas de Caracalla. Digno de las columnas se muestra el majestuoso entablamento que las recorre. El ábside lo ocupa enteramente un excepcional mosaico de Pietro Cavallini (1291). Imparte una lección teológica pero con unos coloridos que le confieren una dimensión ingenua y juvenil, la expresión de una religión todavía confiada y optimista. En el barroco, en cambio, hallamos algo fundamentalmente pesimista y desesperado. La Iglesia enfrenta una derrota histórica. Debe resignarse a convivir definitivamente con el cisma protestante y con la presencia cada vez más perceptible del gusano intelectual del libre examen en la manzana de las sociedades. La saturación barroca es así un ejercicio contradictorio, a la vez evasivo, de autoconfianza y de supervivencia institucional. La cuestión de la fe se ha vuelto segundaria. Sentados en un banco de la iglesia, disfrutamos un rato del sentimiento de armonía serena que transmiten los antiguos volúmenes basilicales. La hora de cenar se está haciendo casi española.
Panorama
En el restaurante - estilo rústico moderno - no hay mucha gente. Esta noche tocará un «Nobile di Montepulciano» acerezado, redondo, equilibrado y correctamente largo en boca. Se va una mesa de alemanes y uno de ellos nos comenta algo sobre nuestra «religión del vino». Yo, señor alemán, antes que de religión, me acordaría de su paisano Hegel: el vino y quien lo bebe están en una relación dialéctica de respeto y exigencia mutuas. De ahí que la gestual del catador pueda ser inconscientemente litúrgica.
Sta Maria in Trastévere